El Día Que Las Estrellas Caig...

By kathycoleck

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Willow Hemsley soñó una vez con ser diseñadora. Con recorrer el mundo y conocer a un chico decente antes de r... More

Prefacio
Capítulo 1 : El adiós no dicho
Capítulo 2 : Madurez
Capítulo 3 : La loca
Capítulo 4 : Como la aguamarina
Capítulo 5 : Culpa de Piolín
Capítulo 6 : Más cerca
Capítulo 7 : Estrategia para conquistar a Willow
Capítulo 8 : Sermones
Capítulo 9 : Bajo la mesa
Capítulo 10 : Un pequeño regalo
Capítulo 11 : Soledad
Capítulo 12 : Alguien tiene que hacerlo
Capítulo 13 : Secreto descubierto
Capítulo 14 : Madera y menta
Capítulo 15 : Pasatiempo
Capítulo 16 : La familia perfecta
Capítulo 17 : Una historia para no ser contada
Capítulo 18 : En el tejado
Capítulo 19 : Persona no grata
Capítulo 20 : Declaración
Capítulo 21 : Intolerable a los prejuicios
Capítulo 22 : Lección de honor
Capítulo 23 : La casa de la colina
Capítulo 24 : Confrontación
Capítulo 25 : Justificación barata
Capítulo 26 : Favor pendiente
Capítulo 27 : En voz alta
Capítulo 28 : Mañana
Capítulo 29 : Primeras veces
Capítulo 30 : Valor
Capítulo 31 : Amigo. Hermano. Traidor
Capítulo 32 : El loco
Capítulo 33 : Beso de buenas noches
Capítulo 34 : Paredes en blanco
Capítulo 35 : Perro fiel
Capítulo 36 : Un alma vieja
Capítulo 37 : Culpable
Capítulo 38 : Silencio
Capítulo 39 : Opciones
Capítulo 40 : Charla de despedida
Capítulo 41 : Hasta el fin del mundo
Capítulo 42 : Todo lo perdido
Tiempo
Capítulo 43 : En reparación
Capítulo 44 : A. Webster
Capítulo 46 : Novecientos noventa y nueve intentos
Epílogo
Nota Final de Autor
✨ Extras ✨
La carta que no encontró destino
Después de ocho años
En el prado
¡Anuncio Importante!

Capítulo 45 : El adiós dicho

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By kathycoleck


WILLOW


Despierto de golpe apenas registrando mi propio movimiento al sentarme en la cama. De inmediato, el reloj sobre la mesita de noche comienza a emitir el pitido inconfundible de la alarma. Me estiro para apagarlo y compruebo que son las siete de la mañana. No sé en qué momento de la noche cedí al sueño, pero apuesto a que fue muy tarde. Quizá unas dos o tres horas atrás. No debería estar despierta tan temprano un sábado, especialmente después de la madrugada de mierda que pasé.

Y, sin embargo, heme aquí: tiesa como un palo de golf.

Lo que sea que me arrancó de mi estado soñoliento, es lo mismo que ahora me mantiene con el ceño fruncido y la vista fija en la colcha de florecillas que cubre la mitad inferior de mi cuerpo. La iluminación natural que se filtra por la ventana me permite distinguir los colores aglomerados en la tela, una compilación de celeste, violeta, amarillo y fucsia del más brillante. Los edredones son de las pocas cosas que siempre compro nuevas, ya que no me apetece eso de tratar de adivinar a qué lugares o situaciones ha sobrevivido mi ropa de cama. Tengo mucha imaginación y las posibilidades son infinitas, así que mejor ir por lo seguro y comprar sábanas nuevas.

Acaricio la suave tela mientras mi mente comienza a saltar de un pensamiento a otro rápidamente. Todos incluyen a Daven, y la escena donde le dedicaba palabras hermosas a una mujer cuya amabilidad saltaba a la vista. Los celos me están carcomiendo, del mismo modo en que lo hace la duda. No he parado de preguntarme si lo que vi cuenta como una realidad o sólo es el alimento de mi equívoca naturaleza imaginativa. ¿Y qué fue lo que vi? Complicidad. La complicidad no se comparte con cualquiera, requiere cierto grado de intimidad, de apego y comodidad. Ellos definitivamente la tenían.

Aunque, por otro lado, Cardigan podría haber acertado al acusarme de malinterpretar la situación. Echémosle la culpa a las copas o al impacto de toparme con él después de un año. Qué sé yo. El punto es que la probabilidad de haber llegado a conclusiones erróneas es tan alta como cualquier otra.

Tengo que saber.

Las palabras son una verdad irrefutable en mi cabeza. Me pregunto si así se siente un momento de revelación. Una especie de epifanía. ¿Es lo que estoy experimentando mientras sujeto con fuerza mi dije e intento sobreanalizar mis sentimientos? Joder, ¿a quién quiero engañar? Esto no necesita análisis alguno. Lo cierto es que sigo enamorada de Daven Ainsworth como hace tantos años atrás. Y esto no tiene nada que ver con un patético intento de aferrarme al pasado. Puede que haya atravesado cierta duda al respecto en los últimos días y, en especial, durante las sesiones con Jenkins. Pero ahora mismo, después de una noche espantosa y un razonamiento profundo, soy capaz de ver la verdad con claridad. Y la verdad es que lo quiero conmigo durante cada día por el resto de mi insignificante existencia humana.

Y necesito saber si él también está en la misma sintonía o si ya me ubicó en el baúl de "lo que no fue". Necesito verlo para decirle que no he dejado de pensar en él, que lo extrañado como loca y que tengo un fetiche con su olor. De acuerdo, eso último no porque es sencillamente raro y, hasta donde recuerdo, no soy una chica de fetiches.

Necesito saber.

Le doy una mirada fugaz al despertador para comprobar que han pasado seis minutos desde que desperté.

—Necesito saber. —pronuncio con voz ronca. —Jodidamente necesito saber.

