El Día Que Las Estrellas Caig...

Oleh kathycoleck

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Willow Hemsley soñó una vez con ser diseñadora. Con recorrer el mundo y conocer a un chico decente antes de r... Lebih Banyak

Prefacio
Capítulo 1 : El adiós no dicho
Capítulo 2 : Madurez
Capítulo 3 : La loca
Capítulo 4 : Como la aguamarina
Capítulo 5 : Culpa de Piolín
Capítulo 6 : Más cerca
Capítulo 7 : Estrategia para conquistar a Willow
Capítulo 8 : Sermones
Capítulo 9 : Bajo la mesa
Capítulo 10 : Un pequeño regalo
Capítulo 11 : Soledad
Capítulo 12 : Alguien tiene que hacerlo
Capítulo 13 : Secreto descubierto
Capítulo 14 : Madera y menta
Capítulo 15 : Pasatiempo
Capítulo 16 : La familia perfecta
Capítulo 17 : Una historia para no ser contada
Capítulo 18 : En el tejado
Capítulo 19 : Persona no grata
Capítulo 20 : Declaración
Capítulo 21 : Intolerable a los prejuicios
Capítulo 22 : Lección de honor
Capítulo 23 : La casa de la colina
Capítulo 24 : Confrontación
Capítulo 25 : Justificación barata
Capítulo 26 : Favor pendiente
Capítulo 27 : En voz alta
Capítulo 28 : Mañana
Capítulo 29 : Primeras veces
Capítulo 30 : Valor
Capítulo 32 : El loco
Capítulo 33 : Beso de buenas noches
Capítulo 34 : Paredes en blanco
Capítulo 35 : Perro fiel
Capítulo 36 : Un alma vieja
Capítulo 37 : Culpable
Capítulo 38 : Silencio
Capítulo 39 : Opciones
Capítulo 40 : Charla de despedida
Capítulo 41 : Hasta el fin del mundo
Capítulo 42 : Todo lo perdido
Tiempo
Capítulo 43 : En reparación
Capítulo 44 : A. Webster
Capítulo 45 : El adiós dicho
Capítulo 46 : Novecientos noventa y nueve intentos
Epílogo
Nota Final de Autor
✨ Extras ✨
La carta que no encontró destino
Después de ocho años
En el prado
¡Anuncio Importante!

Capítulo 31 : Amigo. Hermano. Traidor

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Oleh kathycoleck

Nota de Autor: No estaba segura de subir este capítulo, pero lo escribí rápido y me gustó. Pueden leerlo o saltar al siguiente (es una perspectiva adicional que no interfiere con la trama y que planeo dejar como extra cuando empiece a editar toda la historia). Ahora saludo especial de 100K LECTURAS para @Isadanilys@JuditQueen@Steph-hs ¡abrazo enorme para las tres! 🤗

Recuerden dejar su amorsh repartido por todo el capítulo (vamos subiendo lindo en los tops 😁). ¡BESOTE! 💕


MITCH


Nuestra familia tenía dinero. Ese simple hecho debía servir para mantenernos siempre contentos y sonrientes. Al menos era lo que pensaba mi padre, quien solía aprovechar cualquier ocasión para presumir las valiosas posesiones obtenidas a partir del crudo sacrificio. Yo sospechaba que tenía un fetiche consigo mismo y sus juguetes. Era una cosa de todos los días escucharlo elogiar su primer coche de colección o la condecoración que había recibido del mismísimo alcalde de Oregon. Nunca logré entender por qué diablos lo premiaron. Mis recuerdos al respecto eran demasiado vagos, ya que había estado tratando de sobrevivir a una resaca durante todo el tiempo que le tomó recibir la maldita medalla.

Vivíamos en una de las casas más grandes de Hampton; algo parecido a una mansión con todo lo necesario para hacer la vida de un adolescente perfecta. Piscina, club de tenis, sala de juegos, gimnasio, terraza, un inmenso jardín... en fin. El lugar era el paraíso para los que estaban acostumbrados a las casitas simples de la clase media. Tal vez por ese motivo mis fiestas siempre eran las mejores; las más recordadas, las más envidiables.

