Tercera Parte

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Helena procedía de un pequeño pueblo al norte de España. Vivía con su madre y su hermano, de su misma edad, y juntos mantenían el negocio familiar que estuvo a punto de desaparecer hacía unos pocos años. Se trataba de una pequeña pescadería que trabajaba con productos prácticamente recién cogidos del mar. Era su padre quien se encargaba de dirigir todo, tanto la tienda como el pequeño pesquero que de vez en cuando salía a tripular. En su ausencia, lo tripulaba un empleado cualquiera.

Tristemente su padre falleció en un accidente de carretera, en una noche lluviosa. Cayó por un terraplén en una zona muy poco iluminada del camino. En circustancias normales no habría pasado nada; incluso, de haberse caído por el terraplén, el golpe habría sido una tontería comparado con lo que sucedió en realidad.

El coche cayó en la oscuridad, dió varias vueltas de campana mientras el hombre no sabía qué hacer. No había visto hacia dónde estaba cayendo el coche. Tan sólo pudo quedarse atónito y sufrir el accidente. Falleció en el mismo instante del golpe contra unas piedras al final de la caída.

Desde entonces su familia tuvo que ponerse manos a la obra. Helena aprendió a manejarse dentro de la pescadería, mientras que su hermano, tuvo que aprender a manejar el pesquero y a dar órdenes a los empleados. Ambos pensaron que sería pan comido, pero nada fue como esperaban. Nunca habían estado presentes mientras su padre trabajaba. Estudiaban o salían de juerga con sus compañeros de estudios, y cuando terminaron de estudiar empezaron a acudir a trabajos temporales, academías y otras cosas más importantes que ver a su padre trabajar.

Al ver la cruda realidad y el desastre que lentamente se avecinaba debido a la organización que había, la madre pensó en vender el negocio y el pesquero, pero los dos hermanos se negaron en rotundo. Era como si quisieran mantener vivo el recuerdo de su padre haciendo lo único que él sabía hacer: trabajar.

O quizá, en tiempos de crisis, lo bueno es agarrarse al tronco más fuerte que se vea, en este caso, el negocio familiar.

Fuera por el motivo que fuera, estuvieron compartiendo labores durante varios meses tras el fallecimiento de sus padres, pero el negocio nunca levantaba cabeza. Todo iba de mal en peor, hasta que un día que se reunieron para echar cuentas, terminaron discutiendo:

- Cada día traes menos pescado. ¿Acaso crees que eso luce en el mostrador? -dijo Helena enfadada.

- ¿Cómo quieres que pesquemos más? Deberiamos mejorar los materiales, las redes... ¡todo! Si tuviera un barco mejor podría traerte todo lo que quisieras.

- ¿En serio? Pues si quieres un barco nuevo deberás esforzarte. Con lo poco que traes no salimos de números rojos -le respondió ella mostrándole una serie de cuentas hechas a ordenador, tratando de demostrar lo que ella quería decir. Tomás ni se molestó en mirarlos.

- ¿Qué quieres que mire? ¿Quieres que te diga de dónde vienen la mayoría de esos números rojos? -respondió él con agresividad. Apartó los papeles con la mano con un gesto brusco-. Pues vienen de esa fabulosa reforma que aseguraste que levantaría el negocio. ¡Por Dios! Si parece que trabajamos en una tienda de ropa.

- En un principio no te parecio tan mal.

- Por que pensé que tendrías algo más de cabeza y no gastarías tanto en una reforma. ¡Si sólo hacía falta darle dos capas de pintura y ya está!

- No tienes ni idea. Además, no me cambies de tema. Deberías pensar en volver a reducir el personal de pesca.

- ¿Más todavía? Esto sí que me parece fuerte -dijo Tomás levantándose-. Ya me hiciste despedir a la mitad de la plantilla porque, según tú, eran “prescindibles”. Pues bien, entérate. Ahora cada persona en el barco tenemos que hacer el trabajo de tres personas.

- Creo que exageras. Yo nunca vi a papá tan atareado como tú dices -dijo Helena burlándose de él.

- ¿Acaso le viste alguna vez en el barco? ¿En alta mar? -dijo Tomás muy alterado-. Tú sólo le has visto llegar al puerto, como todos hemos hecho.

- ¿Y qué diferencia hay? Me puedo hacer una idea de lo que es trabajar pescando -aunque en realidad Helena no tenía ni idea de lo que era aquello. Sentía que estaba quedándose sin argumentos, y trataba de salir de la conversación lo mejor posible.

- Tú siempre has sido “doña lista”. ¡Siempre! ¿Cuando te va a quedar claro que no eres superior a los demás? -gritó Tomás apoyándose en la mesa.

- ¿De qué vas? Yo nunca he sido así. Más bien eres tú, el “don todo-lo-sabe”. Si tan fácil te parece dirigir la tienda ponte tú en mi lugar. Yo encantada.

- ¿Y dejarte a ti el control del barco? Ni loco.

- Pues entonces deja de quejar de una vez por todas.

De repente, la puerta trasera se abrió y por ella entró su madre, apoyándose con las pocas fuerzas que le quedaban en un pobre bastón de madera. No es que fuese una mujer mayor, pero la pérdida de un marido en un accidente de coche, ver como la vida se cae poco a poco, oír como sus hijos no dejan de discutir... todo eso hace que las personas envejezcan más deprisa.

- ¿Ya estáis otra vez discutiendo? ¿Es que no vais a parar? -dijo ella con su débil voz.

- Ya lo vés -empezó a decir Tomas-. Tu hija se cree que yo tengo la culpa de que el negocio vaya mal.

- Y es que llevo razón. Sólo hace falta echar un vistazo a los números para ver que estoy en lo cierto.

- ¿Lo ves? Ya estás otra vez con los números y tus aires de superioridad -le acusó él sonriéndo irónicamente.

- ¡Silencio! ¿Es que nunca vais a parar? Vuestro padre, que en paz descanse, jamas le habría gustado ver cómo sus hijos discutían de esta forma, y mucho menos dentro de uno de sus grandes proyectos.

Tanto Tomás como Helena agacharon la cabeza. Aunque ya superaban los treinta años, en presencia de su madre, siempre trataban de comportarse como niños obedientes.

- Una vez, hablando con vuestro padre, me habló de lo que quería que se hiciese en caso de que él falleciera -continuó diciendo la madre-. Y lo que me dijo fue que era yo quien debía quedarme con la tienda y hacer lo que yo creyera conveniente con ella. Después de hablarlo con él, le aseguré que lo vendería todo... pero os vi a vosotros tan ilusionados que me quité la idea de la cabeza. Sin embargo, ahora me arrepiento de no haberlo vendido todo. Os estáis haciendo daño a vosotros mismos.

- Mama, yo... nosotros queremos lo mejor para el negocio de papá -dijo Helena acercándose a ella-. No todos los números rojos tienen que deberse a la pesca. Hay que tener en cuenta que estamos en crisis.

- Ahora sí que tenemos en cuenta eso -se quejó Tomás. Helena le hizo un gesto con la mano para que se cayara.

- ¿Lo veis? -dijo la madre-. Siempre saltais a la mínima. Medís continuamente las palabras del otro. No dejáis de observaros...

- Lo sentimos -dijo Helena.

- No basta con eso. Me gustaría que os pusiérais de acuerdo para saber qué solución vais a tomar.

- ¿Ponerme de acuerdo con ella? Mamá, delante de ti puede ir de niña buena, pero de espaldas no deja de quejarse y analizar todo. ¡Incluso llega a insultar!

- ¿Pero qué dices? -gritó ella girándose-. Eres tú el que no deja de hacer todo el trabajo mal. Todo esto es, en gran parte, culpa tuya.

- ¿Ah sí? ¿Pues sabes qué os digo? Que os podéis quedar con la maldita pescadería para vosotras solas.

Tomás se giró rápidamente y salió de la pescadería dando un portazo. Helena y su madre se quedaron en silencio con la palabra en la boca...

LA RUEDAWhere stories live. Discover now