Fantasma [+18] - Dark romance...

By Annyquilada

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[AUTOCONCLUSIVO] Una asesina a sueldo se alía con un ladrón de arte para vengarse de la muerte de su mejor am... More

Nota de autora
🔥 Echa un vistazo al interior 🔥
1 | Una compresa salvavidas
2 | Las venganzas personales
3 | Vivi
4 | Una familia disfuncional y una pantera enfadada
5 | La primera llamada
6 | Pantera [+18]
8 | Se acabó
9 (I) | Los borrachos son difíciles de matar
9 (II) | Los tríos no solo sirven para distraerse [+18]
10 | Todo por la rata
11 | Los capullos de Schrödinger
12 | Odiar a Dominique es una obligación
13 | Una localización matrioshka y un panda que no distingue a sus hijos

7 | Moviendo ficha

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By Annyquilada

Los primeros rayos de sol de la mañana me despiertan casi de inmediato. Para mi desgracia, siempre he tenido una especie de reloj biológico que me obliga a abrir los ojos cada vez que amanece, como un animal salvaje, aunque la mitad del tiempo me limito a darme la vuelta y sigo durmiendo, pero no hay quien me quite de encima ese primer despertar. A veces pienso que es por la tensión, por vivir bajo la amenaza constante de la muerte.

Por eso, por regla general, elijo no pensar. Paso de volverme loca antes de los treinta. Ya tendré tiempo de eso si sigo viva para entonces.

Es un día soleado, de esos en los que solo apetece salir a pasear y tomar el sol. Me doy la vuelta en la cama, con un brazo sobre los ojos para disfrutar de unos segundos más de oscuridad, y estiro el brazo casi por inercia, buscando a Pantera. Tal como esperaba, mi cama está vacía. Incluso se ha molestado en hacer su lado de la cama antes de largarse en medio de la noche. Diría que me sorprende, pero lo cierto es que no. Mi relación con Pantera es así: solo nos vemos por motivos de trabajo.

Ni siquiera sé cómo llegamos al punto de empezar a acostarnos en secreto, aunque tampoco quiero darle muchas vueltas. Solo sé que ninguno de los dos tiene intención de que esto llegue a más, así que por ahora estamos a salvo. Sé que en algún momento tendremos que parar antes de que a alguno de los dos se le ocurra, yo que sé, enamorarse o algo peor, como empezar a discutir por todo como si fuéramos una pareja de verdad, pero por ahora todo va bien.

Después de tomarme el chute de medicinas para aliviar el dolor de la pierna, enciendo uno de mis teléfonos, el que utilizo cuando quiero contactar a Vivi, y marco su número. La llamo tres veces, y las tres me devuelve al buzón como si fuera una apestada.

Vale, tal vez lo de anoche estuvo feo, pero eso de no cogerme el teléfono es jodidamente ofensivo. Se supone que soy su amiga, al menos debería responderme para insultarme un rato. Es lo que haría yo, al menos.

Quizá sea lo mejor. Quizá este enfado sea la razón que la aleje de mí, pero necesito asegurarme de que no va a aparecer en mi vida de repente, cuando se le haya pasado el cabreo, como si nada hubiera pasado. Aunque me planteo la idea de mandarle un mensaje y explicarle que me voy de la ciudad y que no la veré más, soy literalmente incapaz de coger el móvil.

Porque, ¿cómo voy a terminar una de las cosas más bonitas que he tenido de esa forma tan fría y cruel?

Me acerco a la jaula de Spars y él, como de costumbre, ya está esperándome para salir. En cuanto oye que me he despertado se levanta y me exige su paseo diario. Es una de las pocas criaturas con las que me he encariñado, y otra cosa en la que Pantera ha sido increíblemente flexible conmigo.

En teoría, no puedo tener más de lo que pueda cargar en una maleta, y una rata es una carga con la que no debería estar lidiando. No por ella, claro, la pobre rata no es que sea más grande que una lata de refresco, pero tiene su jaula y todos sus juguetes y ya nos generó un dolor de cabeza increíble trasladarla la primera vez, así que ni siquiera quiero pensar en lo que va a suponer este segundo traslado.

En realidad, Spars es otro de mis daños colaterales. Su antiguo dueño, un hombre huraño que vivía confinado en un minúsculo apartamento a merced de las cucarachas y la podredumbre, me hizo una extraña petición antes de que le encajara un tiro entre ceja y ceja: que no le hiciera daño a Spars. Tampoco tenía intención de matarlo, pero dejarlo allí habría sido condenarlo a la inanición, así que me lo traje conmigo.