Me gustaba usar aquellos momentos para presumir. Como buen hijo de papá, yo también alardeaba. Los Montgomery éramos poseedores de una hermosa colección de autos modernos, además de muchos aparatos electrónicos, membresías en casi todos los locales del pueblo y el privilegio de pertenecer al selecto grupo de familias adineradas de nuestra pequeña localidad. Eso llamaba la atención de las chicas y del grupo de idiotas que parecía ansioso por juntarse conmigo, así que lo usaba para aumentar mi popularidad.

Les restregaba en la cara cada cosa que tenía porque, de cierto modo, resultaba placentero.

Me hacía sentir importante, aunque una parte de mí, la parte modesta que no le mostraba a nadie, seguía aborreciendo la hipocresía y el vil interés de la gente. De los que hacían cualquier cosa para meterse en mi casa o aquellos que siempre querían impresionar para pertenecer a mi círculo. Odiaba los saludos excesivamente respetuosos en la misa de los domingos y la necesidad de complacencia de tipos que estaban muy por debajo de papá.

¿No se daban cuenta cuánto los humillaba intentar acercarse? ¿No notaban lo absurdo de ser tan servicial con personas que los miraban por encima del hombro? Seguramente no. 

Todo Hampton mantenía una visión idealizada de nuestra familia sólo porque, en apariencia, éramos impecables. Mi padre, el dueño de su propia empresa. Mi madre, una hermosa y dedicada ama de casa. Mi hermanita, una linda adición. Y yo, alguien que de vez en cuando se metía en problemas, pero que seguía teniendo un futuro prometedor.

La gente nos había puesto en un pedestal.

Ignoraban cuán fácil es esconder la mugre bajo una alfombra elegante.

A mí no me costaba nada recordarlo, en especial cuando sentía los golpes de mi padre o escuchaba los gritos de mi madre. Ella nunca intervenía más allá de eso; sabía lo que le convenía. Yo tampoco intentaba defenderme. Estaba acostumbrado a las patadas y los puñetazos. Claro que las drogas ayudaban a soportar el dolor y la vergüenza de no tener las pelotas para cobrarle al viejo las palizas que, por años, me había propinado.

—Levántate. —ordenó mientras caminaba con ayuda del bastón hacia la mesa del estudio. Entonces observó a mi madre, quien sollozaba en la entrada del estudio. —No quieres que pierda la paciencia también contigo, ¿o sí, Kara? Largo.

Mi madre dudó antes de retroceder fuera de la vista de ambos.

Me puse en pie con dificultad haciendo una mueca de dolor al sentir una punzada en el costado, el lugar donde su jodido bastón había aterrizado momentos atrás. Lo vi situarse detrás del escritorio de caoba y tomar asiento en la imponente silla que lo hacía sentir como el dueño del mundo. Estúpido hijo de puta. No se daba cuenta de que sólo era un lisiado camino a la decadencia. El porte elegante, la expresión de superioridad y la mirada dura no le servirían de nada en unos años, cuando tuviera la edad suficiente para cargarse en un pañal.

Lo odiaba.

Le temía.

—Siéntate, ¿o estás esperando un aliciente también para ello?

Avancé y me dejé caer en una de las sillas frente a él. Mi padre se tronó los músculos del cuello antes de acercar la botella de coñac que descansaba a un lado y servirse un poco en un vaso. Lo saboreó y luego vertió un poco más. Cogí la bebida que ahora me ofrecía ingiriéndola de un trago.

A continuación, le devolví la mirada.

—Eres un desperdicio de ser humano, espero que lo sepas. —dijo en el mismo tono calmado de siempre. —La única razón por la que soporto tus estupideces es porque llevas mi apellido...

—Y tu sangre. —terminé por él. —Hace falta un cambio de discurso, ¿no crees?

Ya había drenado su furia. No me asustaba que volviera a pegarme por ser impertinente.

—Desde el momento en que llegaste al mundo supe que harías de nuestras vidas un infierno. —continuó. —Te llamaría patético, pero estás muy por debajo de lo patético. Estás por debajo de todo, especialmente de los Montgomery.

—¿Y? ¿Cuál es el castigo esta vez? —inquirí sin querer escuchar más de sus insultos.

—No hay un castigo bastante bueno para los que son como tú: cobardes hasta la médula.

Tragué. Aunque me esforzara, aunque me repitiera que no importaba, sus palabras seguían teniendo efecto.

