CAPÍTULO XVII

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Inesperadamente, solté una carcajada. Fue áspera, hueca, incrédula, sin una pizca de gracia; pero, a pesar de eso, fue una sonora carcajada.

Serill frente a mí frunció el ceño, aún encorvada sobre su bastón, con aquel espeluznante gato bajo el jaretón de su camisón. Pese a que sabía que aquella reacción no tenía sentido, aún con la exhaustiva mirada de la vieja encima de mi, desconcertada por mi atrevimiento, no pude parar. Una carcajada se transformó en varias, hasta que no pude hacer más además de sostener mi propio estómago mientras me doblaba levemente.

—¿Qué te hace tanta gracia, chiquilla? — dijo aquella mujer. Esperé algún vestigio de furia en su tono; sin embargo, parecía más bien curiosa, mientras yo me erguía en mi posición.

Tuve que apilar gran parte de mi fuerza de voluntad para mantenerme recta, de pie, y sin volver a reírme al recordar aquello que Serill había dicho hacía unos segundos. Solté un resoplido, todavía intentando ahogar aquel impulso.

—Bueno, sabía que no ibas a ser de confiar. Si te soy sincera, ni siquiera me extraña demasiado — me encogí de hombros, dando una zancada hacia ella, denotando de inmediato como Serill se tensaba —. Aún así, creo que deberías perfeccionar tu habilidad para mentir. No sé si lo sabes, Serill, pero una mentira tiene que parecer convincente.

La vieja entrecerró los ojos en mi dirección, tensando sus arrugados y esbeltos dedos sobre la punta de su bastón.

—¿Te suenan de algo los lapislázulis, Éire?

Aquello me tomó por sorpresa.
Parpadeé durante un instante, disipando de inmediato toda la diversión que aún pudiese albergar.

La mujer, antes de que yo pudiese procesar sus palabras, se dio la vuelta hacia una de aquellas estanterías. Sus pasos eran lentos, como la masa visceral de un caracol deslizándose por tierra firme, tan pausadamente como una mismísima década. Sus pies descalzos dejaban huellas ensangrentadas sobre los tablones de madera, mientras el gato que antes se encontraba junto a ella se estiraba aún recostado sobre ese mismo suelo.

—¿Por qué preguntas eso? — mascullé, sintiendo como una vorágine de pensamientos se congregaban como una nebulosa en mi mente. Claro que sabía porqué preguntaba aquello; claro que conocía los lapislázulis.

Sabía a la perfección lo que aquellas piedras simbolizaban emocionalmente para mi madre. Nunca había sido demasiado específica, pero atesoraba esas piedras con más resguardo del que le había proporcionado a su propia hija.

Serill apoyó su mano restante sobre uno de aquellos estantes, apartando algunos de esos tarros llenos de órganos lechosos y apagados, rebuscando entre la cantidad de frascos que se encontraban sobre la quejumbrosa madera envejecida.

Finalmente, sus dedos parecieron cerrarse en torno a una pequeña superficie, y casi pude jurar como relajaba ligeramente sus hombros. Serill escondió lo que fuera que había agarrado, sujetándolo frente a su cuerpo, ocultándome lo que era, y dejándome solo la vista de su estrecha y famélica espalda bajo aquellas tenues telas.

Entrecerré los ojos en su dirección, mientras la vieja me echaba una perspicaz mirada sobre su hombro.

—¿Sabes lo que son o no?

Tensé mi mandíbula con fuerza, intentando no mostrar mi severo hastío mientras respondía: — ¿Qué hechicera no conoce todas las piedras?

—Una que no es clarividente.

Enarqué una ceja. Ahí tenía un buen punto.

—Ser clarividente no te hace ser mi tía. Si fuera así, créeme  que tendría que recopilar demasiado oro como para regalarles obsequios a todas por sus cumpleaños — me crucé de brazos, mirando a Serill con el reto implícito en mi mirada; si ese era su mejor argumento, tenía todas las de perder contra mí y contra cualquiera con raciocinio —. Menos mal que no es así, me daría demasiada pereza tener que hacer tanto. Además, no soy demasiado generosa, al final todas me terminarían recriminando por no llevarles más que un panecillo por su centésimo cumpleaños.

Reino de magia y sangre [Disponible en Físico] ✔️Where stories live. Discover now