Salto fuera de la cama moviéndome hacia el sillón junto a la cómoda, donde dejé tirado mi bolso anoche. Cojo llaves y celular del interior antes de caminar a la puerta de entrada con paso decidido. Entonces me detengo. Miro abajo y noto que sólo visto la camisa de Daven junto con un par de bragas blancas de algodón. La semidesnudez ya es una imagen escandalosa sin contar el aliento de bestia y el pelo de bruja. No puedo hacer esto luciendo como si acabara de tener una pelea feroz con las sábanas, del mismo modo en que no puedo perder preciados minutos dándole un toque femenino a mi apariencia.

Corro de vuelta a la habitación y saco lo primero que encuentro en el armario (o sea unos pantalones de pijama con dibujos de ositos moviendo el culo y unas pantuflas de Hello Kitty). Ni siquiera me preocupo por ponerme un sostén. No es que haga mucha diferencia en alguien que falla totalmente en el departamento de pechos. La camisa de Daven esconde cualquier indicio de feminidad en esa parte de mi cuerpo dándome el aspecto de una mujer de figura plana. Al menos el tamaño de mi trasero lo compensa.

Me precipito al cuarto de baño para darme la cepillada de dientes más rápida de la historia y, con la misma velocidad del rayo, salgo de la casa tres minutos más tarde. Le marco a Daven mientras corro escaleras abajo, pero la línea cae directo al buzón. No sé si tiene el mismo número, así que llamo a Nat para confirmar si sabe algo. Ella no responde.

Mierda.

—¡Te debo el café de la mañana, Dennis! —grito en medio de la carrera a través de la recepción.

El viejo guardia pega el salto de su vida al escucharme.

—Joder, niña. Vas a matarme.

—Deja de dormir, acaba de amanecer.

—¿Por qué parece que saliste de una caricatura?

—¡Es una emergencia! —grito ya cruzando la puerta.

El aire otoñal me hiela la piel de la cara mientras troto hasta mi coche. Los sábados son días libres de tráfico, por lo que tengo esperanzas de atravesar la ciudad sin sufrir el retraso de un terrible embotellamiento. Conduzco lejos de mi edificio manteniendo accionado el limpiaparabrisas para quitar los restos de lluvia que se acumulan en el cristal. Tan contrariada como estaba al llegar a casa, olvidé estacionar en el área techada del estacionamiento. El resultado fue que Piolín quedó atrapado bajo un despiadado aguacero nocturno.

—Courtyard, Courtyard. —susurro a medida que recorro las húmedas calles. —Debe ser Burnside con la sexta avenida.

Introduzco el nombre del hotel en el teléfono y, de inmediato, obtengo la dirección acompañada de un punto rojo que muestra mi propia ubicación. Avanzo tocando bocina a cualquiera que me obstruye el paso por más de cuarenta segundos. Puede que sea la conductora más insoportable del mundo, pero poco importa cuando tengo los minutos justos para llegar al hotel. Daven mencionó que saldría de la ciudad a primera hora y esa hora está corriendo mientras espero impacientemente por la gente que, sin ninguna explicación, decide reducir la velocidad en medio de una carretera despejada.

La escena es lo más parecido a un déjà vu que he experimentado. Como aquella mañana que decidí cruzar medio pueblo en bicicleta vistiendo una pijama ridícula. Había despertado con la misma urgencia de confesarle mis sentimientos a Daven, ansiosa por dejar fluir las palabras que latían en mi pecho desde hacía meses. No tenía planeado acostarme tan pronto con él, pero ocurrió. Y fue así como terminé con un obsequio suyo colgando de mi cuello. Uno que sigo llevando tras casi una década.

Ahora la historia se está repitiendo. Voy a su encuentro metida en un juego de ropa absurda, que además incluye su propia camisa, y con el corazón palpitándome deprisa por no saber si seré correspondida. Siento el estómago hecho un nudo y las manos sudorosas, ambos síntomas propios del más puro nerviosismo. Debería llamar a Jenkins. Oh demonios, no. No quiero recurrir a mi terapeuta cada vez que deba tomar una decisión trascendental.

Tengo que saber.

Es el único modo en que mi vida tomará el rumbo definitivo. Si no hay oportunidad alguna de recuperarnos el uno al otro, dejaré atrás cualquier esperanza y haré mi camino hacia algo nuevo. Pero, si existe la posibilidad de que podamos... es decir, si él aún me quiere...

—Allí estás. —murmuro al identificar el imponente edificio con el nombre del Courtyard Marriot en lo alto. —Ay Dios. Okey, puedo hacer esto. Puedo. Hacer. Esto.

Recito el mismo discurso motivacional durante el tiempo que me toma atravesar las últimas cuadras hasta mi destino. Entonces aparco a un costado del hotel, en una zona donde claramente no debería. Es la cosa menos relevante para fijarse en este momento, aunque no por ello dejo de echar un vistazo a un lado y otro de la calle. Sólo por si acaso.

Bajo del auto cruzando la acera en las tontas pantuflas que ya amenazan con absorber la humedad del suelo. El Courtyard es un edificio elegante; de paredes blancas y ventanas polarizadas que reflejan la tenue luz grisácea del cielo. Paso más allá de la entrada sin prestar atención a las miradas curiosas de los guardias apostados en la puerta (y, en general, de cualquier persona que repara en la mujer despeinada avanzando hacia el vestíbulo). Mis pisadas se tornan cada vez más pequeñas y pausadas, un efecto colateral del profundo nerviosismo que pulsa en mi interior. Eventualmente, me detengo frente al área de recepción en la que dos mujeres charlan detrás de un gran escritorio.

—Busco a un hombre que se hospeda en este hotel. —le explico a una de ellas, la de tez cobriza y cabello negro. —Su nombre es Daven Ainsworth.

Me observa con una falsa sonrisa.

—Lo lamento mucho. La normativa del hotel prohíbe brindar información sobre nuestros huéspedes.

Ya temía que salieran con alguna cháchara de ese tipo. Aún así, no tengo más opción que insistir.