—¿Cómo fuiste tan imbécil en dejar que te vieran comprando? —su expresión mostraba ahora un feroz desprecio. —¿Tienes idea de las mentiras rebuscadas que tu madre y yo tuvimos que soltarle a nuestras amistades para explicar tu encuentro con un delincuente?

—No fue mi intención.

—Nunca lo es. —se inclinó un poco sobre el escritorio. —Escúchame, pedazo de mierda inservible. No me importa cuántas adicciones tengas o cuánto basura necesites para mantener ese diminuto cerebro funcionando. Hay una regla muy básica en esta familia que debes cumplir quieras o no.

—Ser cuidadoso. —recité.

—Ser cuidadoso. Lo que significa no exponer nuestro nombre. —volvió a reclinarse en el asiento. —Creo que fui demasiado indulgente contigo. —prosiguió. —Pero eso termina hoy. Se acabó el dinero desmedido contigo. De ahora en adelante, tendrás que arreglártelas para pagar tu mierda.

Bueno, siempre estaba mi madre. Ella nunca me negaba nada.

—De acuerdo.

—Eso incluye a tu madre. —señaló. —Cuando digo que se acabó el dinero, es porque no lo obtendrás de ninguna parte que no sea de mí y en las cantidades necesarias.

Apreté los dientes.

—Veo que ya no estás tan complacido. —sus labios se curvaron en una sonrisa satisfecha. —Tal vez así aprendas a manejar tus asuntos con la sutileza que ameritan.

—Ya hemos pasado por esto. —intenté razonar.

No era la primera vez que me privaba del dinero. Había hecho lo mismo a mitad de año, razón por la cual tuve que robarle para pagar la deuda de Devan con Craig. Me gané una tunda después de eso, pero lo que hice alivió gran parte de la culpa que sentía por haberle arruinado la vida al hermano del mejor y único amigo que una vez tuve.

—Me has quitado el acceso a la plata antes. —proseguí. —No ha servido de mucho.

—Entonces será permanente esta vez. O hasta que aprendas a ser más hábil escondiendo tus porquerías.

Como tú escondes las tuyas. A Emmanuel Montgomery no le importaba su familia. Le daba igual que mi madre sufriera o yo fuera un adicto. De hecho, apenas nos soportaba. Lo único que valoraba era la imagen que proyectábamos. Si su visión perfecta sufría una pequeña fisura por causa nuestra, entonces enfrentaríamos su furia.

—¿Algo más? —pregunté con voz tensa.

—No, vete. He tenido suficiente de ti.

Sin atreverme a extender aquel encuentro, me puse en pie e hice el camino hacia mi habitación. Mi madre me esperaba en la puerta luciendo hermosamente destrozada, igual que siempre. Su cabello estaba recogido en un moño elegante y llevaba el tipo de vestido combinado con zapatos altos que a padre le gustaba. Era bonita cuando no lloraba, pero eso casi nunca ocurría. No cuando papá estaba en casa y mucho menos cuando me golpeaba por haber roto alguna de sus estúpidas reglas. A veces me lo ganaba, a veces él sencillamente buscaba excusas para hacerlo.

Despreciaba a su hijo. No había otra explicación.

—Mi bebé. —mi madre me acunó el rostro examinándome de cerca.

—Estoy bien. —dije, apartándola. —Quiero dormir un rato.

—¿Volvió a quitarte el dinero?

—Sí.

—No importa, te daré lo que necesitas.

Lo que necesite. Lo que necesitaba era valor para alejarme de ellos. Los dos apestaban como padres. Los dos me habían destruido; uno con la violencia, el otro con el temor. Mi vida estaba dividida entre quien era en la escuela, el Mitch sonriente y bromista, y quien era en casa, esta cosa que apenas tenía fuerzas para hablar o sobrevivir un día sin consumir. Ahora que me había graduado, no me quedaban muchas oportunidades de escapar del infierno que era mi hogar.

El único rayo de esperanza provenía de lo que pasaría después del verano, cuando iniciara en la escuela de leyes tal como mi padre había estipulado. No era ni remotamente lo que quería, me hubiera gustado algo más sencillo; quizá Mercadeo o Gastronomía... tenía talento para la cocina. Sin embargo, pelear por ello habría sido un desperdicio de energía. Ahora sólo deseaba que los días corrieran deprisa para largarme. Era un alivio que Jessie, mi hermana menor, comenzara en el internado en París el próximo año, así no tendría que soportarlos y yo no tendría que preocuparme por cuidarla.

