RECUERDOS TRASCENDENTALES

By ReneIG

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Combinando magistralmente escenas y espacios de los siglos XVI, XX, y XXI viajaremos por México y Europa para... More

INTRODUCCION
PARTE I. CAPÍTULO I. Veracruz, 1532.
PARTE I. CAPÍTULO II. Los guajolotes
PARTE I. CAPÍTULO III. Arribo de la flota y salida rumbo a La Habana
PARTE I. CAPÍTULO IV. Cuba
PARTE I. CAPÍTULO V. El misterio de las Bermudas
PARTE I. CAPÍTULO VII. Arribo a España
PARTE I. CAPÍTULO VIII. El que se va de Sevilla pierde su silla
PARTE I. CAPÍTULO IX. Intento de acercamiento con la corte imperial
PARTE I. CAPÍTULO X. El encuentro con Ignacio de Loyola
PARTE I. CAPÍTULO XI. La Guadalupana en París
PARTE I. CAPÍTULO XII. La pronta partida de París
PARTE I. CAPÍTULO XIII. De Paris al Tirol
PARTE I. CAPÍTULO XIV. A las faldas de los Alpes.
PARTE I. CAPÍTULO XV. Innsbruck, la capital imperial
PRESENTACIÓN Y PRÓLOGO DE LA SEGUNDA PARTE
PARTE II. CAPÍTULO XVI. Un mensajero engendrado
PARTE II. CAPÍTULO XVII. Tepoztlán 1940
PARTE II. CAPÍTULO XVIII. Guadalajara 1963
PARTE II. CAPÍTULO XIX. Madrid
PARTE II. CAPÍTULO XX. Mi tío jesuita
PARTE II. CAPÍTULO XXI. México
PARTE II. CAPÍTULO XXII. La búsqueda de mi objetivo en la vida
PARTE II. CAPÍTULO XXIII. La recuperación de mi memoria
PARTE II. CAPÍTULO XXIV. México de mis recuerdos
PARTE II. CAPÍTULO XXV. Un político con tacha
PARTE II. CAPÍTULO XXVI. El vórtice
PARTE II. CAPÍTULO XXVII. El boicot
PARTE II. CAPÍTULO XXVIII. El mensajero
PARTE II. CAPÍTULO XXIX. El destino fatal del sujeto idóneo
PARTE II. CAPÍTULO XXX. Fin del relato
EPÍLOGO

PARTE I. CAPÍTULO VI. Mejoran las relaciones a bordo

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By ReneIG

   Una vez establecidas mis nuevas responsabilidades, el capitán, quien no había abierto la boca, pero quien por su actitud y gestos había mostrado estar en total acuerdo con lo dicho y decidido por el almirante, me guio hacia la estantería que alojaba los instrumentos de navegación asociados con mi nuevo encargo.

Al llegar ahí llamó mi atención un voluminoso libro en cuya cubierta se leía a grandes letras, SUMA DE GEOGRAPHIA.

Tal obra me era completamente familiar gracias a la información que Xóchitl había grabado en mi cerebro, pues era el tratado de navegación más importante de la época, de hecho recordaba de memoria la leyenda en letras pequeñas que estaba bajo el título.

Suma de geographia q

trata de todas las partidas y provinci

as del mundo: en efpecial delas indias.

y trata largamente del arte del marear

juntamente con la efpera en romance:

con el regimiento del fol y del norte: ago

ra nuevamente emendada de algunos

defectos q tenia en la impreffió paffada.

Entre los instrumentos había varios para determinar la latitud más uno llamado corredera de barquilla que servía para medir la velocidad, junto a este último estaba el estuche de madera que contenía el pequeño reloj de arena que lo complementaba.

Vi también una brújula y un reloj de pesas.

- ¿Reconoce el señor piloto estos instrumentos? -Me dijo el capitán en tono firme y sereno-

Yo, sabedor que de esa primera impresión dependería mi permanencia en el puesto, puse todo mi empeño en salir airoso del trance.

Señalé uno por uno los instrumentos, y los fui nombrando dando una explicación de su uso.

