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➝ Capítulo Uno


Jeon Jungkook. 23.

Busan, Corea del sur. 2031, 17 de abril.


La oscuridad comenzó a mezclarse con los pequeños rayos del sol que intentaron entrar por la ventana cerrada, pero no lograron hacerlo. El negro absorbía todo lo que tenía color en este lugar, porque aquí no habían otros colores más que lo oscuro, a veces el gris, otras veces el café o el violeta por la luz de la bombilla en la sala. Las cortinas comenzaron a moverse un poco una vez que la brisa fresca se coló por las pequeñas grietas del techo, haciendo que mis pies desnudos se congelaran y los vellos de mi cuerpo se crisparan hasta que comencé a temblar y agonizar. Mis codos chocaron contra los huesos de mi cadera y solté un jadeo ahogado de dolor, las sábanas se hundieron en mi piel blanca hasta asfixiarme.

De repente, el grito alegre de los niños comenzó a escucharse en la calle y los pájaros cantaron en sintonía volando en el cielo. Tan libres, tan cerca de la luz del sol y del mundo que nunca más volveré a conocer.

Mi pecho dolió, como lo había hecho desde hacía cinco años atrás y volví a sentirme miserable, más hundido que nunca y perdido. Tan perdido como ayer, como hoy y como mañana. ¿Qué hora era? Suponía que debían ser las seis de la tarde porque las madres comenzaron a hablar sobre cómo les había ido a sus hijos en el colegio. ¿Qué día era? No tenía ni la menor idea, pero día de semana seguramente, o si no, no tenía sentido que las señoras estuvieran conversando sobre la escuela en la vereda. ¿Verdad?

Me reí mentalmente. Era tan estúpido saber que perdí el sentido de todo lo que significaba la vida. Me encontraba tan hundido, que incluso a veces me costaba reconocer quien carajos yo era, que estaba haciendo aquí y qué sentido tenía seguir viviendo de esta manera. ¿Qué propósito tenía continuar, si todos mis sueños estaban tirados a la basura?

Me morí en cuanto cortaron mis alas y todavía seguía llorándoles su ausencia, aún dolía.

Yo no podía recordar si alguna vez sonreí con felicidad, tanto que mi corazón se sucumbiera de la alegría o que alguien me dijera que todo estaba bien. Quizás si lo había vivido o no, porque a medida que el tiempo iba pasando, mis recuerdos se iban esfumando y no había nadie aquí que me los hiciera acordar. Yo no tenía a nadie. Estaba solo, tan solo que mi única compañera era la Inteligencia Artificial (IA) del departamento y mi intento de cama, tal vez mi computadora. Yo seguía viviendo porque... tenía que vivir. Se suponía que los humanos venían a la tierra con algún propósito y no dejaban este mundo sin cumplirlos.

Yo no sabía cuál era mi propósito aquí. ¿Acaso era un marciano? ¿O era inmortal?

Desde que mis abuelos paternos —quienes habían sido mi única familia— habían fallecido cuando terminé la preparatoria hacia cinco años atrás, dejé de buscarle el sentido común a la vida. No conocía a mis padres, no los recordaba porque aquellos tuvieron un accidente cuando yo apenas tenía un año de edad y desde entonces mis abuelos me criaron. Y luego... ¿Luego qué? Quedé atrapado en esta oscuridad cómoda y sin salida que me consumía a medida que iban pasando los días, que pasaban las horas, los minutos, segundos, respiraciones, latidos.

Pero me gustaba.

Me gustaba no hacer nada. O hacer algo que no fuera la nada. Si comía, lo hacía cuando me acordaba que tenía que comer. Sí tenía que asistir a clases virtuales, lo hacía cuando recordaba que tenía que hacerlo. Si estudiaba, lo hacía porque el gobierno me obligaba. Si no estudiaba, entonces me quitarían este departamento junto a la beca de estudio y quedaría en la calle. Si tenía que hacer los diseños gráficos para la empresa de la cual a veces trabajaba, lo hacía porque entonces ya no tendría dinero para continuar viviendo. Y si tenía que dibujar y pintar lo hacía porque-

Eoduun • JikookKde žijí příběhy. Začni objevovat