—¿Quieres que te traiga algo? ¿Te duele alguna parte? —insistía mi madre mientras yo entraba al dormitorio y corría las cortinas para evitar que la luz de la tarde se derramara dentro. —Puedo buscar un Advil y alguna compresa.

Me tumbé boca arriba en la cama sin responder.

—¿Cariño?

—Cierra la puerta cuando salgas, por favor. —fue todo lo que murmuré.

Ella titubeó. Entonces desapareció.

Ahora estaba completamente solo en esa habitación de aspecto minimalista que era y no era mía.

Pensándolo bien, me sentía solo desde hacía meses, específicamente desde que había cometido la idiotez de ofrecerle sustancias a Devan. La consecuencia de mi desliz seguía doliendo. Perdí algo que no sabía si recuperaría... y era triste porque lo quería de vuelta. Tenía muchos amigos que aseguraban ser incondicionales. Tenía chicas que decían estar dispuestas a cualquier para complacerme. Tenía dinero y libertades. Sin embargo, nada de ello servía para eliminar la sensación de total aislamiento que me perseguía allá donde iba.

D había sido el único amigo real en mi vida antes del lío con su hermano. Desde que lo conocí, se mostró auténtico y seguro de sí mismo. Jamás intentó encajar o aparentar ser algo que no era. Pese a vivir en un vecindario de clase baja, divertirse con juguetes que daban asco y llevar ropa de segunda mano, nunca dio señales de sentirse avergonzado. Eso me gustó de él la primera vez que lo vi en el jardín de niños.

Los mocosos que eran nuestros compañeros de clase, habían pasado la mitad de la mañana burlándose de su uniforme de aspecto viejo. Los escuché llamarlo de cientos de formas, pero el pequeño bastardo no se inmutó. Cuando intenté sumarme a las burlas diciéndole que sus padres debían ser indigentes, D sólo me observó con esos ojos claros, que a los seis años ya volvían locas a las niñas de nuestra clase, y dijo:

—Tienes plata. Tus papás deben ser políticos.

—¿Qué son los políticos? —pregunté, confundido.

Él se encogió de hombros jugueteando con las canicas que llevaba en la mano.

—Mi mamá dice que son ladrones elegantes.

—¡Mis padres no roban!

—Pues te mienten. —aseguró. —Pero está bien que digan mentiras, quiere decir que son buenos políticos. Eso dice, ma.

—Tú mamá es una tonta.

—¡La tuya es un político!

Después de eso, lo empujé y él me empujó de vuelta. Entre gritos sobre términos que apenas entendíamos, nos caímos a puñetazos. A la maestra le llevó un tiempo separarnos y, para cuando nos tuvo lado a lado de su cuerpo, ya habíamos hecho toda clase de juramentos sobre nunca ser amigos. Nuestras amenazas se tambalearon al momento en que fuimos obligados a compartir una mesa en el rincón más alejado del aula, una especie de lugar sagrado que la señorita Savage llamaba la Zona de Reconciliación.

No me tomó mucho tiempo deducir por qué le habían puesto ese nombre. Era imposible no confraternizar con el enemigo estando apartado del resto de los chicos.

—Me gustan tus canicas. —dije entre dientes. Las tres eran multicolores y refulgían ligeramente cada vez que las movía en sus manos.

D frunció el ceño observándome con cierta sospecha.

—Gracias. —gruñó.

Ninguno habló por un largo rato, ambos demasiado concentrados en la tarea de preservar las migajas de nuestro orgullo. Debía admitir que me estaba costando mantener la cara de póker. A diferencia de él, yo no tenía ningún objeto con el cual entretenerme, así que el tiempo de reflexión comenzaba a enloquecerme. Me removí en el asiento envidiando los juegos que tenían lugar en el centro del salón. Quería estar allí, no sentado en una estúpida silla con el hijo de unos indigentes. 

Resoplé y apoyé la quijada en la superficie de madera sintiéndome derrotado. Entonces una canica apareció en mi campo de visión. Se deslizó suavemente sobre la madera y osciló un poco antes de chocar contra mi mejilla expuesta.

La cogí y me incorporé dedicándole una diminuta sonrisa al jodido propietario.

Ese gesto bastó para desvanecer nuestra enemistad.