- Estos cuatro son para determinar la latitud –señalé con mi índice y comencé a recitar- SECTOR, el más básico de los instrumentos para determinar la latitud por medio de la resolución de triángulos. ASTROLABIO, es el mejor para las observaciones nocturnas. BALLESTINA, es el que prefiero para medir la altura del sol, pero siempre dando la espalda al astro no viéndolo de frente. CUADRANTE, sirve igual que los otros para determinar la altura de los astros, y como mientras más grande más preciso, este debe de ser el más preciso de los instrumentos a bordo, por su tamaño yo lo usaría solo en tierra firme. CORREDERA DE BARQUILLA, sirve para medir la velocidad de navegación con ayuda de la ampolleta de arena.

No comenté nada respecto de la brújula y el reloj, porque hubiera sido ocioso.

Tampoco comenté que la velocidad medida por la corredera era solo la relativa al agua, siendo que para determinar la velocidad real era necesario sumarle la de la corriente marina en la que nos encontrábamos, que era de aproximadamente 3.6 nudos; esto porque quienes me escuchaban podrían llegar a pensar que mi explicación implicaba que yo suponía que ellos no lo sabían, y en consecuencia podrían sentirse agredidos.

Entusiasmado por lo que consideré un exitoso principio, pregunté al capitán.

- ¿Puedo ver el mapa de ruta y nuestra posición actual?

Mi solicitud tomó por sorpresa al capitán, yo la planteé con naturalidad porque estaba cierto de que la responsabilidad del piloto incluía la de registrar en el mapa de ruta el recorrido y cualquier nuevo detalle descubierto en la travesía, pero su reacción me hizo recordar que ese documento era la posesión más valiosa de cada barco.

Bajo la autoridad del capitán, el custodio de tan importante mapa era el piloto, quien a su vez era el responsable de regresarlo a la Casa de Contratación, en donde se estudiaba y archivaba para así incrementar el conocimiento sobre las nuevas tierras y mares.

El celo en la custodia y control de estos mapas era el medio por el que España aseguraba su supremacía náutica sobre el resto de las potencias europeas.

- Ah sí, es verdad –dijo el capitán-, lo podréis ver solo en mi presencia y deberá siempre permanecer bajo llave, en este otro libro anotaréis el resultado de vuestras mediciones –me entregó un legajo de amarillas y gruesas hojas de papel, cocidas entre dos gruesas pastas de madera- , y diariamente al amanecer, juntos actualizaremos el mapa, determinaremos nuestra posición, la velocidad real y las correcciones de rumbo para las siguientes horas.

Otro punto muy importante es que no tendréis autoridad ni comunicación directa con los timoneles, ya anoté en este libro –señaló el de notas que me acababa de entregar-, el rumbo, la velocidad y la posición para cada etapa de hoy; si de las mediciones resulta la necesidad de un ajuste de timón, yo personalmente daré las instrucciones necesarias.

Recibí el libro y pregunté en actitud comedida.

- ¿Cuál es mi encomienda específica?

- Determinar la latitud, el rumbo y la velocidad, registrando la fecha y la hora; esto deberá hacerse cada cuatro horas, de día y de noche, iniciando en este momento.

Si las mediciones que haga no corresponden a las que yo anoté como esperadas deberá notificármelo de inmediato.

En acatamiento a tan precisas instrucciones procedí a abrir el estuche que estaba junto a la barquilla y pregunté al capitán.

- ¿Es esta ampolleta de ciento veinte giros para la hora?

- De ciento veinte exactos –respondió con orgullo tomando la ampolleta en sus manos-.

Tras esa aseveración, que conllevaba la certidumbre de que la distancia entre los nudos de la cuerda de la corredera correspondía a la ciento veinteava parte de una milla, tomé la barquilla y me dirigí al balcón de popa caminado por el pasillo que corría entre los camarotes de fray Juan y el almirante.

Al llegar comencé a soltar la cuerda para bajar con cuidado la barquilla hasta que quedó estabilizada sobre la superficie del agua, el capitán estaba junto a mí, dispuesto a apoyarme con la ampolleta de arena de 30 segundos.

Grité ¡marca! y dejé que el huso girara libremente manteniendo un ligero contacto de mis dedos con la cuerda, el capitán inició la ampolleta y yo conté en voz alta marcando los segundos con el ritmo de mi pie.

- ... Veintiocho, veintinueve ¡Marca! ¡6 nudos!

Di un fuerte tirón a la cuerda para que botara la cuña que fijaba el tirante superior de la barquilla y así al perder perpendicularidad resultara fácil recuperarla.

- Ahora estableceré la posición del sol y el rumbo –Dije-

Creo que tratando de averiguar si sabía lo que estaba haciendo, el capitán me preguntó.

- ¿Por qué no usó la ampolleta?

- Porque tengo la seguridad de poder contar los treinta segundos con mi pie y al mismo tiempo los nudos con mi mano. Si lo desea puedo repetir el conteo y verá que siempre atino a coincidir con la ampolleta.

- No, eso no es necesario, su marca coincidió exactamente con la ampolleta y sé que la velocidad es de 6 nudos porque así lo percibo en mis pies.

Sin agregar palabra el capitán me dio la espalda y se regresó al camarote del almirante, yo lo seguí para colocar los instrumentos en su lugar y después tomar la ballestina y la brújula; con ese nuevo equipamiento me encaminé a la escalera que llevaba al techo.

Sabía que mi nueva responsabilidad me integraría más con tripulantes y pasajeros, eso era bueno, aunque como contra partida tendría que estar más tiempo en las cubiertas y menos en las alturas de las velas, lo que implicaría padecer más largamente las circunstancias adversas del viaje, que en general estaban asociadas con la insalubridad.

Cuando iba a la mitad de la escalera mi nariz sufrió la agresión del desagradable olor de las aguas acumuladas bajo el compartimiento de carga, en donde se resumían todos los líquidos que por alguna razón no llegaban al mar, ahí se mezclaban y fermentaban, orines, excrementos humanos y de animales, derrames de cerveza y vino, escurrimiento del lavado de las cubiertas, y todo lo imaginable e inimaginable de fluidos y sólidos de desecho.

Todos estábamos preparados mentalmente para ese desagradable martirio, que se haría constantemente más severo.

Sacudí mi cabeza mientras gesticulaba con asco, y traté de olvidarme de tal pestilencia, sorpresivamente sucedió que dejé de percibirla, aunque no por mucho tiempo.

En realidad, el menor problema de higiene durante las travesías era el olor, grave problema lo eran los piojos y las ratas, que por más previsiones que se tomaran en los puertos, solían constituirse en plagas de dimensiones catastróficas.

Y claro, en las alturas de los mástiles la exposición a todos esos infortunios era casi nula.

Al reflexionar al respecto concluí que tales inconveniencias eran el precio a pagar por incrementar las oportunidades de lograr la aceptación que tanto requería para cumplir mi misión.

Al terminar bajé para guardar los instrumentos y registrar mis lecturas; en el camarote solo quedaban el capitán y el almirante, quienes absorbidos en su conversación me ignoraron por completo.

Una vez realizado el registro y tras verificar que los resultados coincidieran con lo previsto por el capitán deposité mi libro en un espacio libre de la estantería, salí en silencio y me dirigí hacia fray Juan quien continuaba asido a la barandilla donde momentos antes lo había visto.

- ¿Cómo se siente monseñor? ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

El franciscano tardó breves instantes en reaccionar a mis palabras y lentamente se giró para enfrentarme.

- ¡Ah!, don Mariano. No, no por ahora, gracias...pero, por favor, es suficiente con que me diga fray Juan. Y bueno, que lo he visto muy activo en esta contingencia, ¿hay algo que yo deba saber?

- Pues sí, aunque no se trata de nada de verdadera importancia, resulta que mi poca prudencia y exceso de animosidad, me colocó a la vista del señor almirante, y a falta de piloto por haberse perdido el anterior en la mar, me ha dado a mí la tarea de fungir como tal.

- ¡Vamos don Mariano!, ¡a otro con ese pesimismo!, que si el señor almirante os ha nombrado piloto seguro es porque sois apto para el puesto, no por falta de prudencia, entresaco de todo esto que habéis estudiado la ciencia y arte de marear, ¿es así?

- Pues sí, en la casa de contratación de Sevilla.

- ¿Lo veis?, en esta vida nada pasa por accidente, lo que parece estar fuera de tono es que no os desempeñéis en vuestras artes de manera fija. ¿Podéis contarme esa vuestra historia, que me place para jugosa e interesante?

- Por el gusto de complaceros lo haré, pero con el temor de aburriros por lo simple de la historia.

- ¡Ni lo diga!, don Mariano, ¡ni lo diga!

Para mí fue una sorpresa más que agradable el poder sostener mi primera conversación con fray Juan, quien mostró un inusitado interés por mi persona, y una alegría que no había tenido desde su arribo a Veracruz.