—No entiende. Yo lo conozco, no es como si quisiera matarlo o algo. —lo estás empeorando, Hemsley. —Sólo necesito hablar con él y sé que se hospeda en este lugar.

—Está prohibido, señorita. —dice despacio como si le hablara a una niña de cinco años. —Disculpe.

Dios, dame paciencia.

—Escuche, no me responde el teléfono. Es la única razón por la que he tenido que venir a buscarlo.

—Como le digo, no proporcionamos datos personales a terceros sobre...

—No le estoy pidiendo ningún dato personal. —la corto empezando a ofuscarme. —Conozco todo acerca de Daven, eso incluye la marca de desodorante que usa y su manía por limpiarse las manos con una servilleta cada vez que coge una papa frita. Jesús, lo vi anoche en una exhibición y me dijo que llevaba dos días durmiendo en este hotel. ¿Podría por favor llamar a su habitación y decirle que Willow Hemsley lo busca?

Ella duda, su expresión mostrando una pizca de irritación.

—Veré qué puedo hacer por usted.

Teclea en la computadora antes de pedirme deletrear el apellido Ainsworth. Entonces coge el teléfono y marca la extensión de lo que, supongo, es el número de su habitación.

—Lo lamento. —expresa después de colgar. —Parece que no hay nadie en la habitación.

—¿Quiere decir que ya se marchó? ¿Hace cuánto?

—No puedo proporcionarle...

—¿Willow? —me vuelvo y encuentro a Luna acercándose con otra mujer. —Willow Hemsley, ¿cierto?

—Umm... sí. ¿Cómo estás? —una parte quiere reír por lo tonta que suena la pregunta. La otra quiere enfurruñarse en una esquina.

—Muy bien, la exhibición nos dejó muertos de cansancio a todos. —sonríe. —Pero el trabajo llama y hay que ser responsables incluso un sábado temprano. Por cierto, esta es mi esposa, Leah.

Mis ojos se abren de par en par por una milésima de segundo. Todavía en trance, le doy la mano a la mujer de rostro pecoso que asiente con amabilidad.

O sea que ella y Daven no...

Estoy eufórica. En completo éxtasis.

—Es un placer conocerte. Daven nos ha hablado mucho de ti. —añade.

—¿Ah, sí?

—Estuvo buscándote anoche, por cierto. —esta vez en Luna quien habla. —Justo después del discurso.

—Surgió algo y tuve que irme pronto. —miento. —Umm... quise venir a despedirme de él antes de que regresara a Hampton, pero parece que no pueden darme información sobre si sigue o no en el hotel.

—Oh, es que ya se marchó. —me informa con voz apenada. —Fuimos por un café con él y Kevin para hablar de negocios antes de que ambos partieran. Tenían asuntos pendientes y Daven estaba loco por ver a su hijo.

Mis hombros caen. Mi corazón deja de latir.

—Pensé que podría alcanzarlo.

—Si hubieras llegado una hora antes lo habrías hecho.

—Intenté llamarlo, pero no atendió.

—Tiene un número nuevo. Espera, te lo daré.

Asiento y le ofrezco mi celular para que introduzca los dígitos.

—¿Sabes si volverá a Portland pronto? —pregunto.

—No hasta el próximo mes. —aclara. —Habrá una exposición de arte en el museo y vendrá como invitado. Podrías asistir si no tienes planes, seguro que le gustará verte allí. —realiza una pausa aún tecleando en mi celular. —Te estoy dejando mi número, en caso de que no logres contactarlo.

Le agradezco y nos despedimos poco después dejando la posibilidad abierta de vernos por ahí.

De vuelta en mi coche, me desplomo en el lugar del conductor. La euforia que antes sentí es apenas un cosquilleo y los nervios se han desvanecido por completo junto con la esperanza.

Un mes es demasiado tiempo. Considero marcarle, pero hablar por teléfono jamás será lo mismo que tenerlo frente a mí.

—No puedo esperar un mes. —farfullo. —No puedo esperar tantos días.

El recuerdo de la invitación de Abu se desliza en mi mente como la solución a mis problemas. Además de Daven, tengo otros asuntos pendientes en Hampton que quizá haya llegado el momento de resolver. Contemplo las pálidas manos que aferran el volante percibiendo mi propia firmeza en el agarre. No recuerdo la última vez que experimenté ese temblor incómodo que las hacía torpes e incontrolables. En realidad, no queda rastro de la desesperación o el miedo escondido detrás de las sacudidas.

Tal vez sea hora de regresar.

—Bueno, chico lindo, —le digo a Piolín. —parece que tenemos un largo viaje por delante.

⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️

Armo el equipaje en tiempo récord y, con la misma rapidez, entro en la ducha para darme el baño más veloz de la vida. Una vez aseada, me visto con vaqueros y un suéter tejido que está lejos de combinar con mis preciosos zapatos de emoticones. Siendo honesta, en raras ocasiones las zapatillas encajan con el resto de mi vestimenta.

Aunque me esperan ocho largas horas de viaje, ya puedo sentir las mariposas aleteando con fuerza en mi estómago. La expectativa y la emoción se mezclan en lo profundo de mi fuero provocando que el nerviosismo emerja a la superficie de nuevo. El panorama no pinta bien para mis uñas, que corren el riesgo de terminar completamente mordisqueadas después del trayecto.

Lleno mi maleta con prendas básicas y añado un trío de zapatos sólo por si me apetece ponerme un par cada día. Inspecciono todo una última vez para asegurarme de que he añadido lo necesario y, posteriormente, abandono el apartamento. En el pasillo, le doy un fugaz saludo/despedida a Cardigan, quien no duda en preguntar qué demonios está pasando. Explico la situación en cinco palabras que la dejan con una expresión confundida en el rostro: Daven. Hampton. Luna. Esposa. Irme.

—¿Qué? —pregunta rascándose la cabeza.

