Cómo transcurre la vida en los Alpes.

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El sol salió por detrás de las rocas, lanzando sus primeros rayos sobre la cabaña y el valle. El Viejo había salido de su casa y, como todas las mañanas, contemplaba con religioso silencio cómo, a su alrededor, se disipaba en los valles y en las alturas la ligera neblina de la madrugada y se despertaba el mundo para empezar un nuevo día.

Las tenues nubes de la mañana se iluminaban cada vez más, hasta que al fin apareció el sol en toda su gloria e inundó las montañas, los bosques y el valle con sus dorados rayos.

En aquel momento el Viejo penetró de nuevo en la cabaña y subió sigilosamente la pequeña escalera para contemplar a las dos niñas. Clara acababa de abrir los ojos y miraba con gran asombro cómo entraban los rayos del sol por la ventana y danzaban alegremente sobre el lecho. No se daba cuenta ni de lo que veía ni en dónde se hallaba. Pero dirigió una mirada hacia Heidi, la cual estaba todavía dormida a su lado, y, al mismo tiempo, oyó la voz cordial del abuelo:

—¿Has dormido bien? ¿Tienes todavía sueño?

Clara aseguró que no tenía sueño ninguno, pues había dormido toda la noche de un tirón. Esto agradó al abuelo, el cual puso en seguida manos a la obra y ayudó a Clara a vestirse con tanto acierto como si fuera su oficio cuidar de niños enfermos y procurarles toda clase de comodidades.

Heidi, que al fin había abierto los ojos, vio con asombro como el abuelo cogía a Clara en brazos, ya vestida, y descendía con ella. Era, pues, preciso apresurarse para reunirse con ellos. Saltó del lecho y se arregló en un abrir y cerrar de ojos; después bajó la escalera, salió de la cabaña y se detuvo para contemplar, estupefacta, lo que hacía el abuelo. Ya la noche anterior, mientras las niñas dormían en su lecho de heno, había reflexionado largamente acerca del lugar donde podía guardar el ancho sillón de ruedas. No había que pensar en hacerlo entrar en la cabaña, pues la puerta era demasiado estrecha. Pero de pronto tuvo una idea: se dirigió al cobertizo y arrancó dos tablas de uno de sus tabiques. Por la amplia abertura hizo penetrar el sillón y volvió a poner las tablas en su sitio, pero sin clavarlas. Heidi había llegado en el momento en que el abuelo, después de colocar a Clara en el sillón, salía, empujándolo, del cobertizo por el hueco recién abierto, al pleno sol de la mañana. En medio del llano que había frente a la cabaña dejó el sillón para dirigirse al establo de las cabritas. Heidi corrió hacia Clara.

La fresca brisa de la mañana acariciaba los rostros de las niñas y les llevaba oleadas aromáticas de los abetos que impregnaban la atmósfera. Clara aspiraba profundamente esta brisa fortificadora, y recostada en el respaldo del sillón gozaba de la sensación de bienestar que hasta entonces le era desconocida.

Jamás pudo aspirar el aire matinal en pleno campo, y este puro aliento de los montes, tan fresco, tan vigoroso, era para ella una verdadera delicia. Gozaba igualmente del brillante sol, tan poco ardoroso en lo alto de la montaña y que jugueteaba dulcemente entre sus manos y en el césped, a sus pies. Nunca hubiera podido figurarse que la vida en aquel lugar fuera tan hermosa.

—¡Oh, Heidi, si yo pudiera estar siempre aquí, contigo! —exclamó Clara volviéndose en su sillón para mejor recibir en todas partes de su cuerpo los besos del aire y del sol.

—¿Ves como era cierto lo que te decía? —repuso Heidi henchida de felicidad—. No hay en el mundo lugar tan bello como nuestra cabaña de los Alpes.

En aquel momento el Viejo salió del establo y se dirigió hacia las niñas con dos tazones llenos de leche blanca y espumosa.

Dio uno a Heidi y otro a Clara.

—Esto te hará bien, hija mía —dijo animando a Clara con un movimiento de cabeza—. Es la rica leche de Blanquita. ¡Buen provecho!

Como Clara nunca había bebido leche de cabra, comenzó por olerla con cierto aire de vacilación, pero cuando vio la avidez con que Heidi bebió su tazón, sin descansar, tan rica la hallaba, también ella bebió hasta la última gota de aquel néctar, tan dulce y aromático como si le hubieran echado azúcar y canela.

Heidi - Johanna SpyriKde žijí příběhy. Začni objevovat