Los amigos de Francfort se ponen en camino.

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Había llegado el mes de mayo. De todas las alturas cercanas, los torrentes precipitaban su enorme caudal en el valle. Una cálida atmósfera envolvía los Alpes reverdecidos. El sol acababa de fundir las últimas nieves, y sus rayos vivificadores habían despertado las primeras flores en los prados. La brisa primaveral movía las ramas de los pinos para despojarlas de las viejas agujas que pronto habían de ser substituidas por un ropaje nuevo, de un verde claro y tierno. Muy alta, en los aires, el águila desplegaba nuevamente sus alas y, alrededor de la cabaña, el sol de mayo calentaba el suelo y acababa de secar los últimos vestigios de humedad.

Heidi se hallaba otra vez en la montaña. Iba y venía de un sitio a otro y no sabía qué admirar más de todo cuanto veía. A veces escuchaba el ruido del viento que desde la cima soplaba cada vez más fuerte, y se precipitaba al fin sobre los tres pinos sacudiendo sus ramas con arrebatos de salvaje alegría. Heidi, fuera de sí de contenta, unía a aquel ruido sus alegres gritos y se dejaba llevar del viento con riesgo de ser arrastrada como una hoja. Otras veces iba corriendo a sentarse en el prado, delante de la cabaña, allí donde más calentaba el sol, para averiguar cuántos capullos estaban a punto de abrirse y cuántas flores ya abiertas. Había también miríadas de inofensivos mosquitos que revoloteaban, ebrios de alegría, en el aire. Heidi se sentía poseída de la alegría de cuanto la rodeaba, respiraba profundamente el aliento primaveral que se elevaba de la tierra vivificada y le parecía que jamás los Alpes habían sido tan bellos. Los mil pequeños insectos participaban, sin duda, de su felicidad, porque su incesante zumbido semejaba una canción que invitase a todos los seres a subir a los Alpes.

De cuando en cuando, desde el pequeño cobertizo detrás de la cabaña, se oían los golpes de un martillo y el ruido de una sierra, cosas que Heidi escuchaba también con singular placer, porque eran sonidos familiares que había oído desde el primer día de su vida en los Alpes.

De pronto se levantó y corrió hacia el cobertizo para ver qué estaba haciendo su abuelito. Delante de la puerta encontró un taburete completamente nuevo, y aún el Viejo se hallaba construyendo otro.

—¡Ya sé para quiénes son! —exclamó Heidi muy contenta—. Éste es para la abuelita de Francfort y el otro para Clara, para cuando vengan; pues ahora... hace falta otro... —continuó vacilando—, ¿o acaso crees, abuelito, que la señorita Rottenmeier no vendrá?

—Ahora no puedo decírtelo, hija mía —respondió el abuelo—, pero más vale que tengamos un asiento disponible para poderla invitar a que se siente, si viene.

Heidi contempló con aire pensativo los escabeles de madera sin respaldo, y se preguntaba si el carácter de la señorita Rottenmeier y aquellos asientos armonizarían. Al cabo de un momento la niña movió la cabeza con aire de duda y dijo:

—Abuelito, me parece que ella no se sentará en los taburetes.

—Entonces la invitaremos a que tome asiento sobre el hermoso sofá tapizado de terciopelo gris verde —replicó el anciano.

Heidi se preguntaba todavía dónde estaba el hermoso sofá tapizado de terciopelo verde, cuando oyó, de pronto, los silbidos, los gritos y latigazos que tan bien conocía. Rápidamente se lanzó hacia el rebaño, y poco después se hallaba rodeada de las cabritas. Éstas parecían alegrarse tanto como Heidi de hallarse nuevamente en la montaña, porque nunca habían saltado tanto ni habían dado tan alegres balidos como aquel día. Pedro las apartaba con empujones para poder llegar a Heidi y entregarle una cosa. Cuando estuvo a su lado, le entregó una carta.

Heidi - Johanna SpyriDonde viven las historias. Descúbrelo ahora