—Te lo contaré cuando regrese. —le lanzo un beso sin dejar de avanzar por el pasillo. —No hagas nada estúpido como emborracharte en un bar y permitir que un desconocido te traiga a casa.

—¡Lo intentaré! —grita a mi espalda.

Hago el camino escaleras abajo despidiéndome de Dennis al pasar por la recepción. El clima no ha mejorado en lo que va de mañana. Si acaso, se ha puesto peor con esa llovizna helada que es el preludio a días más gélidos. Aprieto el paso hacia Piolín sin poder reprimir el escalofrío que me eriza los vellos de la nuca. En momentos así, extraño la melena larga que mantenía mis orejas a salvo de acabar congeladas.

Mientras abandono el estacionamiento y tomo la carretera hacia la interestatal, me cuestiono sobre si llamar o no a casa para anunciar mi visita de fin de semana. Estoy segura de que mi familia no espera verme con una maleta al hombro dispuesta a pasar tres días en Hampton. Es decir, ¿cuántas veces he sido invitada para Acción de Gracias o navidad? ¿Y cuántas de esas veces he rechazado las proposiciones sin detenerme a considerarlo? El protocolo que he aplicado durante años reza que el cumpleaños del abuelo debe ser otra fecha para pasar por alto. El aislamiento es algo a lo que me he acostumbrado... incluso cuando se trata de mí misma.

Supongo que es tiempo de decirle adiós a la horrible costumbre de evitarlos a todos.

Me muerdo el labio dándole una ojeada al teléfono que descansa en el asiento contiguo. Tras considerarlo un poco, decido que lo mejor es llegar sin avisar. Una familia sorprendida siempre será más fácil de manejar que una decepcionada (y ya tenemos bastantes decepciones para toda una vida). Superada la primera impresión, sé que estarán feliz de verme.

Jenkins catalogaría mi regreso al pueblo como una "parte más del proceso de sanación". En lo que a mí respecta, la situación actual se resume en dos palabras: cerrar ciclos. No quiero seguir atormentándome con aquello que pude hacer diferente. Más que peso muerto, las culpas son una maldición. El año ininterrumpido de terapias y el control que he sentido recuperar me han mostrado que debo dejar a esa persona herida atrás.

El pasado es historia. Machacarme la cabeza con recuerdos arrepentidos no deshará las decisiones que tomamos en nombre de lo que juzgamos correcto.

Honestamente, nunca creí que llegaría a tener este tipo de pensamientos desbordantes de madurez. Estaba convencida que me quedaría ahogada para siempre; hundida en el mismo hoyo profundo de miseria. Tal vez lo único que necesitaba desde el principio era cortar con el miedo a hablar. La cuestión es... que no sabía cómo hacerlo. Si Daven no me hubiera escuchado por casualidad aquel día, lo más probable es yo hubiera seguido retrayéndome y fingiendo tener dominados mis sentimientos. Habría dejado Hampton con el único propósito de huir, en lugar de recuperarme.

No digo que lo haya logrado del todo; sigo teniendo miedos e inseguridades contra las que luchar. La diferencia es que ahora soy capaz de hacer cosas como entablar una conversación normal con mi madre sin sentirme al borde del colapso. Jamás he querido odiarla o echarle en cara sus errores, como si yo misma fuera la mata de la perfección. Sólo estaba furiosa. Tan furiosa que nunca se me ocurrió ponerme en su lugar para tratar de entenderla.

Las dos sabemos que nuestra relación nunca volverá a ser la misma, pero podría mejorar.

Con el tiempo.

⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️

A pesar de que he evitado las paradas innecesarias, el trayecto continúa pareciéndome más largo de lo habitual. Es una tortura con el potencial de extenderse de por vida. De acuerdo, puede que esté exagerando y que la única razón detrás de mis cavilaciones fatalistas sea la euforia. He sobrepasado la línea del nerviosismo y, tal como previne, mis uñas empiezan a sufrir las consecuencias.

Al menos el clima ha mejorado lo suficiente para mostrar un pálido sol que se asoma entre las densas capas de nubes. El aire también se ha tornado más cálido, por lo que decido quitarme la chaqueta que hasta el momento me permitió mantener la temperatura corporal. Caray, estoy sudando como sumo recién salido de un sauna. Me abanico con la mano sospechando que este es otro síntoma más de mi histeria pre-Hampton.

Respira y tranquilízate.

Claro, es tan fácil.

Mirando el reloj, descubro que todavía quedan tres horas de viaje. Tres horas más de meditaciones y expectativas. Suspiro con resignación. Hoy Piolín actúa como el coche más lento del mundo. Abu tiene razón, es un cacharro viejo. Soy cuidadosa manteniendo la queja para mí misma, sólo en caso de que el karma quiera darme una bofetada al hacer que mi auto deje de funcionar. Eso arruinaría por completo el efecto sorpresa de mi llegada.

Enciendo la radio para calmar el torbellino de pensamientos entremezclados que zumba en mi cabeza. Again de Lenny Kravitz suena en una emisora local. Subo el volumen y coreo la segunda estrofa a todo pulmón ignorando la letra-demasiado-acertada-para-la-ocasión.

No cabe duda de que este es un recorrido totalmente diferente al de la última vez. Cuando me fui, luego de tener la conversación con Daven, manejé sin detenerme hasta que estuve en Portland. El silencio fue mi única compañía durante el viaje, y también al llegar a casa convertida en ese patético lío emocional. Los días que pasé encerrada en mi habitación llorando y comiendo las horribles sopas de Cardigan sirvieron para darme cuenta de que necesitaba ayuda. Necesitaba a Jenkins.

Hacía tiempo que la situación se me había ido de las manos y ser consciente de ello fue el primer paso.

