3. Prodigio

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Al distinguir el cálido fulgor que templaba las ventanas de la mansión a lo lejos, James suspiró aliviado

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Al distinguir el cálido fulgor que templaba las ventanas de la mansión a lo lejos, James suspiró aliviado. Pisó el acelerador sin poder contenerse pese a no estar solo. Tenía unos reflejos excelentes, así como unos ojos tan aptos para la noche como lo eran para el día, pero él prefería ir despacio cuando Nina estaba con él en el coche. De todas formas, no había peligro de encontrar tráfico en la oscura carretera secundaria que cruzaba el bosque, visible solo para quien supiera que estaba allí, pues conducía directamente a su casa.

Miró a su compañera de reojo, notando su cuerpo encogido en el asiento de al lado. Se había refugiado dentro de su sudadera, demasiado grande para el cuerpo femenino, abrazada a si misma y con la capucha puesta. Como la calefacción estaba encendida y no notaba vibración causada por temblores, asumió con amargura que lo hacía para ocultarse de él.

Se estaba esforzando para aprender a descifrar el lenguaje de la runa; había escuchado con cuidado a lo largo de todo el día y seguía haciéndolo. Como era reciente y aun se estaba formando, la conexión estaba llena de interferencias, con estallidos tan repentinos que cuando intentaba interpretarlos sentía como si estuviera tratando de atrapar un pensamiento antes de que la idea se formara. Eso no era tan malo, porque lo prefería antes que al silencio frío e inquietante de la runa durmiente. Con el paso de los días el vínculo se haría más fuerte (cuando Nina dejara de entorpecerlo con su cabezonería) hasta que la runa se asentara del todo.

En aquel momento la runa estaba despierta, hundida en un torbellino de emociones. Y también inquietud. La misma que lo embargaba a él.

La fragilidad de su cuerpo era algo que le atormentaba desde hacía años. Una década, para ser más exactos, cuando un sangriento atardecer en la playa casi se la llevó para siempre sin que pudiera hacer nada. En aquel momento, siendo consciente de la delicadeza de su situación, lo que más deseaba era encerrarla en una cajita... no de cristal, sino del acero más grueso e impenetrable que existiera entre todos los mundos. Pero ¿qué podía hacer cuando el peligro venía de su interior?

Apretó los dientes. Lo cierto era que tenía miedo. Miedo por lo desconocido. Destrozaría a cualquier criatura que se dispusiera a hacerle daño, se enfrentaría con valor a cualquier monstruo que la mente hiperactiva de la chica creara para interponerse entre ambos, pero ¿ver luces y sombras alrededor de las personas? ¿Venas de luz? No, eso no era algo que pudiera partir en dos con sus garras.

Alzó la mano femenina que había estado sosteniendo durante todo el camino (una amable concesión por su parte al notar lo perturbado que se sentía, después de todo ni siquiera peleados se deseaban el mal) y la besó, mientras fragmentos borrosos de aquel fatídico día punzaban hacia la superficie, aunque se concentró solo en uno de ellos. Creía en Nina no porque notara algo distinto en ella, sino porque ya la había visto hacer algo inexplicable antes.

Para él, ella era un ser extraordinario que poseía su corazón, sin embargo, para los demás solo era una mortal entre inmortales; una sobresaliente, sí, pero nada más allá de eso. Nunca le había molestado que fuera humana (después de todo solo tenía que convertirla), y si resultaba no serlo tampoco le importaría... siempre y cuando eso no la dañara.

Aullido de resplandor [NO ESTÁ COMPLETA. Pausada hasta nuevo aviso]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora