♦️Capítulo 4♦️ El triste comunicado

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La primavera de mil novecientos cuarenta y uno rompió todas las metas de hombres y mujeres yugoslavos. De un momento a otro, el Reino estaba sumido en un caos por la inconformidad sobre la decisión de el regente Pablo. El príncipe firmando el Pacto Tripartito, había aceptado el paso de los nacionalsocialistas por nuestro territorio para que le dieran apoyo a Italia que estaba teniendo considerables bajas en Grecia. Este pacto no era más que una supuesta garantía de protección por apoyar a las Potencias del Eje.

Que error tan grande y que vulgar mentira.

La mayoría de los oficiales yugoslavos, se opusieron a estos permisos permitidos a los alemanes y presionaron al joven rey Pedro segundo, con apoyo británico, para que destituyera a su primo de la regencia. Aprovechando el caos que produjo dicho golpe de estado el Tercer Reich alemán, Adolf Hitler, se estableció en Yugoslavia, pero nuestro ejército no se quedaría de brazos cruzados. Contraatacar con toda las fuerzas que poseía no era opción, sino prioridad.

Demás está decir la tensión constante que se respiraba en aquellos días oscuros. Y mis planes de boda quedaron totalmente descartados cuando me llegó el infortuno telegrama que exigía mi integración al ejército. La sensación amarga que abarcó hasta mis extremidades hizo que rompiera con rabia el papel y no siéndome suficiente, la tomé con el jarrón que tenía al lado, luego con la pequeña mesa de caoba y con el resto de cosas que se me cruzaban en el camino.

Exhausto y llorando de prepotencia me tiré en el suelo, halando de raíz mis cabellos y maldiciendo a Hitler y sus ansias egoístas e insaciables de poder. Por aquel tiempo, lo detractores del partido nacionalsocialista de Alemania, llamaban despectivamente a los miembros nazis, aunque por sus orígenes de burla no era un término que aceptaran los miembros del partido.

Pues bien, yo maldije a todos los nazis una y otra vez.

Dios me perdonara, pero todas las injurias que lancé no me eran suficientes. ¡Oh mi hermosa Karolina! Era el fin de nuestros sueños añorados ¿Cómo lograría separarme de sus esmeraldas brillantes? ¿Cómo soportaría vivir sin escuchar su despampanante risa adornada por los hoyuelos? Ya no vería más sus bailes alocados. No podría probar la miel de sus labios. No sería mi esposa hasta sabía alguien cuánto tiempo...

Pesando más en la balanza, estaba la remota posibilidad del 'si sobrevivía' a la guerra ¿Quiénes logran sobrevivir hasta el final de las guerras? ¿Quiénes tienen la tranquilidad de alzar victoriosos su bandera tras haber dejado campos de cadáveres? Tan solo unos pocos.

Una minoría tan reducida que las estadísticas jugaban en mi contra. Pero lo peor sin duda era darle la noticia a mi amada. No estaba preparada para soportarlo, y yo temía en sobremanera que denotara un colapso para su estabilidad.

—Sobrino.

Escuché la voz de mi tía a un metro, no me di cuenta en el momento que se había acercado. Se agachó para sentarse en el suelo, a mi lado, y colocarme una mano en el hombro.

—Ya verás, estarás pronto en casa.

Aunque su expresión era neutral, sus ojos mostraban un estanque rebozado que contenía las lágrimas. Nunca vi a mi tía llorar, pero sin duda en aquel momento hizo un esfuerzo por no mostrarse suceptible. Los dos sabíamos que su afirmación era falsa; no volvería pronto a casa, estaba muy lejos de eso. Aunque no tenía certeza del período que duraría esta matanza, estaba consciente que, como todas las batallas contra los grandes opresores, sería un proceso largo.

—Debes decírselo.

—No tengo las agallas tía... Como tampoco las tengo de ir a luchar —confesé con un poco de vergüenza, negando con la cabeza.

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