Ahora se siente como si fuera alguien más quien regresara. Incluso cuando los almendros y los prados de margaritas aparecen a la vista, no experimento nada más que el mismo sano nerviosismo de horas atrás. El letrero de Bienvenidos a Hampton Valley reluce contra un atardecer teñido de tonos violetas y anaranjados. Es el preludio de un escenario que conozco de memoria y, sin embargo, las emociones que experimento son totalmente nuevas esta vez. El corazón me late deprisa por motivos que no tienen nada que ver con una verdad develada a la fuerza o una huida desesperada. Regresar ha adquirido un significado distinto para mí: es la primera victoria después de años de oscuridad.

—Estás bien. Nerviosa, pero bien. —animo a la mujer que se mira en el retrovisor.

Con las manos firmemente envueltas en el volante, manejo por la carretera principal hacia el centro del pueblo. Estoy agotada y hambrienta, además de un poco irritable por mi columna destrozada. No quisiera más que resolverlo todo hoy mismo, en este preciso momento. Sin embargo, dudo que la combinación de cuerpo agarrotado y mente embotada me permitiera soltar una sola palabra coherente. Necesito alimentarme, quizá dormir un poco... lo cual sólo podré hacer después de enfrentar la sorpresa de mis abuelos y el certero desconcierto de Arlene.

Tomo una inhalación profunda y luego suelto el aire despacio al divisar el taller ubicado cerca de la ferretería. Mi corazón, mi estómago y el resto de mis órganos enloquecen; las mariposas transformándose en un grupo de colibríes desesperados por liberarse. Mierda. Observo la entrada del lugar en busca de la camioneta negra, pero ninguno de los autos estacionados afuera es el suyo. A menos que lo haya cambiado. Examino la reluciente Ford aparcada lejos de los demás coches. Es nueva, de un tono azul tan oscuro que casi pasa por negro. Sólo algunas personas en el pueblo pueden permitirse tener un vehículo así de costoso. Daven es una de ellas.

Trago sin siquiera considerar detenerme. Soy un desastre de ropas arrugadas y cara ojerosa. No quiero que él me vea en harapos o escuche mi estómago rugir en medio de nuestra charla profunda. Eso no puede ser nada delicado. Así que, continúo el recorrido hacia la casa de Arlene rogando para que la gente pase por alto el brillante Mini Cooper amarillo que cruza el pueblo.

Llego a mi antiguo vecindario diez minutos más tarde. No me preocupa que mi madre se halle en el trabajo, suele esconder llaves de repuesto en una de las macetas del porche. Es el tipo de costumbre que mi padre reprobaba, aunque ella jamás le prestó atención. Era su método para asegurarse que no me quedara fuera cada vez que perdía mi juego de llaves, cosa que sucedía a menudo.

Bajo del auto tomándome unos segundos para estirar brazos y piernas. Entonces observo la casa frente a mí sin saber cómo sentirme ahora que ya estoy aquí. Ya sabes lo que debes hacer. Suspirando, avanzo con paso lento por el camino de entrada. Las luces ya están encendidas en el interior otorgándole una apariencia acogedora a los ambientes que conozco bien. Distingo dos figuras sentadas en la sala y sonrío ante la imagen que Billy y Arlene ofrecen juntos, cada uno con una humeante taza entre las manos. Ha sido un largo trayecto de café y galletas el que los ha elevado al nivel de convivencia.

Por fin.

Vacilo a medida que subo las escaleras y, lo siguiente que sé, es que estoy inmóvil en el pórtico. Demonios, era más fácil pensar que ella no estaría en casa, sino en el trabajo cumpliendo con sus labores de enfermeras. La puerta debe encontrarse abierta, pero parece inapropiado irrumpir dentro y destrozar su atmósfera de comodidad. Coloco la mano en el pomo antes de apartarla, carcomida por la indecisión. Al final, opto por la segunda alternativa: toco el timbre.

Cuento veinte segundos hasta que la puerta se abre. Mi madre luce tan estupefacta que casi suelto una carcajada.

—Jesús, Willy.

—Hola, Arlene. —ella continúa mirándome con los ojos abiertos de par en par. —Vine por el cumpleaños del abuelo.

—Qué sorpresa verte. —murmura al tiempo que se adelanta un paso. Luego frena el movimiento sin atreverse a tocarme. —N-no sabía que vendrías. Yo no... Umm... tu abuelo cumple años mañana, sí. Q-que bueno que decidiste visitarnos. Será un regalo estupendo para él. Vaya, no pensé que realmente vendrías. —repite. —Nunca confirmaste.

Jugueteo con las llaves en mis manos.

—Es que no lo había decidido. Pero, luego me animé. —admito. —Fue un viaje largo y mi espalda se siente como la de una mujer de cien años. Puede que deba reemplazar los asientos de Piolín.

Reprime una risa.

—Te he dicho un millón de veces que los cambies.

—Esta vez lo tomaré en serio.

Nos miramos en silencio. Arlene es la primera en despertar del estupor.

—Debes estar cansada y hambrienta. ¿O ya has comido? —sacude la cabeza. —Mejor charlemos dentro, hace frío.

Me hace espacio en la puerta. Yo permanezco con los pies pegados al porche.

—Creí que estarías trabajando. —suelto sin saber cómo decirle...

—Acabo de llegar. —señala el uniforme que trae puesto. —Billy se irá al bar en un rato, así que estábamos matando el tiempo tomando café. Para variar.

—Oh.

—¿Ocurre algo? —inquiere al verme titubear. —¿No quieres acompañarnos? ¿Es eso?

—¿Recuerdas nuestra última charla? —respondo con otra pregunta.

Sus hombros se tensan.

—Sí que la recuerdo. —afirma en un murmullo.

—Bueno... hubo cosas que no te dije y otras... que me gustaría saber. —hago una mueca antes de añadir—: ¿Crees que podamos intentar hablar al respecto?

—¿Hablar de... de...?

—Puedes decirlo: de lo que vivimos. —concluyo por ella. —De Christopher, tú, yo. Todo.

—¿Estás segura?

—Sí.

Mi madre afirma con la cabeza y me doy cuenta de que está en plena lucha contra las lágrimas.

—Bien. Claro. —pronuncia despacio. —Ahora entra o te congelarás.

