5: El del ascensor

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Llevamos ya cinco reuniones esta semana

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Llevamos ya cinco reuniones esta semana. La tensión y los nervios son palpables.

—¿Habéis acabado los carteles de los pintalabios? —pregunta Violeta con severidad. Vuelve a estar enfadada y creo que esta vez es porque ha empezado una dieta nueva. Cada semana viene con una rutina distinta y, a veces, nos fuerza a unirnos a ella.

—Erin se encargaba de ir a la imprenta a recogerlos —resuelve Manuel, señalándome. De nuevo los gélidos ojos de Violeta se clavan en mí.

¡Se me ha olvidado ir a por ellos!

—¡Voy enseguida! —contesto, levantándome. Temo que me vaya a empezar a gritar. Por suerte, Melissa interrumpe sus pensamientos malévolos con otro punto del día que no llego a escuchar.

Me toca atravesar la ciudad, pero al menos voy a poder disfrutar de un poco de aire fresco, que me viene muy bien. El caos de los proyectos, sobre todo cuando el cliente no sabe ni lo que quiere, me estresa.

Cuando llego a la imprenta, me hacen esperar un poco, pero al final me dan los carteles en formato reducido y unas muestras enrolladas para realizar la presentación. Los observo para comprobar que no hay ningún fallo y me marcho. Queda mal que yo lo diga, pero han quedado perfectos. Mis compañeros son excelentes.

Sé, por la hora que es, que Violeta no va a estar, así que aprovecho para comer en el centro, en un lugar de comida rápida donde preparan unas empanadas deliciosas. La comida de aquí es increíble.

Luego paro para comprarme un té frío y pongo rumbo a la oficina. Me siento pesada por haber comido tanto, aunque en parte también es culpa de todo lo que estoy cargando. Cuando entro en el edificio, me fijo en el reloj. He tardado bastante más tiempo del que tenía pensado. Corro escaleras arriba, pero cuando voy por la mitad, me arrepiento. No sabía que me iba a costar tanto. Tengo que apuntarme al gimnasio.

Para cuando quiero llegar a la planta número ocho, ya no siento las piernas.

—Estás sudando. ¡Qué asco, Erin! —me dice Violeta nada más verme, haciendo una mueca de desagrado. Se aleja de mí e, ignorándola, dejo todo lo que he traído encima de la mesa de cristal que tiene en su despacho—. Vete, fuera.

Me dejo caer en la silla que tiene Clara en su escritorio. Está haciendo unas fotocopias, pero cuando regresa me mira, confusa.

—¿Huelo mal? —pregunto, oliendo mi ropa. Me huele y niega con la cabeza.

—No le hagas ni caso —añade y se ríe. Luego coge unos papeles y me vuelve a mirar, esta vez con nerviosismo—. Enzo Morelli ha venido antes, te estaba buscando.

Me incorporo en la silla, ya recuperada, y la miro con curiosidad.

—¿A mí? ¿Para qué?

Ella se encoge de hombros.

—Hablaba de algo de un informe, pero no ha dicho nada más.

—¿Sigue aquí? —pregunto, inquieta, y miro a todos lados para asegurarme de que, si está por alguno, no me haya visto.

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