4. Edificio de Intercambio

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El día siguiente no estuvo exento de irregularidades. Me levanté tarde, tanto así que apenas me dio tiempo de asearme para ir a vender las arepas de mamá. El sol estuvo especialmente picante y los compradores especialmente irritados, y esto de alguna forma terminaba concentrándose en mi cadera izquierda, que parecía atraer todos los males del ambiente como un imán para replicarlos en un palpitante dolor.

En casa, Lorena había dejado una montaña de ropa descartada sobre las camas, zapatos esparcidos por el suelo y lo poco que poseía de su maquillaje desparramado sobre la vieja peinadora. Típico. Mamá se había acostado tras hacer las arepas porque tenía un fuerte malestar de cabeza. Reorganicé todo y, para cuando terminé, apenas y podía caminar. Preparé el almuerzo, que consistía de arroz con lo que quedó de los rellenos de las arepas, y me puse a contar el dinero de la venta.

Y mientras contaba, la sugerencia de Brenda acudió de nuevo a mi mente.

La exhalación fue tan larga que terminé encorvándome en la silla hasta pegar la frente a la superficie de la mesa. Apreté el dinero en mis manos, luchando contra el cúmulo de 'y si' naciendo en mi cabeza, y me puse de pie con un quejido. Guardé el dinero en la caja y le di la espalda como si fuese la reencarnación del mismísimo diablo.

Me metí a la ducha. Juraba que eso despejaría las ideas volando dentro de mí, pero el dinero de la venta seguía intacto en mi consciencia, tentándome. Cerré la ducha y me comencé a secar con brusquedad. En un momento dado me detuve y me cubrí la cara con la toalla.

Llevaba mucho tiempo sin mirarme en un espejo a cuerpo entero. Había uno detrás de la puerta del baño y era el causante de que Lorena pasara horas allí dentro cada mañana cuando se preparaba para irse a la universidad.

Me quité la toalla de la cara y aparté la cortina de la regadera, revelando mi silueta en el reflejo.

La primera parte de mi cuerpo a la que mis ojos se dirigieron fue a mi pierna izquierda, imposible de ignorar y pasar por alto. La grotesca cicatriz que empezaba a mitad del muslo se alargaba hasta arriba del hueso de la cadera, serpenteante, pálida y gruesa. Su protuberancia era tal que a veces se marcaba a través de la ropa que usaba dependiendo de qué tela estaba hecha. Pasé mis dedos por la piel cicatrizada e insensible, buscándole alguna belleza. ¿Cómo podría pasar la prueba con un cuerpo dañado así?

Me mordí el labio con fuerza, acallando la voz reprochadora. No creía tener oportunidad, pero por lo menos debía fingir, ¿no? "Ver más allá". Me aventuré pues a otras partes de mi cuerpo: mi piel un tanto canela debido al sol, mis pechos, un tanto pequeños, de pezones prominentes. Mis glúteos, firmes aún después de cuatro años sin ejercitarme apropiadamente, harmonizaban con mis caderas. No tenía oscurecimientos en mi piel, aunque la sensación de suavidad que una depilación corporal otorgaba seguía siendo algo que extrañaba. Era tan vellosa como mi madre y se reflejaba en mis axilas y mis brazos, donde la pelusa un tanto rojiza era notoria.

Hastiada, me enrollé en la toalla. No sabía para qué siquiera me hacía ilusiones, a fin de cuentas.

Definitivamente no iba a pasar.

ᴥᴥᴥ

...¿Entonces por qué había tomado el dinero de la venta para venir hasta acá?

Mantuve la vista en mis converse rosadas, el par de zapatos más decente que me quedaba, y aguanté el creciente dolor de la cadera, que con cada paso que daba me recordaba que estaba haciendo todo esto en vano y que era el peor de los impulsos que había tenido jamás.

Era de esperarse que la ciudad fuese la misma de hace cuatro años, pero aun así todo se sentía distinto. O supongo que yo era distinta.

Los transeúntes abundaban en la avenida pese a que eran casi las once de la noche. Mi ritmo lento hacía que me pasaran por los lados a menudo, algunos hasta volteándose a echarme un vistazo. No los culpaba: sobresalía como un dedo hinchado, con mis ropas viejas y mi caminar chueco.

La música de los cafés y restaurantes junto con los comensales hacía eco hasta mis oídos, distinta de la que escuchaba ayer con Brenda, pero no menos agradable. Los aromas exquisitos que emanaban de los locales, sin embargo, eran los mayores distractores.

¿Le pasaría lo mismo a los espectros? Con los... aromas de...

Solté una risita. En serio era una tonta... Pero quizás mi pregunta no lo era tanto.

Se suponía que, al proveer placer, lo lógico sería que el Edificio de Intercambio estuviese en la avenida de los clubes y burdeles, siendo el tema recurrente similar al de esos sitios, pero los espectros no pensaban lo mismo. El edificio estaba al final de la avenida culinaria: lo que nosotros considerábamos obsceno e inapropiado, ellos lo consideraban normal y necesario. El placer, sin tapujos, era su comida. Los humanos previamente seleccionados la preparaban y servían, los espectros la comían, y allí acababa la noche.

Mi respiración se volvió temblorosa. Era obvio que me iban a rechazar, pero eso no hacía el proceso menos tortuoso y humillante.

Pronto el sitio al que iba quedó a la vista, imponente y resplandeciente en la esquina de la manzana. Tenía una fachada de estilo griego, con largas escalinatas que llevaban a la entrada principal. La torre que le precedía, sin embargo, era más moderna, forrada de un cristal blanquecino que reflejaba las luces de la ciudad, velando el interior y dándole un aire misterioso y celestial. Era enorme, intacto aun después de cien años de haber sido construido. La historia decía que el edificio apareció de la noche a la mañana y que tomó años que los humanos se atrevieran a entrar, temiendo lo que les esperaba en el interior.

Ahora los humanos temían ser vistos al salir.

Me detuve frente a las muchas escaleras de pálido mármol y respiré hondo. Varias personas subían y bajaban, pero al igual que yo, iban cubiertas de pies a cabeza con sobretodos, sombreros y tapabocas, sus caras ocultas en la oscuridad. Proveedores escondidos en el anonimato. Un par se montaron en autos último modelo estacionados frente al edificio. Los autos tenían lunas tintadas tan negras que no podía ver el interior. En definitiva, no les interesaba ser reconocidos por nadie.

Podía hacerlo. Esto era nada en comparación a lo que había sido capaz de hacer años atrás.

Subí entonces los escalones, apretando los dientes con cada movimiento de mi pierna izquierda, y me obligué a creer que el latido acelerado de mi corazón era por el esfuerzo físico y no por los nervios.

Cuando por fin llegué arriba, resistí las ganas de agarrarme la cadera y alcé la cara al frente.

Las puertas dobles de la entrada se abrían automáticamente. Una mujer salió ataviada en un enorme abrigo vinotinto cuya abertura dejaba entrever un par de piernas estilizadas de piel cremosa.

La cara me enrojeció y me quedé pasmada. De repente, la gravedad de lo que estaba haciendo me dejó sin aire.

¿Cómo podría yo competir contra eso?

Incluso Lorena tenía más probabilidades que yo, con lo alta que era y la impactante dureza de su rostro. Si supiera que estaba aquí, frente a las puertas del mismísimo Edificio de Intercambio, se reiría de mí y luego me arrastraría de regreso a casa por los pelos.

Me di la vuelta e ignoré la forma en que las puertas se abrieron a mis espaldas ante mi presencia.

Las escaleras desde aquí lucían aún más peligrosas. Desde el accidente, siempre se me había hecho difícil bajar escalones, y el tener que hacerlo después de lo que me costó llegar aquí lo hacía considerablemente peor.

Apreté mis manos en puños, el corazón a reventar en mi pecho.

Había gastado dinero de la venta de las arepas en el bus que me trajo a la ciudad por esto. No podía regresar a casa con las manos vacías, no después de haber decidido a último segundo que lo intentaría.

No estaba haciendo esto por mí.

Las puertas seguían abiertas. Alcé la cara, cuadré los hombros, y me di la vuelta para enfrentar la locura de decisión que había tomado.

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