Con seguridad, la experiencia reciente le había inducido el ánimo por disfrutar de la vida poniendo más interés en los detalles. Por espacio de una hora conversé con él y logré por fin romper el cerco de frialdad con el que me había mantenido a raya hasta ese momento.

Otro portento ligado con la aceptación del prelado, fue obtener de María Negra una sonrisa por saludo.

- Don Mariano... -Me dijo María en tono amable y casi de disculpa-, la comida de nuestro señor obispo está lista y... pues... ¿podrá su merced acompañarme para que haga la prueba de costumbre?

Fray Juan se adelantó a mi respuesta.

- Pero no mujer, hoy relevaré a don Mariano de la obligación de probar mis alimentos en previsión de algún ingrediente envenenado que hubiese logrado burlar tu cuidadosa vigilancia, sirve la comida en mi camarote y avísanos en cuanto esté lista.

La fiel esclava mostró un radiante rostro de satisfacción al entender por fin que el que yo probara su comida era una imposición que se me había hecho, no una expresión de desconfianza de mí hacia ella, y alegre se dispuso a cumplir la orden recibida.

Se inició así una nueva etapa de relación con mis compañeros de viaje; en adelante todo fue tranquilo y para mi sorpresa, casi aburrido.

Mi vocación de escritor me hace lamentar que en la memoria transferida a mí no exista el recuerdo de algún ataque pirata o de alguna tremenda tormenta que hubiese puesto en peligro la vida de mi custodiado y demandado la ejecución de algún acto heroico.

No fue así, por lo que me he tenido que conformar con incluir en este relato un asunto menor, que aunque complicado y pícaro no llega ni por asomo a ser épico.

Se trató realmente del efecto del equipamiento hormonal con el que me dotó Xóchitl en las damas que dormían en el camarote vecino al mío, las que comenzaron a mostrarse proclives a intimar jugando con las palabras, al igual que lo había hecho la moza de la posada de la Villa Rica de la Veracruz.

La madre, doña María Teresa Domínguez de Ortiz, era una atractiva viuda de treinta y cinco años de edad, que regresaba a España tras el fallecimiento de su esposo, la hija, doña Isabel Ortiz y Domínguez, era una belleza de intrépidos diecinueve años que proyectaba vitalidad por todos sus poros.

Desde el inicio de la travesía no habíamos cruzado más de dos fríos saludos de protocolo cuando la casualidad nos había hecho encontrarnos, pero como con mis nuevas actividades mi presencia en las cubiertas de popa era frecuente, se multiplicaron los encuentros.

Tras tres o cuatro días de frecuentes saludos, comencé a sostener largas conversaciones con las dos, y realmente me sentí solazado con su inteligencia y alegría.

La rutina iniciada en las aguas de las Islas Bermudas logró agotarme, sin embargo, alivió mucho mi fatiga el poder conciliar el sueño en cuanto ponía mi cabeza en la almohada, así, aunque tenía que despertar continuamente durante la noche, solo me mantenía despierto los quince o veinte minutos indispensables para hacer las mediciones y anotar los resultados.

Una madrugada al regresar a mi camarote, me encontré con doña María Teresa de pie junto a mi camastro retorciéndose las manos una con otra y gesticulando expresiones de consternación.

- ¡Señora! ¿Qué sucede?

La aludida dama no atinaba a responder y se limitó a mirarme de frente en repetidas ocasiones para después desviar la mirada al piso o al techo.

Estaba enfundada en un blanco camisón de dormir cuidadosamente ceñido en la cintura por un ancho lienzo azul turquesa, que no mostraba arrugas ni dobleces, su cabello, también en perfecto orden, descansaba sobre su hombro derecho y caía en armoniosa cascada sobre su pecho.

Al cabo de un rato comenzó a hablar de manera tropezada.

- ¡Ay don Mariano! ¡Que pena y qué vergüenza!, realmente no sé por donde comenzar, porque yo misma no sé que hago aquí.

- Pues este usted tranquila señora, por favor tome asiento y dígame lo que le venga a la mente, esa puede ser una buena manera de comenzar.

- Sí, gracias, pero es que mire usted... yo, yo no podía dormir y de repente me entró una angustia y unas ganas de salir gritando y tirarme al mar, que me aterroricé a tal punto que perdí la conciencia, cuando la recuperé, estaba yo aquí frente a usted y sin saber que decir.

- ¿Le ha sucedido antes algo así doña María Teresa?

