Quise lanzar algún comentario sarcástico por su pregunta, pero en vez de eso, le negué con la cabeza.

—No lo sé. —Por más que lo reflexionara, lo cierto era que nos habíamos conocido desde siempre—. Supongo que no nos conocimos nunca en realidad, pero sé de su existencia desde que tengo uso de razón.

Para mi desgracia o tal vez mi fortuna, Katherine era demasiado receptiva. Logró captar enseguida que, la mención de Stacy, era algo que me incomodaba, tal vez demasiado. Si ocultaba el hecho de que nos conocíamos, sería demasiado obvio y ya tenía suficientes cosas para esconder de la que preocuparme.

Estábamos muy cerca de la casa de la familia Torres, aquella que estaba a las afueras del pueblo, mucho más lejos que la mía.

Una vez giré en la esquina, al final del camino, pude ver de frente la parcela en la que había crecido; esa gigantesca casa de campo que a pesar del poco tiempo que llevaba abandonada se veía lo suficientemente deteriorada.

La maleza cubría lo que alguna vez había sido el jardín favorito de mi madre, la pintura parecida craquelada y los barrotes de la cerca estaban oxidados y corroídos por el sarro que se encontraba en ellos. Vi a Kate maravillada desde la ventana; parecía el castillo de alguna película de cuento de hadas. Grande, solitario y lúgubre, con la diferencia que la princesa ya no se encontraba en el.

—Ahí vivo —le manifesté, con cierto toque de vehemencia—. Bueno, vivía.

—¿Ah? —articuló confundida.

—Sí, mi casa.

Ella se quedó mirando perpleja por mi respuesta, por lo que fui disminuyendo la velocidad para que pudiera observar mejor.

—Pero sí parece un castillo —agregó sorprendida—. ¿Ya te dije que estás podrida en dinero?

—Sí, de hecho si lo hiciste —reí, apretando el volante, porque se me dificultaba un poco articular las palabras por la incomodidad del momento.

Antes de ver aquel lugar con mis propios ojos, me lo seguía imaginando tal cual lo había dejado. Hasta para aquella casa el tiempo no había pasado en vano. A diferencia de mi hogar, la casa de Stacy era modesta y pequeña, pero aun así tenía ese aspecto acogedor de las casas del sur del país: cálidas y pintorescas.

Cuando entramos la mujer nos recibió a ambas con un abrazo y una mirada de tristeza, mientras le tendíamos el pastel que le habíamos horneado por cortesía. Nos hizo pasar y tomar asiento en la sala, donde ya se encontraban nuestras demás compañeras.

Vicky y Hannah estaban calladas, una al lado de otras, con la mirada perdida en sus celulares. Vestida así y sin el coma etílico, Hannah parecía una joven sofisticada y con clase, era extraño. La forma en la que estaba sentada, la ropa y zapatos que llevaba e incluso su forma de sentarse hablaban más que la actitud con la que solía tratar a las personas.

Lucia estilizada y con clase, como aquellas mujeres con las que se rodeaba mi madre.

Vicky fingía tener clase, pero hasta para eso había diferencias; mientras Hannah cruzaba y descruzaba sus largas piernas con estilo, Vicky parecía estar bajándose de una silla de montar cual campesina en mula. Mi dedo meñique tenía más clase que todas las células de su cuerpo.

Nos había invitado con una mirada de melancolía a acompañarla durante el almuerzo, por lo que Samantha y yo nos habíamos ofrecido a cocinar. Entre nosotras todo parecía un campo minado a punto de estallar y nuestro ofrecimiento no era por cordialidad, se sabía más a nuestras ganas internas de tener una competencia silenciosa entre nosotras que al querer cocinar.

Anteriormente no sabía ni freír un huevo, pero en la abadía nos obligaban a cocinar por turnos. Cocinar para muchas mujeres, por lo que me había visto obligada a aprender. Siempre me había gustado hornear y hacer postres, por lo que era algo que estaba en mi ADN.

Mátame Sanamente Where stories live. Discover now