Mainland.

By Binneh

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La tercera guerra mundial causó destrozos a nivel global, dejando a la Tierra tan llena de radiactividad que... More

Sinopsis.
Prólogo.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40

Capítulo 36

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By Binneh

Tambores y gritos de guerra resonaban en el campo de batalla. El rugido metálico y ensordecedor de los coches casi hacía desaparecer el bullicio del ejército. Sin embargo, por encima de esta cacofonía, se escuchaba el pálpito desenfrenado de mi propio corazón. El vaivén del vehículo me revolvía el estómago y las espadas empuñadas hacia delante me contraían la garganta dolorosamente.

Las manos sudorosas estaban a punto de hacerme perder el control del volante.

Con cada respiración se recortaba más la distancia que me separaba de las tropas.

Solo podía intuir algunos ojos y manos entre el caos de telas, armaduras y centellantes armas. Las miradas enemigas eran tan afiladas que podrían acabar de romper el ya resquebrajado parabrisas.

Las banderas enemigas danzaban al viento como una amenaza: la carne blanca y muerta manchada de sangre seca. La piel blanca y la cabellera roja de Xena.

Entre el rebumbio que me aturdía la mente, la radio que en algún momento se había caído cerca de los pedales, emitió sonidos entrecortados que algunos vocablos que no llegué a comprender.

Los metros que restaban entre el pelotón y yo eran cada vez menos, pero los enemigos seguían sin retroceder ante la amenaza del impacto. Coloqué la última marcha y pisé el acelerador a fondo, forzando la ranchera negra y oxidada al máximo.

Chirrió, traqueteó, y el cuentakilómetros subió de los noventa incluso en aquel campo húmedo de hierba y tierra.

Continué adelante unos minutos más, y cuando apenas existían unos veinte metros para la colisión, giré el volante y tiré del freno de mano. Derrapé y el coche quedó de perfil a la pared humana.

Los gritos de euforia y sed de sangre me golpearon con fuerza, como si creyeran que en el último momento aquella bestia metálica hubiera colapsado o yo me hubiera rendido. Se abalanzaron hacia la victoria.

Arranqué de nuevo y se escuchó un estruendo desde el interior del motor. Conduje en diagonal con respecto a aquel muro de carne y hueso tratando de mantener las distancias, sobre todo con aquellas grandes bestias que relinchaban y aguijoneaban el terreno con sus fuertes patas.

El comunicador volvió a emitir interferencias, pero el artefacto estaba perdido bajo el asiento y escapaba al alcance de mi mano. Sin embargo, en esta ocasión escuché parte de la conversación.

–¡Coche! – La voz de Shiloh se cortó. – ¡El coche!

Miré a lo lejos, allí donde Zay conducía en diagonal con dirección al punto de partida con una inmensa multitud siguiéndole el rastro muy de cerca. Su vehículo rojo avanzaba rápidamente sin ningún tipo de daño aparente. Fue entonces cuando clavé la vista en el retrovisor, y donde esperaba encontrar la misma conglomeración que lo perseguía a él, me topé con un humo negro y denso que nublaba todo lo que quedaba tras de mí.

Recordé los bidones de combustible que cargaba en el maletero y sentí su presencia como si yo misma los llevara a hombros.

Enderecé el automóvil para acortar la distancia al punto de reencuentro.

–Joder. – Se me escapó entre dientes al ver que el indicador de la temperatura del motor subía de los noventa grados.

Si aceleraba demasiado saldría volando por los aires. Si iba despacio acabaría cruzada de lado a lado por una hoja de acero.

Pisé a fondo el acelerador y traté de poner la ranchea al máximo de nuevo. El estruendo emitido superó a todo lo que había escuchado anteriormente, pero el impulso me pegó la espalda contra el asiento y las ruedas giraron con fuerza.

–¡Sal de ahí! – Escuché que alguien hablaba por medio de la línea, pero la voz era casi irreconocible.

Varias chispas doradas asomaron por debajo del capó. Un estallido hizo que la tapa metálica se levantara de golpe y se estrellara contra el parabrisas, abriendo todavía más surcos en el cristal.

Aferré el volante con fuerza y apreté los dientes. Mi visión estaba completamente nublada, pero no aflojé el ritmo y continué hacia donde creía que era la dirección correcta.

La placa de acero tembló con violencia. Unos momentos después se soltó de sus bisagras y se deslizó hacia atrás con el desagradable sonido de su roce contra el techo. Sin embargo, a pesar de que esa pieza ya no interfería, la negrura estaba ahora por todas partes y el humo negro y tóxico comenzaba a filtrarse hacia el interior de la cabina.

Mi boca y nariz estaban ya cubiertos por tela, pero no parecía ser un método lo suficientemente eficaz para contrarrestar la neblina que me engullía con peligrosa rapidez y empezaba a colárseme en los pulmones.

Alguien hablaba en el comunicador, pero en aquellos momentos era casi imposible escuchar incluso mis propios pensamientos.

Tenía que aguantar un poco más.

El mundo se había convertido entonces en una noche oscura, sin estrellas ni luna. Los tímpanos me dolían por el fuerte sonido. Ojos y garganta me escocían, como si tuviera la piel en carne viva y alguien hubiera echado sal y limón a las heridas. Las lágrimas se me salieron de los ojos y me empaparon el rostro. Aguanté la respiración y mis pulmones ardieron como un campo seco en un incendio de verano.

Unos segundos más.

Mi pecho estalló y tomé aire de golpe, pero no había oxígeno en aquel receptáculo. Pisé el freno y el impulso me empujó hacia delante. El cinturón de seguridad me detuvo durante un instante antes de soltarse de su enganche. El retroceso de la cinta me asestó un latigazo en el cuello. Me estrellé contra el volante y el golpe en el pecho me quitó el poco aire que todavía conservaba.

El traqueteo del motor cesó, pero el humo continuaba manando de alguna parte calcinada del coche.

Abrí la puerta y salté al exterior, pero las piernas me temblaban y caí de rodillas sobre el campo fresco. La humedad de la hierba verde me traspasó la tela de los pantalones y me enfrió la carne febril.

Traté de ponerme en pie, pero mis huesos eran débiles como el papel mojado.

Esta vez escuché gritos, tambores y el trote de los animales por encima del golpeteo de mi corazón. Se acercaban peligrosamente, pero yo continuaba con ojos llorosos y ciega por la intensidad de la luz de mediodía.

Me levanté, me tambaleé, parpadeé y corrí. Frente a mí, la figura desdibujada de Zay aceleraba al máximo para salvar la distancia entre nosotros. Tras de mí, el ejército hacía lo mismo, pero con otro tipo de intenciones.

Algo silbó en el cielo y cayó a pocos centímetros a mi derecha. Una flecha se incrustó en el suelo, pero probablemente debería haberse abierto camino hacia mi corazón.

La adrenalina me avivó los músculos y me concentré en el ritmo veloz de mis botas mientras avanzaba entre la maleza verde y fresca. Los pies se me hundían en el terreno mojado, pero con el aliento de la muerte en la nuca me obligué a continuar adelante.

Cegada por el sol, el corazón desbocado, los pulmones a punto de estallar como un globo demasiado hinchado.

Zay derrapó y apenas frenó cuando apareció a mi lado, dejando la puerta frente a mí, pero con una única oportunidad de alcanzarla.

Una nueva oleada de proyectiles sobrevoló el campo de batalla en nuestra dirección.

Me enganché a la puerta del copiloto y la abrí de un tirón, vaciando en ese acto la poca energía que había en mis articulaciones. Mis pies dejaron de tocar el suelo y el viento en contra me despejó la cara.

Algo me asestó por la espalda y caí en el asiento.

Un giro brusco del coche hizo que la entrada se cerrara tras de mí.

Sentí humedad y calor en el hombro izquierdo. De repente, una bomba de dolor explotó justo en el mismo lugar y no pude contener el grito.

–¡La tengo! – Mi compañero comunicó la noticia al resto del equipo a través del interfono.

Sufrí una oleada de aguijonazos que me hizo clavar las uñas en la tapicería.

Los ojos negros de Zay volaban desde el campo hacia mí constantemente, como si estuviera comprobando que todavía permanecía con vida.

Debido a la agitación de momento, la capucha comenzaba a escurrirse de su cabeza y dejaba entrever algunos mechones ondulados y marrones.

–No parece muy grave, pero tengo que quitártelo. – Asentí, apretando con fuerza la mandíbula para evitar que otro chillido saliera de mi boca. Sentí la sangre pegajosa fluir por mis costillas, pero al menos el proyectil no me había atravesado el brazo. Le di la espalda de modo que tuviera acceso a la flecha incrustada en la carne. – Coge aire.

Antes de que pudiera respirar, sentí la madera salir de golpe de mi cuerpo. Rápido y eficaz.

Grité y le asesté un puñetazo a algo metálico.

–Te lo vendaremos en cinco minutos, ¿vale? – Moví la cabeza afirmativamente y me desinflé en el asiento. Arrojó la saeta en la parte trasera y unas cuantas gotas negras salieron despedidas, salpicándonos la ropa.

Con cada bache sufría una sacudida de dolor.

Zay aferraba con fuerza el volante, cambiaba de marchas con destreza, y su vista viajaba más allá del cristal. Su todoterreno emitía un estruendo metálico, pero distaba mucho del sonido infernal del mío. El chico conducía hacia el oeste.

Por el retrovisor descubrí que ganábamos poco a poco distancia con respecto a las tropas enemigas. Me incliné hacia delante y entreví que el cuentakilómetros rozaba los cien.

–¡Se repliegan! – La voz de Rona sonó robótica. –¡Retroceden, han descubierto el combustible en el coche de Lizzé!

Eché la vista atrás, y fue entonces cuando me percaté de que no habíamos ganado distancia por nuestra velocidad, sino porque ellos habían aminorado el ritmo.

–¿Cuánto tiempo tenemos? – Preguntó el líder con su frialdad característica.

–En unos pocos minutos no habrá nadie en el valle. – Shiloh parecía tranquilo, calculador como un guerrero.

–Cambio de planes, tenemos que hacerlo ya. – Anunció, pisando el pedal del medio y tirando del freno de mano. La parada fue tan brusca que me apoyé con la mano derecha en el salpicadero y la sacudida pareció abrir todavía más el tajo. – Corre.

A pesar del mareo y del agotamiento, salí disparada del habitáculo nada más pronunció las palabras. Me llevé las manos a la herida, porque sentía que si no sujetaba la zona los huesos y tendones se me desgarrarían. El chico apareció a mi lado y me agarró del codo, haciéndome correr más rápido, pero no tanto como podría hacerlo él solo.

–¿Listos? – Le habló al aparato. – Cuenta atrás. ¡Tres!

Los enemigos trataban de huir más allá del valle, pero todavía estaban sobre el terreno bañado en combustible. La explanada era grande y ellos se había percatado de la trampa demasiado lejos de los lindes.

–¡Dos! – Zay me aferró con más fuerza y me empujó hacia el bosque. Quizás todavía estábamos demasiado cerca del coche, con el tanque y los bidones llenos de combustible, pero debíamos resguardarnos. Me lanzó y caí como un peso muerto justo al dalo de un inmenso árbol, cuyo tronco quedó a nuestras espaldas como una firme protección. El choque fue tan intenso que mi cerebro recibió un pinchazo. Me llevé las manos a los oídos y al levantar el brazo izquierdo solté un gemido involuntario. Zay aterrizó a mi lado y se cubrió las orejas del mismo modo, apoyándose en mí para refugiarme.

–¡Uno! –Sentenció.

Por el rabillo del ojo conseguí enfocar una de aquellas colinas del Sur, en donde teóricamente habría un grupo de arqueros a los que Xena había intentado derribar, pero lo único que encontraron fue a unos guerreros bien alerta y experimentados, capitaneados por Rona y Shiloh, que se deshicieron de ellos sin mayor problema.

En la cima, entreví un destello dorado que no sabría decir si era el cabello de Rona, sus abalorios o una única flecha prendida en fuego que voló directa hacia las entrañas del valle. Quizás una combinación de las tres opciones.

Un instante después el rugido del fuego hizo que el ejército aullara de pavor.

Las llamas, de varios metros de altitud, se propagaron más rápido de lo que nunca había visto, lamiendo combustible y maleza hasta alcanzar a los enemigos. Mi coche, cerca del centro del valle y el más próximo al lugar del impacto del proyectil, reventó en metralla en pocos segundos.

Los escombros bombardearon en solar como misiles.

El siguiente vehículo, más cercano a nosotros, fue alcanzado por el incendio poco tiempo después, y la onda expansiva de la explosión nos apretó todavía más contra el suelo. Las piezas metálicas cayeron próximas a nosotros, enzarzándose en las ramas altas, y en varias ocasiones estuvimos a punto de ser golpeados por alguno de estos elementos.

Cuando del cielo dejaron de caer cascotes, ambos hicimos acopio de fuerzas para ponernos en pie.

–¿Estás bien? – Zay me agitó, haciendo que me levantase y saliera del embotamiento. –¿Me escuchas? – Comprobó mis orejas en busca de sangre, intentando averiguar si mis tímpanos habían salido perjudicados.

–Tranquilo, tranquilo. Estoy bien. Tenemos que darnos prisa. – Me escuché decir por encima del pitido. Le eché un vistazo a mi cuerpo, comprobando que continuaba con todas las extremidades en su lugar, y cuando alcé los ojos de nuevo, Zay permanecía con la mirada más allá de mi hombro. Me di la vuelta en esa dirección.

El caos de fuego se entremezclaba con torres de humo denso y químico que ascendían hacia el cielo, casi como las columnas que sujetaban las ciudades celestes. Era un huracán negro y naranja, con un curso devastador y desenfrenado.

Las llamas reducían a cenizas la vegetación y avanzaban a gran velocidad por el valle, engullendo todo lo que él había.

Por encima del crepitar de la inmensa hoguera, se escuchaban los gritos de aquellos cuya carne estaba siendo calcinada. Los animales emitían berridos tratando de huir sin éxito de aquel infierno asfixiante.

Pronto la fumarada se volvió opaca, el calor sofocante y el aire imposible de respirar. El lugar apestaba a combustible y pelo quemado.

–¿Zay? – Se escuchó a Rona a través de la radio olvidada en el suelo. Al ver que el chico apenas parpadeaba, me agaché y la recogí yo misma.

–Estamos bien. – Comuniqué, y me sorprendió que mi voz sonara tan firme.

–Esperamos órdenes. – Miré de reojo al muchacho esperando que saliera de la conmoción. Hizo un leve asentimiento de cabeza que distaba mucho de demostrar el convencimiento que debería. Sin embargo, ambos sabíamos que debíamos finalizar todo aquello.

–Tenéis vía libre. – Cuando hablé, una bandera verde y naranja asomó desde la posición de Rona.

Una nube de flechas pasó zumbando el campo de batalla desde el este y oeste. La madera voló y semejaron gotas de lluvia negra, como las que pocos días atrás habían precipitado. Los cientos de instrumentos emitieron sonidos agudos al cortar el aire, y casi podría imaginarme el impacto sordo al atravesar un ser humano. Los proyectiles cayeron en picado y se insertaron en los cuerpos tambaleantes de aquellos que parecían tener posibilidades de huir.

Más allá de la tupida cortina de humo, se escuchó el galope de las bestias y el griterío emocionado de la multitud, esta vez, del ejército amigo. Por todos los flancos se escucharon monturas y personas tratando de evitar que el enemigo huyera de la emboscada.

El choque de los filos se unió al rugido de la guerra.

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