Capítulo I Muros de Cristal - Parte I

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La ausencia de un ser querido es semejante a esos remolinos que se encuentran en lagos y ríos, ocultos en el fondo, provocados por corrientes tramposas que descubres en el instante en que te tragan de manera inexorable

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La ausencia de un ser querido es semejante a esos remolinos que se encuentran en lagos y ríos, ocultos en el fondo, provocados por corrientes tramposas que descubres en el instante en que te tragan de manera inexorable.

De esa forma me sentía después de que Sora se marchó a su tierra. En la superficie todo había vuelto a la normalidad, podía pasar el tiempo que quisiera con Maurice y sus primos, pero bastaba con detenerme a pensar un segundo para notar el vacío, amenazando con arrastrarme hasta sus entrañas.

El Palacio de las Ninfas adquirió proporciones monstruosas, llenándome de desasosiego. Sin querer buscaba a Sora en cada rincón y me hacía las mismas preguntas una y otra vez. Al no ser capaz de responderlas, la melancolía daba paso a la angustia y al remordimiento.

¿Lo había enviado a su muerte? ¿Me había desembarazado de él para asegurar mi propia felicidad o realmente lo había ayudado a recuperar la vida que le robaron? Estaba condenado a agonizar hasta que llegarán noticias de aquellas tierras terriblemente lejanas.

Los Alençon no compartían mi preocupación y pretendían tranquilizarme al mostrar un indignante optimismo. Raffaele y Micaela consideraban que habían tomado suficientes precauciones para asegurar la supervivencia de Sora en su tierra y mi amado pelirrojo dejaba todo en manos de Dios.

Yo insistía en imaginar miles de imprevistos que podían sucederse durante el viaje, llegando al extremo de pronosticar un mal recibimiento una vez que Sora pisara su tierra. Después de todo, no había garantía de que pudiera encontrar a su familia o de que fuera capaz de dejar atrás la tragedia para ser feliz. Sobre todo, no había garantía de que lograría vivir sin mí.

Según Raffaele, yo era un fatalista melindroso y no había razón para hacerme caso. Se burlaba sin ningún tacto de mi aprensión, acompañando sus palabras con brutales palmadas en mi espalda para sacudirme la melancolía. El mismo Maurice le quitaba importancia a mis razonamientos, por más lógicos que estos fueran. En cuanto a Micaela, era la peor de los tres: Ordenaba que me callara porque no quería que arruinara la primavera.

—¡Pareces una nube negra, Vassili! —decía sin miramientos—. No pienso escucharte más.

Aunque reconozco mi tendencia a pensar primero en lo peor que puede ocurrir, considero que mi reacción no estaba tan desproporcionada y que ellos se mostraban demasiado tranquilos. Puedo adivinar lo que dirá Maurice al leer esto: Otra vez me llamará fatalista y se reirá...

En realidad, Maurice, eso es lo que anhelo que hagas, pero las cosas han cambiado y ahora soy yo quien disipa los nubarrones que te rodean. Comprendo perfectamente que te encuentres en ese estado y no te reprocho nada. Sigues siendo el hombre que amo y dedicaré mi vida a devolverle todo su esplendor a tu hermosa sonrisa.

Lamento los años en que estuvimos separados, soportaste el peso de nuestras tragedias y el acoso constante de Severine sin mi apoyo. Cuando veo lo que el sufrimiento te ha hecho, me recrimino el haberme marchado al Paraguay y quisiera volver el tiempo atrás.

Engendrando el Amanecer IIIWhere stories live. Discover now