De eso hace ya seis meses. Dudo que Spars haya notado el cambio, a excepción de que ahora ya no vive rodeado de mierda y tiene comida de calidad. Si sabe que yo maté a su dueño, no parece importarle, porque él —o ella, he de admitir que no tengo ni la más mínima idea sobre sexar a ratas, pero he dado por supuesto que es un macho porque tiene el equivalente humano a un buen par de cojones— continúa mordisqueando trocitos de pan que me roba cada vez que me despisto.

Y lo cierto es que no me importa. De algún modo, se ha convertido en mi amigo incondicional. Una de esas mascotas de apoyo emocional que tan de moda están últimamente. A veces, me descubro a mí misma contándole mi vida mientras él me observa con sus ojos saltones como si entendiera algo de lo que estoy diciendo.

En cuanto se sube a mi hombro, no tarda ni medio minuto en ponerse a hacer equilibrios para intentar mordisquear el borde de mi tostada mientras yo me la llevo a la boca, algo que se ha convertido en un terrible hábito que soy incapaz de quitarle.

—¡Eh, eh! ¡Atrás, muerto de hambre! —me quejo, apartándome de él.

Después de varios intentos fallidos, la rata parece darse cuenta de que no va a conseguir nada de mí, así que termina bajándose de mi hombro para explorar el sofá. Lo veo dar saltos y desaparecer entre los cojines para luego reaparecer y mordisquear las migas de pan que me caen en los muslos. Ahogo un suspiro, rindiéndome en mi intento por ponerlo a dieta. Definitivamente, este Spars se ha propuesto dar vida a esos mitos de ratas gigantes que de vez en cuando vuelven a cobrar vida para aterrorizar a media ciudad.

Al final, le doy un trozo de pan y emite un pequeño chillido de felicidad antes de irse corriendo a la esquina contraria del sofá, por si cambio de opinión y decido quitarle la comida.

Después de desayunar, decido que es hora de hacer por fin la maleta. Este piso franco ya no es seguro de ninguna de las maneras, no solo porque tengo que huir de Vivi, sino porque no tengo ni una sola garantía de que no me hayan seguido hasta aquí.

Abro el armario y saco una pequeña caja escondida en el fondo. La vacío sobre la colcha y reviso su contenido antes de trasladarlo a la maleta. Ahí es donde guardo las cosas que significan algo para mí: una pulsera infantil cuyo origen he olvidado pero que, por alguna extraña razón, aún conservo; un pin de un dragón y un libro que me regaló Mamba cuando completé mi primera misión. En su interior, cuidadosamente doblado, encuentro un dibujo que hice cuando tenía apenas diez años. En él, Mamba y yo no estamos encerradas en la habitación, sino jugando en el bosque con Dragón. Contengo el dolor que me atenaza el corazón y lo cierro a toda prisa, abandonándolo en el fondo de mi maleta.

Encima del libro, la cadena y el diminuto pin meto lo que importa poco: la ropa de calle y mi pasaporte. Todo lo demás está en un lugar seguro. Conmigo solo cargo lo justo para que no me relacionen con alguien peligroso. Aún así, saco mi pistola de debajo de la cama y la guardo también. Esta vez, en mi mochila, cerca de mí, como si tuviera que usarla.

Lo cierto es que todavía puedo tener que usarla. A estas alturas, el objetivo de Schrödinger puede haberme localizado y simplemente está esperando a que salga de mi apartamento para freírme a balazos.

Algo que el viejo de Vieri se encargó de inculcarme a palos es que un Fantasma siempre tiene que estar preparado para matar, pero también para morir.

Miro a mi alrededor: Me gustaba este apartamento. Aunque es pequeño, es luminoso y está en una zona relativamente tranquila, a pesar del vecino fiestero. Además, hay una cafetería a dos calles de aquí que tiene unas tartas que me han hecho gemir en público más de una vez.

El segundo piso franco es una mierda. Es más pequeño, mucho más antiguo y está en un tercer piso sin ascensor. Por lo que me ha contado Pantera, está en un barrio de mala muerte, el portal huele a meado de borracho —ya podría oler, al menos, a meado de perro— y los vecinos se pasan el día gritándose los unos a los otros.

