Mientras caminábamos por los pasillos del gimnasio cubierto, mis compañeras decidieron que querían tomar un pequeño un desvío. No podía negarme, debía seguirlas cual perro faldero. 

Hasta ahora, solo había sacado dos conclusiones.

La primera era que amaban ser ruidosas e irritantes todo el tiempo. La segunda, que amaban meter sus narices grasientas en donde no las llamaban.

Samantha, quien estaba siendo odiosamente amable, rodeó mi codo con su brazo. Actuaba casi como si nos conociéramos de toda la vida. Ésta narraba alguna cosa aburrida que sonaba como una invitación para tener una sesión de manicura en nuestra ala de la casa.

No éramos amigas, mucho menos "hermanas" como quería enfatizar cada cinco minutos. No me agradaba y no le agradaba.

Sidney había sido la primera en irse sin decir palabra, solo tomó sus cosas y se largó con alguna excusa barata de: «Tengo una emergencia». Su actitud era la misma que utilizaba un torpe criminal cuando acababa de cometer su primer crimen.

Su pulso tembloroso al contestar la llamada y verla tragar en seco, eran cosas que la delataban.

Seguro creía que nadie lo sabía.

Era exasperante tener que reírme cada cinco minutos de los chistes malos y desagradables de estas cabezas huecas. La conversación del momento se resumía en como la mayoría no pudo follar el día de la fiesta, porque la Diosa de la fertilidad las había bendecido con una sincronización perfecta.

¿Acaso habían visto biología básica en el instituto? 

Parecía que no. 

—Entonces, ¿cómo te fue en tu primer día? ¿Crees que podamos salir luego? —Samantha me miró por encima del hombro, pero rápidamente logró disimularlo en segundos. Era bueno saber cuándo alguien era sincero y cuándo no.

Ella no estaba en el primer grupo. No quería sus invitaciones.

—Debo repasar las materias del semestre pasado. Otro día puede ser —le respondí con falsedad. Estaba actuando tal como lo haría ella; hastiada de la situación.

El parloteo continuó por el resto del trayecto, pero antes de que desaparezcamos a la vuelta de la esquina, me da una de sus  brillantes sonrisas. La analicé por un momento, pero luego lo descarté.

¿Qué rayos pasaba con ella? 

La confusión no duró mucho tiempo, porque enseguida de eso noté que no me estaba sonriendo a  mí. Le sonreía a los gilipollas que estaban saliendo del vestidor masculino.

Parecían depredadores degustando carne fresca. No tenían reparo alguno en tratar de ocultar sus expresiones, ni en vociferar comentarios obscenos sobre nosotras. Sentí un poco de vergüenza por lo descubierto que estaba mi cuerpo, pero mantuve mi expresión indiferente y en ningún momento dejé de caminar.

Todos reían con coquetería y se saludaban entre ellos.

Quería ignorar el hecho de que tenían los ojos puestos en mí.

Mi pulso se aceleró y todo fue como si hubiese pasado en cámara lenta. Salía uno, y otro, y otro. No había fin, hasta que por último su mariscal hizo presencia.

Parecía estar entretenido mirando su teléfono, con un gesto imperturbable en el rostro. Todo el paquete acompañado de una sonrisa ladeada.

Su presencia me alteró los sentidos, porque no esperaba verlo tan rápido. No estaba en mis planes parar en pasillo del vestidor masculino.

No me gustaba lo que no podía controlar.

Aiden estaba completamente absorto de lo que sucedía a su alrededor, hasta que el bullicio de la multitud logró despertar su atención. Samantha exclamó su nombre y éste levantó la mirada de su celular para localizar el origen de la voz que lo llamaba.

Mátame Sanamente Where stories live. Discover now