La sigo al interior cerrando la puerta a mi espalda.

⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️

Pulso en botón "Enviar" y acuno el teléfono contra mi pecho mientras yazco boca arriba en la cama.

Las pegatinas de estrellas siguen ocupando el mismo lugar en el techo de mi habitación. Anoche, justo antes de quedarme dormida, comprobé que aún funcionan. Su destello es tenue comparado con el brillo luminiscente que antes emitían, pero siguen siendo visibles en la oscuridad. Las observo danzando sobre mi cabeza, pequeñas figurillas blanquecinas cuya escasa belleza se ha desvanecido con la llegada del amanecer. Recuerdo que mi padre y yo pasamos medio día pegándolas. Él me sugirió cambiar el color de mi habitación por un celeste claro, así las estrellas encajarían mejor. Sin embargo, me gustaba demasiado el rosa pastel para renunciar a él, de modo que nunca lo hice.

Los recuerdos de nuestras risas, y de una madre riñéndome desde la entrada del dormitorio para que dejara de carcajearme y ayudara a papá, ahora me provocan más nostalgia que dolor. Las circunstancias de mierda que enfrentamos años después nunca borrarán lo que en un tiempo fuimos: una familia tan corriente que ni en mil años hubiéramos calificado para documentar nuestras vidas en un reality show. Éramos tres personas en una casa enorme que solía sentirse llena gracias a las risotadas y el olor de alguna receta mal practicada. Jamás pensamos que nuestra normalidad sería sustituida por desilusiones y engaños. Pero ocurrió y ni el recuerdo de los buenos ratos ni el amor que aún quedaba lograron repararnos.

Tuvieron que pasar nueve años antes de que decidiera que era hora de avanzar. Por desgracia, una década fue demasiado para mi padre, quien se dejó ir a sí mismo debido a la culpa y el dolor. Supongo que es algo con lo que tendré que lidiar: no haberlo buscado mientras estaba vivo. Hay tanto que quisiera decirle ahora que siento las palabras picar en la parte posterior de mi garganta, como si estuvieran listas para salir en cuanto abra la boca. Sin embargo, la única persona con la que tendría esa charla ya no está. Él se fue y no existe poder en el mundo que lo traiga de vuelta.

Podría usar la forma de consuelo habitual y convencerme de que Christopher me observa desde algún lugar en el más allá. Pero no soy creyente de esas cosas. La vida es más cruda de lo que pensamos, no importa cuántas veces nuestra mente intente persuadirnos de lo contrario. Lo ido, ido está. Simplemente no hay marcha atrás. Hay oportunidades que se pierden en el ritmo errátil de la vida y esta cuenta como una de ellas.

Sé que le hubiera gustado volver a verme para hablar de lo que pasó. De hecho, estoy segura de que si yo hubiera llamado o respondido uno de sus correos, él habría acudido a mí inmediatamente. Me entristece no haberlo hecho. Me duele saber que mi padre debería haber sido parte del rato que compartí con Arlene anoche, justo antes de irnos a la cama. Charlamos durante unas tres horas sobre el pasado y cómo nos hizo sentir. Puede que incluso haya llorado un poco mientras la escuchaba, afligida por lo duro que fue para todos enfrentar la situación que inicié al guardar silencio.

Cuando me preguntó si la perdonaba, yo dije que sí. La afirmación se deslizó entre mis labios con facilidad, aunque realmente no sabía lo que significaba... hasta ahora. Observando las estrellas en el techo, por fin me doy cuenta de que es eso lo que define el perdón: entendimiento. Una vez que conoces las razones detrás de la conducta de gente que te lastimó, una vez que asimilas los motivos, ya sean tontos o justificables, entonces se hace sencillo dejarlo ir. La decisión no sólo representa algo bueno para mi madre, sino también para mí.

Él estaría contento.

Papá.

Contemplo el cielo despejado a través de la ventana y, pasado un minuto o dos, decido que es momento de levantarse. Me tomo mi tiempo en el cuarto de baño, dándome una relajante ducha antes de volver al dormitorio con el aroma de la lavanda adherido a la piel. Elijo una camisa floreada de mangas cortas y unos ajustados pantalones de mezclilla para vestir. Del fondo de la maleta, extraigo el par de zapatos que compré hace apenas una semana. Están personalizados con imágenes de la Vía Láctea y pequeñas constelaciones que destacan en varias tonalidades. Me los calzo sintiéndome complacida por cómo lucen los pines de alas situados a los costados. No serían lo mismo sin ellos.

Arreglo mi cabello y tomo mi abrigo verde junto con las llaves para, posteriormente, abandonar la habitación.

—Buenos días. —saludo al entrar en la cocina. —¿Qué hay, Billy?

—Tu madre me puso a hacer huevos, ¿vas a querer? —ofrece al tiempo que los revuelve en la sartén. —Aunque debo advertirte: no me hago responsable por el nivel de viscosidad.

Frunzo el ceño, mis ojos yendo y viniendo de Billy a mi madre, que se ocupa de sacar panes de la tostadora.

—Los huevos no pueden quedar viscosos. —refuto. —Es culinaria básica.

—Te sorprendería el desastre que puede ser en la cocina. —dice Arlene fingiendo un estremecimiento. —A veces le agrega restos de cáscara para aderezar.

—Sin embargo, aquí me tienes cocinando.

—Es tu parte del desayuno. —lo riñe. —Ya es hora de que vayas aprendiendo.

—Espera, espera. ¿Tienes un pub y no sabes cocinar? —le pregunto al cantinero.

Él se encoge de hombros.

—Mi sobrina es la encargada de la cocina.

—Me siento estafada.

—No puedo servir cosas raras como las que me salen.

—No, dejémoslo todo para Arlene. —cita mi madre con sarcasmo.

—Es tu culpa. La próxima vez me encargo de los panes o del café.

—No, no. El café no se toca.

Observo la escena conteniendo una sonrisa.