Suspiro. Sé que a Pantera no le va a hacer ni puta gracia que me mude otra vez pero, más allá de Vivi, ambos sabemos que tengo una excusa bastante plausible: No tengo ni una sola garantía de que el puñetero objetivo no me haya seguido hasta aquí. Fui lo suficientemente idiota como para no tomar desvíos o esconderme en uno de los muchos locales que tenemos habilitados para estas situaciones. Estaba tan harta, tan cansada de todo, que simplemente volví a casa, me cerré la herida y me quedé dormida.

No es que sea muy preocupante que me encuentren. Lo único que podrán sacarme serán un par de maldiciones, pero no me apetece pelearme y mucho menos que me torturen.

Puede que me esté tirando a un sádico y que tenga una tolerancia bastante alta al dolor, pero tampoco soy idiota.

Creo.

De acuerdo, sí que soy idiota. Si hubiera usado las pocas neuronas que me quedan, no habría dejado que Vivi supiera mi dirección y me habría conformado con vernos en otros lugares.

Cierro la maleta y la dejo sobre el sofá. Miro mi teléfono, el mismo que voy a tener que tirar a la basura en cuanto haga la última llamada a Vivi, y tengo que luchar contra el instinto de saltarme esa llamada e ir a verla directamente.

Tomo una fuerte bocanada de aire y decido llamarla de una vez, porque sé que, cuanto más tarde en hacerlo, más difícil me va a resultar decirle adiós.

En cuanto marco, me doy cuenta de que no tiene señal.

«Lo sentimos, el número marcado no existe» dice una voz mecánica al otro lado de la línea.

Una sensación de vacío me aprisiona el pecho y me quedo completamente paralizada. Me obligo a separarme del móvil, mirando la pantalla como si fuese un objeto extraño. Tardo unos segundos en procesar la información y entender que Pantera me ha engañado. Él ya ha movido ficha.


Cuando el reloj marca las tres de la tarde ya tengo los nervios a flor de piel y estoy al borde de liarme a puñetazos con el primero que pase. Ni siquiera he decidido qué es lo que quiero hacer y tampoco lo he comentado con Nicolas: al regresar al Saira él ya se había marchado con el ragazzo. Creo que han estado follando toda la puta noche porque el cabrón decidió apagar el móvil después de colgarme por tercera vez y aún no lo ha encendido.

Lo de ir a su casa lo descarto, no me apetece encontrármelo enganchado en el culo de nadie otra vez. Con una experiencia traumática ya tengo más que suficiente.

Leo está mirando por la ventana, con la Biblia en la mano abierta por algún pasaje que hablará sobre lo malo que es dejarse llevar por la influencia del mal y refunfuñando para sus adentros porque, según él, soy un suicida patológico y algún día me van a matar por ello.

Tampoco puedo decir que no tenga razón, pero mientras Leo es el precavido del grupo —no en vano es mi guardaespaldas— yo soy el que se lanza al riesgo de cabeza. Estoy completamente seguro de que un mal día le voy a provocar un infarto y me va a demandar.

Leo levanta la cabeza y cierra el libro de un golpe, gruñendo.

—Esto es una gilipo...

El teléfono suena y doy un respingo tan fuerte que estoy a punto de caerme de la silla. Definitivamente, soy carne de infarto. A los treinta no llego ni aunque me jubile en este mismo instante.

—Ni se te ocurra coger ese maldito teléfono, Dominique Marini —me amenaza.

Al ver que agarro el teléfono, da un paso hacia mí dispuesto a quitármelo como si el puñetero móvil fuera una bomba de relojería. Levanto un dedo amenazadoramente para detenerlo.

—Como des un paso más este mes no cobras, y creo recordar que había no sé qué mierda que te querías comprar con tu sueldo.

Veo la duda en sus ojos y, antes de que se le ocurra la genial idea de llevarme la contraria, descuelgo rápidamente. Leo lanza una maldición por lo bajo, pero se acerca lo suficiente como para oír la llamada.

—¿Has pensado en mi oferta? —me dice la voz mecánica.

Resoplo.

¿Que si he pensado en la jodida oferta? Me he pasado toda la noche en vela, amargado y queriendo tirarme de un quinto por culpa de una llamada anónima. Pues claro que he pensado en ella, joder. No he hecho otra cosa.

—¿Qué tengo que hacer? —respondo.

Leo gruñe por lo bajo y yo le doy una patada para que se esté quieto.

—Chico listo. Te he dejado un paquete en la taquilla número cuarenta y cinco del gimnasio Forte. Tienes la llave en tu propio buzón. Te daré nuevas instrucciones cuando lo hayas recogido.

—Menuda mierda de nombre. ¿Gimnasio Fuerte? ¿Tendrán un gimnasio Flojo por ahí? Si me quieres gastar una broma cúrratelo un poco, joder.

Él ignora mi comentario y yo me maldigo interiormente por ser incapaz de dejar las bromas de lado incluso en las situaciones más difíciles. Nací con el humor demasiado subido para mi propio bien, eso es evidente.

—No falles, Dominique, o me encargaré de que todo el mundo sepa que has desperdiciado la última oportunidad que te dio Fabrizio para demostrar que eres útil.

Cuelga sin darme la posibilidad de preguntar cómo sabe que Fabrizio Santoro me ha dado un ultimátum. Sea quien sea la persona que está detrás de todo esto, sabe lo suficiente sobre mí como para estar informado del desliz que tuve con Fabrizio por culpa de Nicolas y sus tratos fuera de la Camorra. Aprieto la mandíbula con tanta fuerza que me rechinan los dientes.

¿En qué momento se me ocurrió aliarme con la mafia? Con lo feliz que era robando cosas por mi cuenta.

Bueno, no es que me hubiese aliado por voluntad propia. Fabrizio me obligó. Más o menos.

De acuerdo, lo hizo después de que le robara un cuadro. Me descubrió y yo, que soy un embaucador, me las arreglé para que cambiara su sentencia de cortarme el cuello a dejarme trabajar para él. Desde entonces, y gracias a mi encanto y a mi talento innato para llevarme todo lo que quiero, soy su ladrón favorito.

O lo era, hasta que mi hermano la cagó y decidió enviarnos aquí a morir como perros.

—Así que nos vamos de tour a un gimnasio, ¿no?

—Eso parece —murmuro, recogiendo mis llaves.

El gimnasio, que para mi desgracia —y el mal gusto del dichoso dueño— existe de verdad, está ubicado en pleno centro de Calabria. A esta hora apenas hay gente, pero los pocos clientes que hay me miran con el ceño fruncido cuando nos ven a Leo y a mí aparecer trajeados. No tenía ganas de cambiarme de ropa y Leo no sabe lo que significa la palabra chándal, pero tendría que haberlo hecho porque no conozco a una sola persona con dos dedos de frente que entre a un gimnasio con un traje de Armani hecho a medida. Pago por un día y, pese a las protestas de Leo, lo obligo a quedarse en la puerta mientras me dirijo hacia las taquillas sin rechistar.

En el vestuario de los hombres, la taquilla cuarenta y cinco no existe. El número está arañado, como si alguien lo hubiera borrado a conciencia. Y la llave, evidentemente, no encaja. Contengo las ganas de darle una patada a la taquilla porque hay un tío mirándome con cara de muy malas pulgas y otro está a un cruce de miradas de hacer algún comentario sobre mi traje. Ahogo una maldición, sin comprender muy bien qué debería hacer. Me quedo unos segundos que se me antojan eternos mirando las dichosas taquillas mientras el olor a sudor hace todo lo posible por penetrar en mis fosas nasales y marearme. La resaca hace que la bilis me suba por la garganta y sé que, como no me largue de aquí, voy a terminar echando hasta la primera papilla.

Nunca he entendido el carisma de los gimnasios. O por qué, en pleno siglo XXI, se sigue ignorando el olor a sudor reseco y no se toman medidas para evitarlo. Si el gimnasio fuera mío, tendría ambientadores automáticos dispuestos cada dos metros, para qué mentir.

Me doy la vuelta, dispuesto a marcharme, cuando me percato de que también hay taquillas en el vestuario femenino. Ahogando una maldición, me adentro en el vestuario rezando para que ninguna ragazza me vea y forme un escándalo porque, literalmente, es lo último que me apetece en este maldito instante.

Encuentro la taquilla cuarenta y cinco sin dificultad y la puerta se abre con un chasquido. En el interior hay un sobre marrón con un nombre escrito en letras negras: Jaina.

Hago una mueca.

¿Quién cojones es Jaina?

No me entretengo en observaciones porque una chica se ha detenido en la puerta y me mira con el ceño fruncido, sin atreverse a entrar. Da un paso atrás y se queda observando el cartel que está sobre la puerta, ese que indica que es el vestuario femenino y no el masculino. Acostumbrada a ver a hombres en pantalones apretados y camisetas de deporte, imagino que mi vestimenta debe confundirla lo suficiente como para que no haga preguntas. Se queda a un lado de la puerta, esperando pacientemente a que yo termine lo que estoy haciendo y salga de allí.

