2. La Residencia

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Violeta no pronunció ni una palabra el día en que vio morir a su padre, así como tampoco derramó una sola lágrima cuando los policías se la llevaron

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Violeta no pronunció ni una palabra el día en que vio morir a su padre, así como tampoco derramó una sola lágrima cuando los policías se la llevaron. Ellos simplemente vieron a una niña de diez años shockeada y traumada y, aunque Violeta todavía no lograba procesar todo lo que había ocurrido ni lo que significaba, suponía que las palabras "shockeada y traumada" la describían con bastante precisión. Había visto más sangre ese día que en toda su vida; ni siquiera cuando se había caído de la bicicleta hacía no mucho había sangrado tanto. Se acercó a su padre temblorosa, sin atreverse a moverse demasiado rápido, ni tampoco a andar demasiado lento. ¿Qué pasaba si la mujer volvía? El pensamiento la hacía tiritar, pero necesitaba que su padre despierte... ¿por qué no despertaba?

La policía la encontró... después: no sabría decir cuánto tiempo había pasado, y luego de eso... había un vacío. Incluso años después, cuando intentaría con todas sus fuerzas recordar lo ocurrido, no lo conseguiría.

El siguiente recuerdo que la asaltaba era el de la llegada a la Residencia: una casa hermosa que ocultaba tras sus paredes adornadas lo peor de la sociedad. Lugares bellos para personas horribles: ella hubiera preferido que fuera al revés. Lugares horribles para personas bellas. Así, al menos, su compañía le daría fuerzas, no más ganas de desaparecer.

Sí, lo admitía; quizás no sonara de lo más justo, pero una realidad como aquella habría hecho de los cuatro años que pasó en el orfanato un infierno algo más soportable. O, quizás, no hubiese llegado nunca a tales extremos. Se debatió mucho tiempo, al recordar esos años, pensando cuál había sido el momento más difícil de su estadía, porque todas las noches se iba a la cama creyendo que ese había sido el peor día de toda su vida, sin embargo, tristemente, el día siguiente siempre conseguía superarlo. Hubo veces en que, llorando escondida en alguna esquina de la casa se preguntaba cómo era que iba a sobrevivir a todo eso.

Las Furias, era como había apodado Violeta en su cabeza a las tres mujeres que se suponía que iban a cuidar de ella y de todos los demás niños y jóvenes de la residencia. Se llamaban Trina, Dalia y Deka. Eran hermanas, cada cual con el alma más podrida que la anterior. Ese día, cuando llegó, Violeta no sonrió: no hizo ningún gesto hacia ellas más que inclinar levemente la cabeza y susurrar su nombre. No quería que creyeran que era una maleducada, no obstante, pronto se daría cuenta de que, ahí dentro, quién era ella poco importaba.

—Me llamo Violeta... —las tres mujeres le sonrieron con una calidez que por poco la hizo sonreír a ella también, no obstante, solo bastó que la trabajadora social saliera de la casa para que las sonrisas se congelaran en una mueca de desprecio e indiferencia que Violeta no logró comprender.

Las que en poco tiempo se convertirían en "las Furias" no le dedicaron ni una sola mirada antes de desaparecer por el pasillo, y la niña se quedó de pie en la entrada sin saber qué hacer; su cambio de actitud le resultaba desconcertante, y había algo, como un presentimiento, que le impidió moverse por miedo a romper algún equilibrio extraño del lugar. Así que esperó y esperó con todas sus cosas junto a la puerta a que alguien apareciera: no se atrevía a subir la escalera.

Eventualmente, una niña no mucho mayor que ella bajó con pasos tímidos y le ayudó a llevar sus cosas al segundo piso. No hubo intercambio de miradas ni palabras; la muchacha tan solo le hizo una seña y para Violeta eso fue suficiente. Llegó a una habitación en la que había muy pocas camas para muchas personas. Ese pensamiento la entristeció: no tanto por ella misma, sino que en general. Se quedó mirando sin darse cuenta a todas las niñas que estaban ahí dentro: contándola a ella, eran doce, y todas parecían ser de la misma edad. Supuso que así era como se agrupaban ahí dentro, porque de camino había logrado ver otros cuartos con niños y niñas más grandes. Sacudió la cabeza y siguió avanzando hasta donde la chica se había detenido: había dejado algunas de las cosas de Violeta sobre uno de los catres metálicos que crujió con el peso del bolso.

—Puedes dormir aquí por ahora, al menos hasta que veamos cómo arreglaros, pero tendrás que compartir la cama conmigo —no puso objeción y asintió con efusividad: veía los colchones delgados y maltraídos que había en el piso, sabiendo que no había más opción. Después, las demás desocuparon un espacio de la pequeña cómoda que compartían para cederle un rincón. De nuevo, no se quejó.

No lloró esa noche, aunque hubiera querido hacerlo cuando la oscuridad las envolvió por completo y ninguna luz se prendió. Todas se fueron a las camas que compartían: dos niñas en una, tres en otra, algunas en el suelo y así. Violeta trepó a la cama con los fierros que sujetaban el "colchón" clavándose en sus rodillas. No mucho tiempo después Clary, la que la había ayudado a llegar, se metió junto a ella. Se taparon con mantas delgadas que poco protegían del frío y, cuando vio que todas se disponían a dormir, fue que se atrevió a preguntar:

—¿No...? ¿Es que no comeremos nada? —Clary se dio vuelta y le dirigió una sonrisa triste en la oscuridad.

—No nos dan comida cuando llega alguien nuevo.

Ahí, Violeta tuvo que procesarlo.

—¿Nunca? —la chica asintió.

—Es para que no creamos que tu llegada, o la de quien sea, es algo bueno.

—¿No lo es?

—No —respondió en un resoplido. Violeta intentó que su rostro no dejara ver sus emociones, pero debió delatarla de todos modos, porque la niña se apresuró a agregar—. No   me refiero a que no te queramos aquí: me refiero a que nadie quiere estar aquí. Ellas solo buscan recordarnos eso.

—¿Por qué lo harían?

El silencio se volvió pesado mientras que los pensamientos de Clary parecían llenar la estancia. Violeta, por su parte, tenía la cabeza en negro: tan llena de cosas que no lograba distinguir claramente la una de la otra. Al final, la chica se dio la vuelta sin responder nada: lo último que susurró, antes de cerrar los ojos, fue un suave "no lo sé". Lo dijo con tanta tristeza, con tantas esperanzas perdidas, que Violeta notó que su sentir se le contagiaba: pensó en sus padres que ya no estaban, en la familia que ya no tenía, en la vida que había perdido y el horrible lugar en el que ahora se encontraba. Creyó, ilusamente, que de ahí en adelante las cosas irían mejor.

A la mañana siguiente se daría cuenta de lo mucho que se equivocaba.


¡SORPRESA! Traje una actualización antes de tiempo, no pude resistirlo:,)
¿Qué les pareció el capítulo? Es un poco más corto que el anterior, así que lo subí antes.

Aquí pudimos ver lo que ocurrió justo después del prólogo. Violeta llegó al orfanato creyendo que la acogerían... se equivocó mucho. ¿Qué piensan de la Residencia y de las Furias?

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Morir Mintiendo © Libros I y IIWhere stories live. Discover now