El domingo, cuando suenan las campanas.

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Bajo los abetos mecidos por el viento, Heidi esperaba a su abuelo, que tenía que bajar a Dörfli a buscar la maleta. La niña no deseaba otra cosa que regresar para preguntarle si los panecillos le habían gustado. Sin embargo, la espera no le parecía larga, pues no se cansaba de oír el rumor del viento en los viejos abetos, ni de respirar el perfume de las flores que resplandecían en los verdes prados bajo el sol. El abuelo salió al fin de la cabaña, dirigió una última mirada en torno a él y dijo con tono de satisfacción:

—¡Ya podemos irnos!

Era sábado y ese día el abuelo tenía por costumbre ordenar y limpiar la casa y el establo. Hoy había empleado en estos menesteres la mañana, para poder salir con Heidi inmediatamente después de comer.

Cuando llegaron a la cabaña de Pedro, se separaron y Heidi se precipitó hacia el interior. La abuela ya había reconocido sus pasos y exclamó llena de alegría:

—¡Ya estás aquí, mi niña! ¡Acércate!

Después cogió la mano de Heidi y la retuvo fuertemente entre las suyas, como si temiese que alguien pudiera volver a quitarle la niña. Y en seguida le contó cuánto le habían gustado los panecillos; estaba tan contenta que se sentía fuerte como no lo había estado en muchos años. La madre de Pedro añadió que la abuela no había querido comer más que uno por temor a acabar demasiado pronto con la reserva. Si pudiera comerse uno diario durante una semana, en verdad se pondría mucho más fuerte. Heidi prestó atención a las palabras de Brígida y permaneció pensativa un instante. Finalmente había encontrado una solución.

—Ya sé lo que he de hacer, abuela —exclamó llena de entusiasmo—. Escribiré a Clara y ella me mandará tantos como tienes ahora o acaso dos veces más, pues yo tenía ya un gran montón en el armario, y cuando me los quitaron, Clara me dijo que me daría tantos como pudiera haber en el montón. Estoy segura de que lo hará.

—¡Oh, Heidi! Es buena idea —comentó Brígida—, pero piensa que se pondrían duros y tampoco se los podría comer. Si tuviéramos algún dinero de vez en cuando..., el panadero de Dörfli hace un pan parecido, pero apenas puedo comprar el pan negro.

La cara de Heidi se iluminó:

—¡Abuelita, yo tengo mucho dinero! —exclamó saltando de alegría—. ¿Y sabes lo que haré con ese dinero? Pues comprarte todos los días un panecillo tierno, y los domingos dos. Pedro podrá traerlos de Dörfli.

—¡No, no, pequeña! —replicó la abuela—. No debes hacer eso. El dinero que tienes no se te ha entregado para que lo gastes así. Debes dárselo al abuelo y él te dirá cómo has de emplearlo.

Pero Heidi no se dejó convencer y seguía saltando y cantando por la habitación, repitiendo:

—Ahora la abuela tendrá un panecillo tierno todos los días y recobrará las fuerzas. —Y de pronto se interrumpió para añadir en seguida—: ¡Oh, abuela! Si te pusieras bien, quizá volvieras a ver, pues quizá no ves porque estás demasiado débil.

La abuela calló para no turbar la felicidad de la niña.

Entre salto y salto, Heidi advirtió de pronto el viejo libro de cánticos y

Heidi - Johanna SpyriHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin