#oneshot VI. 2.

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14 de noviembre de 2022. Segunda parte.
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NARRA VANESA

Pegué un salto de la cama ante su último mensaje.

«Ven»

¡Qué fuera! Dios mío, me iba a explotar el corazón. ¿Cuánto había deseado un mensaje como aquel en los últimos meses? ¿Mil? ¿Dos mil? Joder. No sabía que pretendía, pero tampoco me importaba. Sólo la idea de volver a tener sus ojos frente a los míos me hacía tener ganas de llorar.

Me puse el pantalón que había llevado ese día, una camiseta y un jersey. Me calcé mis zapatillas y fui hasta el baño, para recogerme el pelo y echarme un par de capas de rímel sobre mis pestañas. Dos gotas de perfume después estaba corriendo hasta la entrada, donde me colgué mi bolso al hombro y saqué las llaves para cerrar la puerta detrás de mí.

Conduje hasta su casa, aquella que un día fue tan nuestra. Mis piernas temblaban, mi corazón bombeaba sangre como nunca y sentía el sudor recorriéndome la nuca. Iba a volver verla. De madrugada. El día de mi cumpleaños.

Desde que no estábamos juntas las cosas habían cambiado mucho. Bueno, o no tanto. Yo seguía queriéndola como el primer día, pero me había empeñado, por todos los medios, en intentar dejar de hacerlo, por el mero hecho de que necesitaba vivir; salí, viajé, canté, bebí, lloré como nunca e, incluso, traté de refugiarme en otros brazos. No valió de nada, porque no la tenía a ella. Mónica era el amor de mi vida y ni todo el esfuerzo del mundo por tratar de que eso no fuera así lo iba a cambiar.

Esta vez fue ella la que me buscaba a mí. Me había escrito una felicitación preciosa, llena de nostalgia y a altísimas horas de la madrugada. También me contó que pensaba en mí, y yo sentí que la vida por fin me daba aquello que yo tanto le había pedido, que no era más que volver a sentirla mía. Ahora estaba conduciendo por aquella carretera que tan de memoria me sabía, sabiendo que estaba a apenas minutos de volver a tocar el cielo. Mi cielo.

Antes de llegar, hice una brevísima parada en un supermercado veinticuatro horas, para llevarle aquel chocolate que le había prometido, además de más dulces que sabía con certeza que le volvían loca. La conocía lo suficiente como para saberlo.

Aparqué el coche en su calle a las seis menos veinte de la madrugada. Apagué el motor y suspiré con tanta fuerza, que hasta me dolió el pecho. Conté hasta tres mentalmente y abrí la puerta, cogiendo del asiento contiguo al mío la bolsa con las cosas y mi bolso. Caminé pocos metros y en seguida me situé frente a su portal. El silencio sepulcral a aquellas horas me hizo estremecerme.

Estiré mi brazo hasta el timbre. Con la yema de mi dedo rocé el botón que correspondía a su piso, y con toda la delicadeza que había en mí, lo pulsé brevemente; era muy tarde y quizás a algún vecino podría molestarle. Esperé cinco segundos, y, por fin, escuché aquella voz que tanto me había calmado y hecho feliz durante los últimos seis años de mi vida.

-¿Si? -preguntó.

-Hola -dije con la poca seguridad que tenía en un momento como aquel -soy yo.

Oí como me abrió el portal, el cual empujé para entrar en el interior del edifico. Esperé el ascensor mientras miraba a mi alrededor y recreaba en mi mente imágenes vividas entre aquellas paredes; cuantos besos robados, cuantas manos desesperadas sin poder aguantar a llegar a casa, cuantas fotos abrazadas frente aquel espejo. Me quitó de mis pensamientos las puertas de ascensor abriéndose e invitándome a pasar al interior; lo hice y pulsé el número correspondiente, mientras no paraba de peinar mi flequillo como clarísima señal de nerviosismo. Me iba a dar algo.

Nadie más que túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora