La fosa a la orilla del río |...

By AnnieTokee

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Damián fue asesinado por su mejor amigo. Ahora, en forma de alma en pena, deberá averiguar el porqué de esa t... More

Antes de empezar
Introducción: Veneno vil
Capítulo 1: Mariposas del espanto
Capítulo 2: Bruja hierbatera
Capítulo 3: Nuestra trinchera
Capítulo 4: El auténtico sobrante
Capítulo 5: ¿Quién fue el traidor?
Capítulo 6: Mi vida sin mí
Capítulo 7: Orbes violeta
Capítulo 8: No tan invisible
Capítulo 10: Teoría del caos
Capítulo 11: Adiós
Epílogo: A la orilla del río
Todavía no se vayan

Capítulo 9: Par de fugitivos

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By AnnieTokee

La puerta del cuarto de Javier no tarda en azotarse con violencia, tras esto, unos desesperados Aidée y Tom se abren paso, empujan al dueño del lugar y se asoman por la ventana. Ambos se encuentran perplejos. Mientras ella juega con sus manos, Tom muerde con fuerza su labio inferior. Vienen por Tomás, pero no logro explicarme el porqué, el único delito que ha cometido y que amerita este tipo de intervención es mi asesinato.

«¿Quién levantó la denuncia en su contra?», me cuestiono.

Observo a Javier, quien sigue imperturbable, está recargado en una pared mientras se come sus galletas. Deseo zarandearlo para que nos ayude de una puta vez.

Mi amigo se quita de la ventana al poco rato, hace sus cabellos hacia atrás y después sale despavorido de la habitación. Aidée va tras él, y yo me asomo por la entrada para ver qué es lo que ambos van a hacer ahora. Los dos se dirigen al final del pasillo, que es donde se encuentra la habitación que Tomás y yo compartíamos.

Tom sale del cuarto, tiene en manos un viejo bate de beisbol que se compró en un tianguis para jugar por las tardes, y este se encuentra lleno de sangre en la punta. El líquido carmesí está seco y me pertenece. Esa fue el arma asesina, lo que se estampó contra mi cabeza y me volvió un alma en pena que pronto descendería al infierno.

Es una ironía, porque yo, que soy la víctima, no quiero que se castigue al culpable. Por el contrario, él merece una indemnización debido a que le hice mucha mierda. Si yo pudiera, iría con el juez a decirle que se deje de chingaderas y que se enfoque en buscar a verdaderos criminales. Como Polo, quien se dedica a enganchar mocosos pendejos con drogas y luego los explota.

Volteo para ver a Javier, él continúa en su pose, tranquilo y ajeno a todo el drama que se está viviendo. Me mira como burlándose, y sé que lo hace porque este asunto no me afecta. Estoy muerto y no debería importarme lo que les pase a los vivos. Mis actos tienen consecuencias, pero estas ya no me van a llegar.

El timbre suena antes de que Tom y Aidée alcancen a escaparse con la evidencia de mi asesinato. Hago lo único que me queda, y le suplico a Javier con una seña para que nos ayude a salir de esta situación. Que, si bien ya no me afecta, tampoco deja de importarme lo que suceda. Aprieto los labios, junto las manos y cuando estoy a punto de hincarme de rodillas, Javier se mueve de su sitio.

Él les indica con una seña a ambos que se escondan en su habitación. Ninguno comprende nada, pero les da igual, solo desean salvar sus culos. Como si yo también fuera culpable, corro a esconderme y cierro la puerta. Aidée y Tom se ocultan con todo y el bate debajo del catre de Javier. Yo me quedo afuera, sentado en el suelo y atento a cualquier movimiento o sonido que signifique nuestro final.

«¿Cómo un mudo va a lidiar con unos policías?».

Aunque no tardo en sonreír, ya que me quedó claro que Javier no es ningún pendejo. Las personas más extrañas, aquellas de las que el resto se burla por no pertenecer al grupo de lo común, son a veces las que más brillan y saben moverse en este mundo caótico.

Escucho las voces de los oficiales, primero violentas, después cada vez van bajándole el tono a sus palabras y la intensidad a su discurso. La puerta principal se cierra de un azote y tras esto, percibo el sonido que hace mi exnovia al suspirar de alivio.

—Todavía no —le susurra Tom.

Me agacho para ver en qué posición se encuentran. Tom sostiene la mano de Aidée y ella tiene la cabeza recargada en su hombro. Sin embargo, la tierna escena se corta cuando la puerta de la habitación se mueve. Esta rechina, es un sonido fastidioso que no hace más que irritarme. Ante eso, Tom y Aidée abren los ojos, sorprendidos, se abrazan el uno al otro e imagino que se encuentran preparados para su inminente final.

Alguien se agacha y ve debajo de la cama, la sombra se refleja en el suelo brilloso, y después se escucha el golpeteo que hacen unas llaves al agitarse.

Quiero burlarme del miedo que ellos sienten, ya que se trata de Javier mostrando las llaves de su viejo coche. Pero, por primera vez en toda mi vida, me abstengo de hacer un comentario grotesco para quitarle peso a una situación delicada.

No sé qué les habrá comunicado Javier a esos oficiales, pero deduzco que se valió de aquello que lo hace diferente y que provoca que el resto de la gente le suelte miradas lastimeras. Es decir, ¿cómo van a dudar de un joven minusválido que jura no saber nada acerca de un tal Tomás Domínguez?

A veces lo que más te limita es aquello que te brinda ventajas sobre los demás.

Luego de habernos librado de la policía —al menos por un rato—, nos subimos al coche de Javier. El dueño esperó a que mi amigo le indicara a dónde ir; Aidée sugirió buscar a Emilio, pero Tom dijo que antes tendría que deshacerse de la evidencia tangible. Yo iba en el asiento del copiloto, escuchando todo lo que ellos cuchicheaban.

En mis adentros pensaba: «¡Tira la pinche evidencia en el río o quémala!».

Al final se acordó que iríamos a la costera, a una de las playas más alejadas del pueblo y que ahí tirarían el bate que acabó con mi vida. Estoy emocionado. Dentro de mí convergen distintas sensaciones: un poco de pánico, mucha culpa, adrenalina, asco y melancolía como aderezo para bajar la intensidad. Todos estos sentimientos se muelen dentro de mí, se agitan y revuelven, ya que nada debe quedar por fuera, sin importar que aquel movimiento brusco me cause repentinas náuseas.

Me asomo por la ventana, saco la cabeza y permito que el aire me golpee en el rostro. Javier conduce más rápido de lo que debería, él entiende la prisa que tienen Tom y Aidée, quienes se abrazan el uno al otro en los asientos traseros, se susurran palabras de ánimo y se observan con ojos vidriosos. Los ignoro, porque cuánto más los veo peor me siento. Y aunque lo merezco, no deseo que mi última vez yendo a la playa se arruine.

Continuo con la cabeza por fuera y logro divisar como a través de las palmeras y los pastizales, se asoma el mar. Incluso soy capaz de escuchar la vehemencia con la que las olas se azotan. El cielo está nublado, la corriente de aire es también agresiva, así que eso explicaría por qué el agua se encuentra revuelta. En mi rostro se forma una sonrisa, una amarga que viene desde lo más patético de mi ser. Sonrío y lo hago como si estuviera atravesando un momento de plenitud, como si me encontrara en la cima del efecto de la tacha, sin embargo, esto es genuino y a la vez fingido.

Lo de siempre, no entiendo bien cómo me siento.

El viaje termina cuando logramos divisar, a lo lejos, la infraestructura que se está construyendo para extraer petróleo de aquí, lo que indica que estamos ya lo suficientemente alejados del pueblo. Javier maniobra y, en una hazaña, mete el coche al pastizal para continuar por el camino ahí. Necesitamos llegar a la playa lo antes posible y es más rápido hacerlo así. Pasamos junto a varias palmeras, algunos cocos se han caído de estas y también la tierra seca de los pastizales comienza a fundirse con la arena hasta que deja de haber vegetación.

La playa se encuentra al frente. Nunca había venido a esta parte de la costera. No hay construcción alguna o señal de que es área turística. El agua es clara, del mismo color del cielo y golpea con ímpetu un montículo de rocas. A diferencia de mí, Tom se encuentra desesperado. En cuanto Javier detiene el coche, antes de llegar a la arena pura, abre la puerta del vehículo y se baja a toda velocidad con el bate en manos. Aidée se recarga en una palmera, está cansada y creo que se debe a tantos problemas a los que ha tenido que enfrentarse estos últimos días.

Por un instante, dejo de admirar a la playa para centrarme en ella. Mi exnovia ya no me parece tan aniñada, por el contrario, sus rasgos han cogido cierto ápice de vejez. Ya saben, esa expresión que tiene la gente mayor luego de haber vivido una serie de experiencias de todo tipo por años. Javier se baja y abre la puerta del copiloto para que yo también me salga. Observo como la figura de Tom se va haciendo más pequeña conforme llega al agua. Doy varios pasos para acercarme a él. Primero camino, tímido e inseguro, después corro como si tuviera una vida que dependiera de esa acción.

Freno en seco cuando me encuentro delante del agua. Miro como Tom lucha contra las olas, adentrándose en el mar para dejar el bate lo más lejos posible de la orilla. Caigo en cuenta de que soy libre de hacer lo que me plazca, por lo que me quito los zapatos y los calcetines para sentir el agua cubriendo mis pies. La última vez que vine a la playa a hacer algo así fue con la abuela. Una salida inocente que incluía un castillo de arena, raspados de grosella y el temor de ser picado por una aguamala.

Un pasado en el que era inocente y no comprendía lo que era la decadencia. En ese entonces, veía a un teporocho en la calle y me escondía detrás de mi abuela. Qué ironía haberme convertido en ese vagabundo del cual los niños se ocultan, o ser utilizado por una madre exigente como el ejemplo de lo que puede pasarle a su hijo si no se concentra en sus estudios.

Escucho jadeos detrás de mí, se trata de Aidée, quien se detiene antes de tocar el agua. Intenta recuperar el aliento mientras se agarra de sus muslos. Enfoca su mirada en el mar, hago lo mismo que ella y me percato de que la figura de Tomás se ha desaparecido en el azul inmenso.

—¡Sal de ahí pendejo! —grita, está desesperada.

—¡Ya basta, Tom! —la secundo.

Pasan insufribles segundos sin respuesta alguna. Ni Aidée ni yo sabemos nadar y dudo que Javier lo sepa —o se le dé la gana ayudarnos más—. Mi exnovia espera ansiosa, camina de un lado a otro como un animal enjaulado y se muerde las uñas. No obstante, pronto logramos divisar a lo lejos la silueta de Tom intentando regresar a la orilla.

«Un poco más».

«No seas débil».

«Puta madre, no seas débil».

Cada vez es más sencillo distinguirlo, lo que tranquiliza nuestras ansias. Una vez mi amigo logra salir del agua sin el bate en manos, Aidée corre desesperada hacia él y se dan un abrazo ansioso. Es una tontería, pero cómo deseo unírmeles.

—¿Ahora qué? —pregunta ella después de soltarlo—. ¿Vamos a ver al soplón de Emilio?

Tom respira hondo, pasa una mano por su rostro enrojecido y coloca la otra en el hombro de Aidée.

—Así es —replica con rabia—. Es obvio que la policía nos busca por lo de Damián. La única persona que sabe lo que hicimos es él.

—Quizá dieron con el cuerpo...

Tom niega.

—Aunque lo hayan encontrado, ¿cómo sabrían que fui yo quien lo hizo? Obvio él me delató.

«Exacto, la policía no sospecharía de Tom sin alguien de por medio».

—¿Por qué carajo lo hizo? —profiere Aidée, adelantándose a mi pregunta.

—¡No lo sé! —exclama—. Aunque creo que el hijo de puta quería limpiarse las manos con el asunto acusándome. Claro, él en serio odiaba a Damián, por eso me mete la idea del asesinato, me promete que puedo confiar en él, y por último ¡me traiciona por la espalda!

Tomo una bocanada de aire. Está claro, la siguiente parada es a donde Emilio.

Podré saber por qué me odiaba antes de partir. Aquello solo me revuelve más el estómago, lo que me hace querer vomitar las entrañas que ya no tengo.

¡Hola, conspiranoicos!

¿Por qué Emilio odia a Damián?

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