Una compensación.

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El doctor salió al día siguiente muy de mañana de Dörfli para subir en compañía de Pedro hacia la cabaña del Viejo de los Alpes. Animado por su acostumbrada bondad, trató repetidas veces de entablar conversación con el pastorcillo, pero fue en vano; Pedro respondía apenas con monosílabos a sus preguntas; era muy difícil hacerlo hablar. En vista de la inutilidad de sus esfuerzos, el doctor desistió de su empeño y, en silencio, llegaron a la cabaña. Heidi les aguardaba ya con sus cabritas, formando entre los tres un alegre grupo iluminado por los primeros rayos del sol que caían sobre las alturas.

—¿Vienes? —preguntó Pedro, que no dejaba de hacer todas las mañanas la misma pregunta.

—Naturalmente, iré si el señor doctor viene con nosotros —respondió la

niña.

Pedro echó sobre el doctor una mirada de soslayo. En aquel momento apareció el abuelo con el bolso de las provisiones. Saludó primero al doctor con gran respeto, luego se aproximó a Pedro y le dio el saquito para que se lo colgara en el hombro. Pesaban las provisiones aquel día más que otros, porque el Viejo había añadido un buen trozo de carne seca, pensando que si el doctor encontraba agradable la estancia en los campos de pasto, tal vez le gustaría comer con los niños allá arriba. Pedro tuvo en seguida el presentimiento de que en el saquito se hallaba algo inusitado, y su rostro se animó con una alegre sonrisa.

Inmediatamente comenzaron el ascenso a la montaña. Heidi, desde el primer momento se vio rodeada de las cabritas, cada una de las cuales quería estar más próxima a ella que las otras, y se disputaban mutuamente el sitio. Después de dejarse arrastrar durante un rato por el rebaño, la niña se detuvo y dirigió a los animalitos esta breve exhortación:

—Ahora vais a hacer el favor de correr delante de nosotros sin volver a cada paso para empujarme, porque deseo ir al lado del señor doctor. ¡Hala, a correr!

Y como Blancanieves no cesaba de frotar la cabeza contra Heidi, ésta le pasó la mano suavemente sobre el dorso y le recomendó que fuera muy obediente. Después se abrió camino para salir de entre las cabras y se colocó al lado del doctor, el cual la cogió de la mano. Esta vez no tuvo necesidad de buscar un tema que le sirviera de conversación, porque Heidi comenzó inmediatamente a charlar alegremente. Tenía tantas cosas que contarle al buen doctor acerca de las cabritas y de sus excentricidades, sobre las flores, las rocas, los pajaritos, que el tiempo pasó sin que se dieran cuenta y pronto se hallaron en el campo donde las cabras solían pacer. Durante la subida, Pedro había lanzado al doctor constantemente miradas de soslayo, tan furiosas, que bien hubieran podido causarle miedo, pero afortunadamente no las había advertido.

Heidi condujo a su amigo al sitio donde ella solía sentarse para contemplar las montañas y el valle, sitio que prefería a todos los demás. Allí se sentó, como de costumbre, y el doctor se colocó a su lado, sentándose también sobre la soleada hierba del prado.

La radiante luz de una mañana de otoño envolvía con sus rayos de oro las cimas de la montaña y el gran valle verdeante. De los prados situados en planos más bajos subía el tintineo de las campanitas de los rebaños, cuyo dulce sonido daba una impresión de bienestar y de paz. Enfrente brillaban con mil destellos las grandes sábanas de nieve, y el Falkner elevaba su masa de roca grisácea y majestuosa hasta el mismo azul del cielo. La brisa de la mañana, fresca y deliciosa, mecía suavemente las últimas campanillas que quedaban entre la hierba y que parecían mover gozosas sus corolas al calor del sol. Sobre ellos se cernía el ave de rapiña describiendo grandes círculos, pero aquel día no gritaba, sino que, con las alas extendidas, volaba con lentitud a través del espacio azulado. Heidi giraba la vista en torno y contemplaba con alegría el cielo azul, los rayos del sol y el feliz pájaro en los aires. Todo era tan bello, tan hermoso, que los ojos de la niña se llenaban de felicidad. Se volvió hacia su amigo para asegurarse de que también él veía todas aquellas cosas. El doctor había permanecido hasta entonces silencioso y pensativo, mas cuando vio los ojos radiantes de alegría de la niña, dijo:

Heidi - Johanna SpyriTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang