Capítulo XI Muros de Cristal - Parte VIII

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Desperté sobresaltado al darme cuenta de que estaba durmiendo plácidamente sobre una cama. ¿Por qué no estaba en un coche de postas? ¿Había llegado al fin? ¿Qué había hecho después? Mi mente hizo todo aquel proceso a tal velocidad, que casi terminé en el suelo mientras gritaba el nombre de Maurice.

—Volverá en un momento, fue a dar instrucciones a sus lugartenientes.

La voz adormilada de Micaela me produjo escalofríos, se escuchaba demasiado cerca, como si estuviera en la misma cama. Giré mi cabeza lentamente temiendo lo peor y me estremecí al verla, junto a Raffaele, compartiendo mi lecho. Ella llevaba todavía el camisón y estaba recostada entre las piernas de su amado, mientras este se encontraba sentado en la cabecera de la cama, pasando las páginas de un libro. Al menos él estaba vestido, pero no llevaba casaca ni chupa y tenía la corbata desarreglada.

—¡¿Qué he hecho?!—gemí llegando al extremo de la angustia.

—Nos diste un susto de muerte —contestó Raffaele, cerrando el libro, que resultó ser un volumen de la enciclopedia—. Maurice nos llamó a gritos y lo encontramos tratando de sostenerte. No sabíamos qué hacer hasta que te escuchamos roncar. Te hubiera pateado, pero mi primito no me dejó.

—¿En serio? Pero... ¡Yo no ronco!

—Claro que lo haces —replicó Micaela señalándome con el dedo, en el que podían verse las cicatrices porque no llevaba los guantes—. Y también babeas. No eres nada refinado cuando duermes.

—Yo no... ¡Ah! ¡¿Qué importa?! ¿Qué hacen ustedes aquí y dónde está Maurice?

—Acaba de salir y ya verás que regresa corriendo para velar tu muy sonoro sueño. ¿Sabes que llevas unas tres horas roncando sin parar? Lamenté tanto no tener conmigo mis lápices y mi cuaderno de dibujo, te habría retratado para la posteridad.

—Con solo pedirlo, Vida Mía, yo te lo habría buscado —intervino Raffaele con un tono en extremo meloso.

—No quería que te movieras, estaba tan cómoda recostada sobre ti. Además, no creo que haya otra ocasión en la que los tres podamos compartir la cama.

—Bueno, eso depende de Vassili —insinuó el tentador que más temía en el mundo.

—¡Nunca! ¡Jamás! ¡Y lárguense de una vez! Están profanando el lecho que Maurice y yo usamos.

—¡Bah! El otro día pasé la noche con mi primito aquí mismo y...

—¡Eso no es cierto, Raffaele! —gritó Maurice entrando a la carrera—. Sólo estuvimos conversando hasta tarde. Micaela estaba con nosotros, aunque ella se durmió porque le aburre oír hablar de plantaciones.

—Eso no cambia el hecho de que estuvimos juntos en esta cama.

—Ya vete, por favor —suplicó cansado—. Y tú también Micaela.

—Qué ingrato eres, Maurice —se quejó la ninfa, estirándose como una gata—. Después de que te ayudamos a cargar a este grandulón, nos echas a patadas.

—Déjalo, Vida mía; cuando quiera meterse en nuestra cama, no se lo permitiremos. A ti tampoco Vassili.

Dicho esto, Raffaele se levantó, dejó el libro sobre una mesa y le tendió la mano a Micaela; ella alzó los brazos igual que una niña mimada y el gigante la cargó como si pesara menos que una hoja de papel. Los dos salieron de la habitación burlándose de mis ronquidos.

—Parece que han vuelto a la normalidad —señaló Maurice después de cerrar la puerta—. Desde que te fuiste han estado tan solícitos y melosos, que me ponían nervioso; parecían querer que les perdonara algo y me mortificaba que fuera que se habían enredado contigo otra vez.

Engendrando el Amanecer IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora