14. Conexión y quiebre

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—Creo que deberías irte.

—No.

—Dominik....

—¡No!

—¡Bien! —Violeta tomó su bolso, las llaves de la casa y se encaminó a la puerta: ya no soportaba mirarlo—. ¡Me iré yo entonces!

Cuando la puerta se cerró, Dominik se quedó solo con sus pensamientos y, en ese momento, era lo que menos quería.

Cuando la puerta se cerró, Dominik se quedó solo con sus pensamientos y, en ese momento, era lo que menos quería

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Violeta llegó a su casa cuando el cielo dejaba de brillar. El sol descendía poco a poco: habían pasado horas, así que era válido para ella suponer que Dominik ya se habría marchado. Ella no quería verlo, no quería nada con él, así como tampoco esperaba nada de él. Le dolía pensar que todo lo que vivieron juntos en la infancia, toda esa amistad que habían consolidado con dolor a lo largo de los años ahora se iba al carajo, todo por... ¿qué? Ni siquiera lo sabía, pero tenía claro que ya no eran esos niños que, mientras se tuvieran el uno al otro, sabían que todo iba a estar bien. Violeta ya no tenía a Dominik; era más que claro que ni siquiera como amigo podía contar con él. Y, desde luego, él ya la había perdido. Lo decidió en ese momento, aunque quizás se había dado cuenta antes de que su relación se había fracturado. Quizás si se hubiese animado a aceptarlo ahora no sería tan terrible. Ni siquiera cuando se enamoró de él y él no la correspondió; no, no fue ahí, sino cuando, a pesar de todo, él la dejó sola con el peor dolor de toda su vida: Dominik lo sabía, y Violeta no estaba ni cerca de perdonarlo. Se sentía casada, y arrastraba los pies para salir del elevador con una bolsa de cartón en la mano, que contenía lo que esperaba que fuese su cena, pero se detuvo antes de llegar a la puerta, cuando vio una figura de cabello oscuro sentada en la banca junto al pasillo de su apartamento.

No supo cómo reaccionar, no supo qué iba a decir, y se preguntó cuál era la posibilidad de dar media vuelta y volver al ascensor antes de que el muchacho girara y la viera... pero ya era tarde, incluso si el chico no la miraba, no quiso alejarse.

—Ethan —levantó la mirada iluminada, como si hubiese escuchado la voz más preciosa del universo. Eso logró remover algo en su interior, y consiguió mostrar una pequeña sonrisa.

—Hola...

—¿Qué haces aquí? —no lo decía de forma cortante, sino con verdadera curiosidad.

El muchacho se encogió de hombros.

—De nuevo, no he sabido nada de ti. Me preocupé. Cuando te fuiste no te veía bien...

—Estaba enferma.

—Lo sé...

—Me parece que no te lo había dicho, pero soy una chica bastante enfermiza. Desde pequeña. Va de herencia.

—¿De verdad? —ella asintió—. En fin, quería saber cómo estabas...

—Estoy mejor —aseguró ella—, sólo muy cansada.

Morir Mintiendo © Libros I y IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora