Adiós, pero... hasta la vuelta.

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El día anterior se habían recibido en la cabaña noticias de que era seguro que la abuelita llegaba. Fue Pedro quien, de buena mañana, trajo la carta, al llegar con sus cabras. El abuelo y las dos niñas habían salido ya. Blanquita y Diana esperaban también fuera de la cabaña; sacudían alegremente su cabeza a la brisa matinal mientras las niñas las acariciaban y les deseaban buen viaje, para la ascensión. El abuelo, de pie ante ellas, miraba ya a las lindas cabras de limpia y reluciente pelambre, ya a los frescos rostros que se inclinaban sobre ellas. Unas y otros debían complacerle, ya que el anciano sonreía con aire de satisfacción.

En este momento apareció Pedro. Al ver el grupo que se había formado ante la cabaña, avanzó lentamente, tendió la carta al Viejo y, cuando éste la tuvo entre las manos, el niño retrocedió con aire de terror y volvía de vez en cuando la cabeza, como si temiera algo que pudiera atacarle por la espalda. Después, dando un brinco, se alejó hacia los pastos.

—Abuelo —dijo Heidi, que había seguido la escena con asombro—. ¿Por qué Pedro imita ahora mismo al Gran Turco cuando siente restallar el látigo tras él? Éste comienza por retroceder, después sacude la cabeza en todas direcciones y, de pronto, inicia una serie de grandes saltos.

—Acaso Pedro sienta también a sus espaldas el sonido del látigo que merece —repuso el abuelo.

Pedro ganó de un solo salto la primera pendiente. Después, cuando ya no podían verlo, cambió de táctica. Se detenía a cada instante, volvía la cabeza en todas direcciones con aire temeroso, y después, repentinamente, daba un gran salto y miraba hacia atrás con el mismo gesto de terror que si alguien lo hubiera cogido por el cuello. Detrás de cada zarzal, de cada seto, Pedro se preparaba para ver surgir al agente de policía de Francfort dispuesto a saltar sobre él. Cuanto más larga era la espera, más profundo era su terror.

Heidi, entre tanto, se ocupaba en poner la cabaña en orden, a fin de que todo estuviese en su lugar cuando llegase la abuela. Clara disfrutaba de veras viendo la actividad que desplegaba Heidi yendo y viniendo de un rincón a otro. Siempre le producía gran placer verla trabajar afanosamente. Ocupadas de este modo, las niñas vieron deslizarse las primeras horas de la mañana sin que el tiempo se les hiciera pesado; por fin llegó el momento en que vendría la abuelita. Clara y Heidi, preparadas para recibirla, salieron a sentarse en el banco que había delante de la cabaña y allí se dedicaron a esperar los acontecimientos. El abuelo llegó también. Recorriendo los alrededores, había formado un ramo de gencianas de un azul profundo, color tan vivamente realzado por los rayos del sol matinal, que, al verlo, las niñas lanzaron una exclamación de gozo. De vez en cuando, Heidi dejaba el banco para mirar a lo largo del sendero y ver si divisaba ya el cortejo de la abuelita.

Al fin apareció en la parte baja de la montaña, observando el orden previsto: delante iba el guía, después la señora Sesemann sobre su caballo blanco y, por fin, un mozo que llevaba un gran cesto... pues la abuelita no quería en modo alguno aventurarse por los Alpes sin haber tomado toda clase de precauciones. Los viajeros se aproximaron lentamente. Al fin ganaron la cumbre. La abuelita divisó a las niñas desde lo alto de su caballo.

—¿Qué significa eso? ¿Cómo, Clara, no estás en tu sillón? —exclamó sorprendida y bajando del caballo para correr hacia la nieta. Y, después de dar unos pasos, enlazó las manos, diciendo con emoción:

Heidi - Johanna SpyriWhere stories live. Discover now