—Albert —aventuró con preocupación—, ¿se encuentra bien?

Él intentó sonreír, pero solo alcanzó a delinear una sombra de aquella sonrisa que ella desde el inicio había adorado.

—Lamento todo esto, Candy. Yo... —Silencio.

—Sabe que puede confiar en mí, ¿cierto?

La mirada que se dedicaron fue intensa y elocuente, y la mano de ella quedó suspendida en el aire, indecisa a tomar la de él. Trató de instarlo a hablar, pero parecía que Albert no alcanzaría jamás a decir una sola palabra.

Neal los miraba desde lejos, debatiéndose entre correr a separarlos o permitir que las cosas siguieran su curso y después disfrutar viéndolos sufrir cuando Albert dejara el pueblo.

—Albert. Por favor, me asusta. Dígame, ¿qué le sucede?

El silencio era tan denso que poco se habría necesitado para poder cortarlo. Pero afortunadamente el susurro del viento arrastró con él el suave y rítmico compás de la música que salía de la casa. Él seguía sumido en un mutismo impenetrable. Era claro, estaba sufriendo.

—Por favor —musitó ella.

Entonces él la vio con una dulzura inmensa, e hizo un gran esfuerzo por traer a flote una sincera sonrisa.

—La música es bella —susurró.

—¿Cómo dice?

—Siempre suele ayudarme. —Parecía hablar solo.

Por un momento la paz volvió a su rostro y un ligero brillo soñador chispeó en sus ojos. Pero fue solo un momento.

—¿Bailaría conmigo?

—Yo...

—Por favor.

Su tono ligeramente suplicante la desarmó. Y aunque no entendía absolutamente nada de lo que estaba pasando dejó que él la guiará. Nunca habían estado tan cerca. Bueno, solo una vez: cuando él consolaba su llanto. Pero ahora era todo diferente.

Él colocó una mano sobre la pequeña cintura de ella, y como reflejo ella colocó su mano—que rápidamente fue cubierta por la izquierda de él— sobre su hombro.

Comenzaron a moverse con tranquilidad, al compás de una música ligera y serena. Sin decir nada. Con un silente entendimiento. Entonces ella, en un giro de absoluta espontaneidad, cerró los ojos y recostó la cabeza sobre su pecho. Sí, sobre su pecho; él era tan alto que aún con los zapatos que Candy llevaba no alcanzaba a posarse sobre su hombro.

Él, de inmediato, llevó una mano hacia su ondulado cabello y posó el mentón sobre su cabeza. Ambos cerraron los ojos. Ambos aspiraron el aroma del otro. Ambos dejaron que fueran sus sentidos los que hablaran por ellos. Él por temor a no poder mantenerse fuerte ante ella; ella por miedo a lo que estaba sintiendo.

Y ahí estaban los tres. Dos corazones enamorados disfrutando, sin poder confesarlo, de la compañía del otro; y un tercero que sufría a la distancia observando cómo se quebraban sus sueños. Todos con pensamientos dando vueltas en la cabeza, pero sin atreverse a decir algo y exponer ante otro los sentimientos que no tenían sentido siquiera para ellos.

***

Candy se había dejado llevar por los gritos anhelantes y alegres de su corazón. Por primera vez en la vida sentía que había encontrado un lugar en el que no necesitaba protección alguna. Ahí, recostada contra el pecho de Albert, se sentía más feliz que nunca. Pero no olvidaba que su rubio acompañante estaba a punto de dejarla por cumplir con el rol que sus responsabilidades demandaban.

NakupendaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora