Y, entonces, un señor de unos cuarenta años, se instaló frente a ella con un enorme micrófono.

—¡Mía Pepper! ¿Asesinaste en forma de marketing?

Y esa pregunta fue suficiente para darle a Mía Pepper ganas de explotar, para dejarla explotar.

La escritora miró fijamente a aquel señor que acababa de empeorarle el daño, se paró a centímetros de él y, antes de que algún oficial pudiera detenerla, le otorgó un -para nada- dulce golpe en la nariz.

Luego de eso sí la esposaron. De repente era explosiva, y a nadie le servía una escritora, asesina, explosiva y suelta.

Cuando subió a la parte trasera de aquella camioneta sentía sus manos picar, sus muñecas arder tras su espalda, pero, por Dios, se sentía tan maravillosa. Se sentía igual que aquella vez en la que Rayhan la salvó de su padrastro. Se sentía inmortal.

Hasta que recordó que estaba a punto de ir presa, y que el mundo la odiaba.

El viaje duró lo suficiente como para que su cuerpo dejara de producir lágrimas y su cabeza doliera. Había durado horas.

Mía Pepper había pensado erróneamente que iba a ser llevada a algún lugar desconocido del campo, para ser torturada hasta que confesase crímenes que no cometió, pero en vez de eso la habían llevado a la ciudad. No era el punto más lindo de su país, ni el más concurrido, pero había gente suficiente como para que comenzaran a fotografiarla.

Entró en aquella comisaría y el aire acondicionado la abrazó por algunos segundos, luego el peso de la culpa volvió a estremecerle la piel.

Absolutamente todos dentro de aquel lugar la miraban fijamente, y no dejaron de hacerlo hasta que subió las escaleras y les fue imposible para su campo de visión.

Las paredes grises de aquel lugar la hicieron sentir más en casa de lo que le gustaría admitir; hasta la culpa se sentía similar.

Aquellos tres detectives junto a algunos policías la acompañaron a ingresar en una habitación al fondo del lugar, y ya allí dentro la escritora se sintió asfixiada.

Se sentó en el medio de aquella sala, llena de recortes de periódico con fecha de más de veinte años atrás, y trató tontamente de acomodar sus manos dentro de las esposas.

Uno de los policías se instaló en una computadora frente a ella y seguido a él los detectives comenzaron a instalarse igualmente.

Mía Pepper se limitaba a sacudir su pie bajo el escritorio.

—¿Nombre completo?—indicó el oficial, con malhumor.

Iba a visitar a su hija luego de tres meses y tuvo que quedarse entrevistando a una adolescente con cara de tonta. ¿Quién no estaría enojado?

La escritora se sintió aún más odiada, solo por el tono de su voz.

—Mía Antonia Pepper López— murmuró tras aclararse la garganta. Llevaba horas sin hablar.

—¿Estado civil?

—Soltera.

—¿Dirección?

—Silver Study.

En realidad ella no se sabía la dirección exacta.

Y entonces un detective se abrió espacio entre los demás para presentarse ante la escritora.

—Oliver Pellol, agente del FBI.

No extendió su mano hacia Mía Pepper, y ella se apenó por no tener una razón para que la suelten. Realmente le estaban molestando esas esposas.

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