Quinta Parte

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- Ya sabes que desde que falleció tu madre no me gusta mucho regresar a la casa de campo...

- Te entiendo papá -dijo Rosa acariciando la pierna de su padre-. Trata de no pensar en ello. Ya verás como, a medida que vayas yendo a la casa más a menudo, podrás superarlo.

- Eso es lo que tú dices, y lo que dice el psicólogo, pero es tan... duro -los ojos se enrojecieron, su voz se entrecortó. La tristeza inundó el rostro de Eduardo.

La mujer de Eduardo falleció hacía ya tres años. Fue en un fin de semana como aquel, en pleno verano. Salieron a dar un paseo por el campo, subiendo y bajando senderos, cruzando riachuelos y haciendo fotos con la cámara fotográfica. A sus cuarenta y cinco años, y con una hija de casi veinte años, adoraban alejarse del mundanal ruido y poder recordar su juventud.

Tristemente, en cierto momento su mujer deseó hacer una fotografía al paisaje, y quiso hacerlo de la manera más original posible. Se subió a un árbol. Desde allí arriba la vista sería preciosa. Eduardo no vio el peligro, ninguno de los dos. Las ramas parecían ser fuertes, pero no aguantaron su peso. Cuando estuvo a punto de apretar el botón cayó al suelo, desde cuatro metros de altura y chocando con la única roca que estaba alredodor. Se rompió el craneo, el cuello crujió y su vida se deshizo en menos de un segundo.

Incrédulo de lo que acababa de suceder, Eduardo habló al cuerpo de su mujer creyendo que sería oído. No entraba dentro de su realidad que su mujer acabase de fallecer, sin poder despedirse de ella, en una situación como aquella, en un fin de semana para nada especial en el calendario.

A partir de entonces ese día quedaría grabado a fuego en la mente de él y su hija. El día en que su mujer cayó desde un árbol y murió. El día en que la ambulancia no podía llegar hasta dónde ellos estaban. El día en que la mujer de su vida murió en sus brazos. El día en que tuvo que llamar a su hija para darle la triste noticia. El día en que su vida no sólo dió un giro de ciento ochenta grados, si no que cayó a la oscuridad, las tinieblas, a la segura depresión que conlleva perder a alguien que amas.

- Trata de no pensar en eso -dijo Rosa, interrumpiendo los tristes pensamientos de la mente de Eduardo.

- Sí, tienes razón. Seguramente poco a poco lo vaya superando.

- Ya verás como sí -dijo Rosa, la cuál tampoco lo había superado pero prefería mostrar fortaleza frente a su padre. Si te muestras abatido frente a alguien que intenta salir de una depresión, la tristeza eterna estará asegurada.

Los coches empezaron a moverse. Parecía que se movían con fluidez, con lentitud, sin pausa. Rosa volvió a encender la radio, pero buscó otra cadena que no fuera musical. Tras pulsar una y otra vez los botones, empezó a sonar una emisora de noticias. Daban el parte del tiempo.

Rosa se acomodó en el asiento, apoyó la cabeza en la ventana y cerró los ojos. La suave voz femenina de la radio fue una nana para sus oídos. Pronto quedó dormida.

Las tres continuaban tirando de las cuerdas mientras Rosa narraba su historia, pero se quedó callada unos instantes. Soltó la cuerda y miró al guardia que las vigilaba desde el techo.

- ¡Perdona! ¡Tengo que preguntarte una cosa! -dijo gritando. María y Helena no supieron qué hacer, si detenerse o seguir tirando. Optaron por lo segundo, porque sabían que si la rueda dejaba de girar el guardia les diría algo.

- Adelante -dijo el guardia. Aquella respuesta les pilló por sorpresa, incluso a Rosa.

- ¿No sería bueno que nos diéseis algo de beber o comer? No sé cuánto tiempo llevamos dando vueltas, pero creo que estaría bien que nos diéseis algo.

LA RUEDAWhere stories live. Discover now