—¿Saldrás, Willy? —pregunta ella mientras se acerca a la barra de desayuno.

—De hecho, sí. Tengo que hacer un par de cosas, pero volveré pronto.

—Tus abuelos vendrán a eso de las doce. —me recuerda. —Intenta estar de vuelta antes, así les darás la sorpresa. Es un milagro que no se hayan enterado de que regresaste. ¿Le avisaste a Nat?

—Le enviaré un mensaje cuando vuelva. Lo único que he recibido de ella en dos días es un injustificable "he estado ocupada". —añado con cierto reproche.

—Pobre, la he visto trabajando como loca.

—¿Comerás con nosotros? —inquiere Billy y me da una mirada por encima del hombro. —¿Te sirvo un poco antes de que te marches?

—No, estoy bien. Regreso pronto. —agrego hacia Arlene.

Ella me encarga ir por vino a la tienda de comestibles y yo acepto gritándole palabras de despedida desde la puerta.

La mañana es soleada, aunque no lo suficiente para contrarrestar la gelidez de las últimas semanas de otoño. Me pongo el abrigo y froto mis manos buscando calentarlas mientras avanzo hacia Piolín, el coche fiel que dejé a la intemperie la noche anterior. Cielos, tengo que dejar de ser tan pésima dueña con mi auto.

El motor emite un sonido bajo cuando lo enciendo, parecido al rugido de una bestia soñolienta. Manejo despacio saboreando el trayecto y el aire puro de la primera hora del día. Entonces tomo la ruta que conduce a la única iglesia de Hampton y, de allí, a una segunda avenida libre de curvas e intersecciones. La carretera me guía directo al lugar que quiero. Una vez en la entrada, apago el motor y permanezco en la cabina por un rato meditando sobre lo que debo hacer a continuación.

El estacionamiento delantero está vacío, salvo por dos cuidadores que rastrillan las hojas desprendidas de los árboles. Aseguro a Piolín y me traslado con paso decidido al área junto a la entrada, donde un anciano exhibe una gran variedad de flores. Compro gardenias y crisantemos adornados con una bonita cinta blanca y le doy las gracias al tipo antes de seguir mi camino. Lo siguiente que sé, es que estoy avanzando hacia el enrejado del cementerio con una mano envuelta apretadamente alrededor de las flores y la otra a mi dije.

Santa mierda.

Sólo he visitado este lugar una vez y, no obstante, mi cerebro parece haber almacenado bien la ubicación de la tumba. Tardo poco tiempo en hallarla dentro del gran valle de lápidas que se extiende ante mis ojos. La lápida es de mármol gris con letras doradas que refulgen contra la luz diurna. Leo el nombre y la dedicatoria incluso antes de cerrar el trecho final que me separa de ella.


Christopher Albert Hemsley Ralish

13.01.1964 - 29.06.2019

De todo lo bueno que dejaste, el recuerdo de tu amabilidad es lo mejor.


Por un minuto, sólo me quedo observando su lugar de descanso sin saber qué hacer o decir. ¿Se le habla a los muertos? ¿Se les dice cuánto quisieras que te escucharan? Acorto la distancia restante y caigo de rodillas sentándome sobre mis pantorrillas. Las flores agrupadas en el recipiente de piedra junto a la lápida han comenzado a marchitarse, así que las reemplazo por las que traje. El ramo multicolor destella contra el gris del mármol, un pequeño toque de alegría en un espacio destinado a ser todo lo opuesto.

—Hola, Christopher. —susurro, aún luchando para encontrar mejores palabras. —Traje flores. Supuse que Arlene te tenía bien abastecido, pero esta vez quise ser yo quien dejara algo bonito. Apuesto a que quedará en shock cuando le diga que vine a visitarte. —tomo aire. —Lamento haber tardado tanto en acercarme. Es que no... bueno, es difícil para mí imaginar que estoy hablándote de verdad. En el fondo sé que no hay nadie aquí. No estás escuchándome o viéndome. No hay nada.

Soy tan mala en esto como en consolar a gente emocionalmente inestable. Nunca tendré el tacto ni la fe para convencerme de que charlar con una tumba me hará sentir mejor. Por lo tanto, permanezco en silencio con la vista puesta en las letras que conforman su nombre. No creo que él fuera más delicado que yo en estos temas. Era seco y torpe cuando de sentimiento se trataba, igual que yo. Fue el único rasgo que heredé de su parte. Eso y la barbilla afilada. El resto pertenece a mi madre... al menos es lo que he escuchado.

Retuerzo mis manos entrelazadas sobre el regazo, un millón de pensamientos y recuerdos rondando en mi cabeza. Vacilante, extraigo el teléfono del bolsillo de mi abrigo y voy en la búsqueda de ese último correo que no he tenido el valor de abrir. Sin darme tiempo a dudas, comienzo a leer.


De: Christopher Hemsley <c.hemsley1964@gmail.com>

Para: Willow Hemsley <willydeoz@gmail.com>

Fecha: Jun 25, 2019, 11:44 PM

Asunto: Un mensaje más

_____________________

Hola Willyboo,

Sé que tal vez no debería usar ese apodo, porque ya eres una mujer adulta que cuida de sí misma. Pero, en mi defensa, tengo un lado sensiblero que siempre te verá como la niña despistada de gafas enormes y zapatos raros. Sí que ofrecías una imagen cuando empezaste a mudar los dientes y tu cabello se convirtió en esa masa abundante que Arlene nunca pudo mantener bajo control. Eras una especie de dibujo animado perfectamente mal hecho. Como si alguien hubiera reunido todo lo extraño y lo hermoso en una sola persona, que además era mi hija.

No veía nada de mí en ti. Eras todo Walsh y nada Hemsley, con ese genio de mierda que salía a flote cada vez que presenciabas una injusticia. Tu madre me dijo que habías heredado la mirada ceñuda de su familia. No lo noté hasta que volviste de la escuela lanzando chispas porque un chico te había metido en un armario antes insinuar que se avergonzaba de ti (la única razón por la que lo recuerdo es porque repetiste el mismo discurso de indignación durante una semana).

