Una visita a los Alpes.

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La aurora coloreaba las montañas; el viento fresco de la madrugada, pasando a través de las copas de los abetos centenarios, mecía sus ramas fuertemente de un lado a otro. Heidi abrió los ojos. Aquel rumor la había despertado. El susurro de los abetos llegaba siempre a lo más hondo de su ser y la impelía con fuerza irresistible hacia ellos. Saltó del lecho y, aunque por su gusto lo hubiera dejado todo por salir en el acto, se vistió con esmero, pues había aprendido que el orden y la limpieza eran imprescindibles.

Una vez arreglada, bajó la escalera de mano. El lecho del abuelo ya estaba vacío y Heidi se precipitó al exterior. Allí, frente a la cabaña, como todos los días, vio al anciano ocupado en examinar detenidamente el cielo para ver cómo se presentaba el tiempo.

Algunas nubecillas rosadas atravesaban el firmamento, que aparecía cada vez más azul; el sol surgía por detrás de las altas rocas desparramando raudales de oro sobre las cumbres y los campos.

—¡Oh, qué bermoso es esto! ¡Buenos días, abuelito! —exclamó Heidi brincando de alegría.

—¿Qué, también tú has abierto los ojos? ¡Y cómo te brillan! —repuso el abuelo, dando la mano a su nietecita en señal de saludo mañanero.

Heidi fue corriendo hacia los abetos y se puso a saltar alegremente debajo de las inquietas ramas dando gritos de alegría a cada nueva ráfaga, a cada nuevo aullido del viento.

Mientras, el abuelo había ido al establo y lo abrió para que saliesen Diana y Blanquita, sus dos cabras; se puso a asearlas debidamente para que estuviesen preparadas a subir, como todos los días, a los pasturajes, y las llevó después a la puerta de la cabaña. Al ver a sus dos amigas, Heidi acudió corriendo y, abrazándolas por el cuello, les dio los buenos días. Las cabritas respondieron con alegres balidos; cada una de ellas quería demostrar mejor que la otra su cariño por Heidi, frotando la cabeza contra el cuerpo de la niña y apretándola cada vez más hasta que parecía que iba a quedar aplastada entre los dos animalitos. Mas Heidi no tenía miedo, porque, aun cuando Diana la empujaba fuertemente y le daba golpes con la cabeza, no tenía más que decirle: «No, Diana, no hagas eso, porque te pareces al Gran Turco», y en seguida la cabra se retiraba y tomaba un aire más amable, mientras que Blanquita erguía la cabeza con un movimiento lleno de dignidad, como si quisiera decir: «A mí sí que no han de decirme que me parezco al Gran Turco», y es que la cabrita blanca tenía mucha más distinción que su compañera.

En aquel momento sonó el silbido de Pedro en la parte baja del camino y, al poco rato, todas las cabras llegaban saltando, la ágil Cascabel delante. Heidi se metió inmediatamente en medio del hato, empujada de todos lados por las cabras, que demostraban con viveza la atracción que la niña ejercía sobre ellas. Heidi se abrió paso con energía para llegar al lado de Blancanieves, que se veía rechazada por las cabras mayores que ella cada vez que quería acercarse. Detrás del hato llegó Pedro, dio un formidable silbido a fin de obligar a los animales a tomar el camino del pasturaje, mientras él se acercaba a Heidi, a la que deseaba decir algo. Al sonar el silbido, las cabras se apartaron y Pedro pudo llegar junto a Heidi. Colocándose delante de la niña, dijo en tono de reproche:

—Podrías comenzar de nuevo a subir conmigo ahí arriba.

Heidi - Johanna SpyriWhere stories live. Discover now