Leo me está esperando en el mismo sitio donde lo dejé, dando vueltas como un león enjaulado ante la atónita mirada del pobre recepcionista, que no sabe qué mosca le ha picado pero parece segurísimo de que en algún momento mi guardaespaldas va a sacar una pistola y a volverse completamente loco.

En cuanto me ve, Leo se queda completamente quieto y espera hasta que llegue a él para mirar el paquete por encima del hombro. El pobre recepcionista parece aliviadísimo en cuanto salimos de allí para no volver.

Ya en el coche, me tomo el tiempo para observar el paquete con atención. En el interior del paquete hay dos sobres. Abro el primero y ojeo el contenido bajo la atenta mirada de Leo, que va frunciendo el ceño cada vez más conforme vamos pasando las páginas.

—¿Por qué te han dado información sobre prostitutas de la 'Ndrangheta? —pregunta Leo, cada vez más confuso—. ¿No estarás...?

Niego con la cabeza tan enérgicamente que me mareo. Al final va a resultar cierto que tengo una conmoción cerebral.

—¿Es que te has vuelto loco? Ni se me ocurriría hacer negocios con eso.

Nada de esto tiene algún sentido y mi mal humor está subiendo a niveles estratosféricos. No sé qué clase de broma absurda es esta, pero desde luego que no me interesa saber nada sobre los clubes de alterne de la 'Ndrangheta. La prostitución es para los desgraciados que no saben ganar dinero de otro modo, como los malditos De Luca.

Estoy a punto de abrir el segundo sobre cuando una llamada me interrumpe.

—Veo que al final has recogido el paquete. Buen chico, Dominique.

Aprieto los labios. Si hay algo que me molesta de veras es que me hablen como si fuera un perro que ha aprendido a dar la patita.

—¿Qué diablos es esto? ¿Qué tiene que ver con la asesina? ¿Trabaja en un prostíbulo o algo así? ¿Es asesina y puta? No me jodas con el puñetero pluriempleo, sí que está pegando fuerte la crisis.

El capullo al otro lado de la línea resopla, como si estuviera agotando su paciencia. Que se aguante si le molesta mi tono de voz. Bastante cabreo tengo con que se me haya pegado el olor a sudor viejo en el traje y que mi tintorería de confianza esté a tomar por culo.

—No hables y solo escucha atentamente mis instrucciones. Debes depositar el primer sobre en la dirección que te enviaré. Conserva el segundo sobre. Lo necesitarás si quieres ponerla de tu lado.

Tomo una bocanada de aire, intentando armarme de toda la paciencia que me queda. La cual, spoiler, es poquísima. Para colmo, Leo trae esa cara de será mejor que salgamos de aquí que siempre pone cuando estamos a punto de meternos en algún problema.

—Necesito más información para comprender todo esto.

—Por supuesto que sí, Dominique. Por eso quiero que abras el segundo sobre y descubras lo que está buscando Jaina Ferrari, tu nueva aliada. Hay una carta dirigida a ti con instrucciones claras sobre lo que debes hacer y decir, no la cagues. —Tras una pausa, siente la imperiosa necesidad de añadir—: Y ten paciencia con ella, es probable que no acepte tu petición a la primera.

Vaya, como si yo no tuviera ningún tipo de paciencia.

—Esto es absurdo —mascullo—. Jodidamente absurdo. ¿Pretendes que me alíe con una tía que se apellida como una marca de coches? ¿Qué es esto, el club de la comedia?

—Dominique, tómate esto en serio porque vas a sacar mucho más de lo que esperas: la cabeza de un De Luca servida en bandeja de plata —responde mi interlocutor—. Ya está en marcha. Sucederá contigo o sin ti, pero si la guías, ella terminará recurriendo a ti y tú podrás recuperar la confianza de Santoro. Eso sin contar con el hecho de que tendrías protección extra, claro. Piénsalo, ella fue quien te atacó. Si se convierte en tu aliada, sabrás cuándo se sucederán los siguientes ataques y podrás estar prevenido. Lo vas a necesitar si quieres acabar con los De Luca y averiguar qué hicieron con Gabriella.

«Es decir, dónde enterraron su cadáver» pienso, aunque no me atrevo a decirlo en voz alta porque no es lo mismo que Fabrizio recupere a su sobrina en una caja que encontrarse cara a cara con ella.

Y, aunque no guardo demasiada esperanza sobre lo último, creo lo único que puedo hacer es seguir buscándola porque, para bien o para mal, ahora nuestros destinos están entrelazados. Si no la encuentro, seré yo quien termine bajo tierra.


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