La fuerza y la osadía apenas te cabían en el cuerpo. Verte perderlas fue lo peor que tuve que presenciar en la vida. Te he escrito docenas de mensajes diciendo lo mismo, pero siento que debo repetirlo una vez más: lo lamento, hija. Nunca quise robarte la oportunidad de tomar la decisión que creías correcta. Se supone que debía ser tuya y yo te la arrebaté. No voy a excusarme con tonterías, sólo diré que estaba muerto de miedo. Me asustaba tanto lo que podría pasar en un mes, que no pensé en las consecuencias a largo plazo. No pensé en lo que tendrías que enfrentar luego.

Entiendo si nunca llegas a perdonarme. Entiendo que estés enojada, herida y decepcionada por cómo actuamos en una situación difícil. Necesitabas más apoyo que gritos y preguntas, pero ni tu madre ni yo fuimos capaces de notarlo en ese momento. Ser padres es como lanzar un dado al aire: por más que te prepares, jamás estás listo para el número que te toca. Vas improvisando y cruzando los dedos para que salga bien. Sólo que lo mejor no siempre sucede. A veces somos nosotros mismos los que, sin darnos cuenta, echamos todo a perder. Desgraciadamente, fue nuestro caso.

Me arrepiento cada día porque siento que, de cualquier manera, perdí a mi familia. Te perdí a ti, que siempre fuiste la luz para un hombre al que pocas cosas le hacían feliz. Lo siento, Willyboo. Lo siento con el alma y con todo lo que me queda por dentro.

Espero que estas palabras signifiquen algo. Sé que no resuelven nada, pero es la única forma de contacto que he encontrado para sentirme más cerca de ti. Ojalá puedas responder en algún momento... cuando te sientas lista. Yo siempre estaré esperando.

Con amor.

Papá.

_____________________


—Willyboo. —repito con la voz ahogada y los ojos llenos de lágrimas.

Era uno de los muchos apodos que usaba para llamarme cuando era niña. Solía tener un repertorio de ellos y los empleaba de acuerdo a su imaginación, mi estado de ánimo, el peinado que llevara o los zapatos que me calzara.

Leo el correo una vez más sintiendo cómo las líneas finales van directo a mi corazón para estrujarlo dolorosamente. No puedo evitar pensar que tardé demasiado. El "yo siempre estaré esperando" perdió todo significado desde que él se fue y no hay nada qué hacer para remediarlo. Duele de una forma nueva, aunque igualmente desgarradora. Pensar en su tristeza, en su soledad y en el hecho de que mantuvo viva la esperanza de recuperarnos, incluso cuando nunca hubiéramos sido lo mismo, me hace querer revisar cada correo suyo. No basta, jamás lo hará. No corrige el daño que yo también le ocasioné, pero es un pequeño consuelo para quien ya perdió la oportunidad de decirle que lo perdona y que todo irá bien de ahora en adelante.

Examino correo tras correo dejando fluir las lágrimas esta vez. Observo el mismo mensaje repetirse con palabras diferentes. Es una petición disimulada. Mi padre quería hablarme y yo fui incapaz de dejarle la puerta abierta a la posibilidad. El dolor se vuelve más profundo en mi interior; un puño invisible que presiona y presiona amenazando con oprimir mis pulmones. Aparto el teléfono al mismo tiempo que los sollozos estallan. no trato de reprimirme o de hacer un esfuerzo por calmarme. Muy dentro de mí, sé que esto es lo que necesito. Aún si quema. Aún si me siento caer de nuevo. Aún si no puedo respirar bien o pensar con claridad. Necesito despedirme de él y de todas las cosas que nunca volvieron a ser entre los dos.

—Yo también lo siento. —digo extendiendo la mano para tocar su nombre. —Lo siento muchísimo, papá.

No sé cuánto tiempo me toma recuperar el aliento. Lo único que tengo claro al momento en que las lágrimas se disipan, es que me llevará tiempo superar el dolor. Justo ahora, siento como si acabara de perderlo; como si hubiera transcurrido un día y no un año desde su muerte. No tiene mucho sentido, pero dudo que sobreanalizarlo sirva de algo.

Cojo una bocanada de aire y aparto los últimos indicios de llanto de mis mejillas. El silencio y el viento gélido me envuelven mientras memorizo la forma de cada letra grabada en la lápida. Alzo una mano hasta el lugar donde mi dije cuelga y, en seguida, percibo la calidez que siempre parece emanar de él. Es como si la madera misma estuviera viva.

Acaricio las siete puntas de la estrella antes de mover las palmas a mi nuca para desabrochar la cadena de oro. La sopeso entre los dedos, desde ya advirtiendo su ausencia en mi pecho. Finalmente, hago de ella una bolita y me inclino para sacar las flores del recipiente de piedra.

La vacilación invade mi fuero por un segundo que parece eterno. Al final, lo hago. Dejo caer el delicado collar e introduzco la mano en la pequeña maceta para cubrirlo con un puñado de tierra del fondo.

Una vez devuelta las flores, me sacudo los dedos, tomo mi celular del suelo y me pongo en pie.

—Ya debo irme. —murmuro torpemente. —Traeré flores en cuanto pueda.

La brisa me alborota el cabello y sacudo la cabeza para quitármelo del rostro. El movimiento hace que mis ojos reparen en la elegante figura que permanece de pie al otro lado del campo. Kara Montgomery fija su mirada en la mía con el rostro inexpresivo. El contacto visual dura apenas un segundo. Ella es la primera en interrumpirlo al desviar su atención hacia la tumba que tiene delante: la de Mitch, supongo.

Retrocedo conduciendo mis pasos por el caminillo entre las lápidas.

Hay algo que ya no llevo conmigo. Sin embargo, esta vez no se siente perdido.


__________________________________


Holding on and letting go - Ross Copperman


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Gracias por leerme ❤️️

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