Se volvió un hábito de todos los días compartir cosas; comida, juguetes, secretos, incluso chicas (cuando tuvimos la suficiente edad para divertirnos). Estuve allí cuando su madre murió, su padre se hundió y la vida le dio una bofetada. D estuvo conmigo en cada mala decisión que tomé, no porque las apoyara, sino porque era leal hasta los huesos. En su naturaleza estaba cuidar a aquellos que eran su sangre y aquellos que, como yo, teníamos la suerte de habernos ganado su confianza.

Nunca le conté sobre mi infierno en casa. Él lo dedujo por su cuenta. Ató los cabos sin problema y descifró las señales que se extendían en mi necesidad de perderme. Ese día en que me lo confesó, un poco del peso que me oprimía el pecho se desvaneció. Ni siquiera tuve que hablar. Únicamente permanecí allí, a la orilla del lago con la vista puesta en quienes se divertían en el agua mientras escuchaba a Daven decir:

—Ahora parece duro. Pero el tiempo acomoda las cosas, viejo.

No muchas personas me habían dedicado frases amables en circunstancias como aquellas. Realmente aprecié sus palabras, más que todas los objetos de valor que había en mi perfecta casa. Con todo lo sentimental que pudiera sonar, su amistad, y lo que representaba en mi mundo lleno de mierda, era la posesión más importante para mí. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por D. Prestarle dinero cuando sabía que lo necesitaba, cuidarle la espalda cuando los problemas lo perseguían, ofrecerle aliento cuando parecía a punto de derrumbarse.

Comprendía su carga. Sabía lo jodido que era vivir en un entorno que te ahogaba. Por lo tanto, intenté ser lo que necesitó, del mismo modo en que él lo había sido para mí.

Su amigo.

Su hermano.

Y luego un involuntario traidor.

La noche en que incité a Devan a ingerir algo más que hierba, era un recuerdo tumultuoso en mi cabeza. No lo hice con la intención de arrastrarlo detrás de mí. Ni siquiera sabía cómo había ocurrido. Sin embargo, las secuelas se mostraban claramente en el amigo que había perdido. Fue un error. Una cosa estúpida con efectos demasiado grandes, efectos que aún lamentaba.

Suspiré expandiendo tanto mi caja toráxica que sentí el dolor de las magulladuras punzando por dentro. Cerré los ojos, listo para ser absorbido por la promesa de una siesta. De pronto, un sonido alto y chillón cortó la tranquilidad de la habitación. Busqué el maldito teléfono en alguna parte de la cama y luego me arrastré hasta alcanzar la mesita de noche. Fruncí el ceño en cuanto vi el nombre en la pantalla.

—¿Qué hay, hombre? —saludé.

—Te necesito, Mitch.

El miedo se filtró en su voz, lo que me hizo enderezarme con cuidado.

—Si quieres que sirva de intermediario otra vez, puedes irte al carajo.

—No, no. Esto es diferente. Puede que sea grave.

—¿Qué mierda, Devan?

—Necesito que me ayudes a resolverlo. No quiero que Daven se entere.

—¿De qué estás hablando? —exigí.

—¿Puedes venir a Mochee's? Te lo contaré todo aquí.

Ya me estaba poniendo en pie cuando respondí:

—En camino.

—Gracias.

La línea quedó muerta.

Mantuve la vista fija en el teléfono mientras consideraba mis opciones. El pánico en el tono de Devan sólo podía significar problemas. ¿De qué clase? Quién sabía. Pero si estaba relacionado con Craig, entonces el asunto era serio. Decidí ponerme en marcha e improvisar conforme avanzara la situación. Tendría más perspectiva una vez que me enterara de qué demonios estaba sucediendo. Cogí una chaqueta, las llaves y mi gorra roja favorita antes de dirigirme al garaje, donde mi Hummer esperaba.

Salté directo al asiento del conductor y abandoné la casa que no era mi hogar apenas un minuto más tarde.

Sin saberlo, había tomado la decisión que me llevaría a la tumba. 


__________________________________

Estuve escuchando esta canción mientras escribía el capítulo. Va un poco con Mitch, con su soledad y sus luchas internas.

Me encuentran en Facebook, Twitter e Instagram como @kathycoleck (ya saben que sigo subiendo relatitos por allí). 😌

Muchas gracias por leer, votar y comentar ❤️️

¡Nos leemos en unos días!

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