- No, nunca...

- Bueno, eso puede ser consecuencia del nerviosismo natural que causan los viajes, al que se sumó el desafortunado asunto de las Bermudas que nos causó a todos un tremendo susto, además está el hecho de que estas travesías son aún unas arriesgadas aventuras que mantienen los nervios de punta, baste recordar que estamos cruzando mares que hace poco tiempo se pensaba que terminaban en un insondable abismo.

- En todo tiene usted razón y de eso del riesgo de estas travesías, es algo que me comentaba mi finado esposo en vísperas del viaje que nos llevó a las indias.

- Bueno y dígame, ¿qué les motivó a hacer ese viaje?

- Pues... yo tuve poco o nada que ver en la decisión... más bien yo... yo.

Sin poder articular más palabras, doña María Teresa soltó amargos y silenciosos sollozos. Ante mi sorpresa y sin dejar de llorar, se incorporó de su asiento y me abrazó en busca de refugio.

Yo respondí al abrazo con todo comedimiento y me estremecí cuando sentí su desnudes bajo la ligera bata de dormir.

Desee en ese momento que Xóchitl me hiciera víctima de alguna de sus bromas para así reducir la posibilidad de dejarme llevar por la abierta insinuación de María Teresa, pero nunca se apersonó por más que le imploré telepáticamente que acudiera a mi rescate.

Comprendí que tenía que decidir solo el derrotero de los acontecimientos; mi primera decisión fue no adelantarme en mis juicios y limitarme a brindar el consuelo que se me estaba requiriendo, así es que en reciprocidad, la abracé con una mezcla de suavidad y firmeza, pero entre más se estrechaba el mutuo abrazo la señora más sollozaba y más se convulsionaba.

Llegó el momento en que el sollozo se convirtió en un jadeo que a cada exhalación me producía un cosquilleo en la unión del cuello y el hombro, que me enchinaba la piel y me hacía levantar el pié derecho de forma por demás ridícula.

- Ay don Mariano, ay don Mariano -me repitió en voz baja y comenzó a mover su cadera en círculos-

En eso estábamos cuando sentí un firme jalón en el hombro de mi camisa y al voltear me encontré con el furibundo rostro de doña Isabel, quien sin más ni más me soltó un puñetazo en la boca que me hizo trastabillar hacia atrás.

- ¡Deje a mi madre engendro del demonio! -Me dijo en tono bajo, pero lleno de indignación-

Ante la inesperada irrupción de su hija, doña Maria Teresa lanzó un breve alarido y se dejó caer de espaldas sobre el camastro, propinándose un tremendo golpe contra la rígida superficie de madera apenas cubierta por un ralo colchón de lana, a causa de la impresión o de la violenta sacudida la pobre señora perdió la conciencia por breves instantes y me dejó a merced de su indignada cachorra sin un solo argumento de defensa.

- ¡¿Qué se ha creído usted?! ¿Que dos mujeres solas no se sobran y bastan para defenderse de un... de un... de alguien como usted?

¡Sépase que nos sobra dignidad y energía para ponerlo a usted y a veinte como usted en su lugar!

A mi no me pareció factible encontrar alguna explicación que justificara lo acontecido y visto por la furiosa damisela, así que sin decir palabra me senté en una robusta silla de las cuatro incluidas en el mobiliario de mi camarote.

- ¡Diga algo!, no se quede callado y haciendo como que no existo.

Ante tan directa demanda, no tuve más remedio que responder buscando conciliar y amainar el ánimo de la belicosa joven.

- Pues mire, la verdad es que su señora madre entró aquí caminando dormida y yo no me atreví a despertarla porque eso, según sé es muy peligroso, ya que puede detenerse el corazón de la persona que es llevada a la conciencia de forma intempestiva.

- ¿A siíiii?, y... ¿por eso la abrazaba?

- Eso sí que no se lo puedo responder porque todo pasó muy rápidamente, pero, ¡vamos!, que os aseguro que nunca fue mi intención propasarme en forma alguna, solo que no supe como manejar la situación sin correr el riesgo de causarle algún contratiempo a su madre que pudiera resultarle en algún daño.

- No, si lo que le reclamo no es que le estuviera haciendo daño, ya que bien que me di cuenta que ella estaba más que cómoda. Lo que le reclamo es... es que... ¡hay Dios!, que tengo tanta rabia, que no sé ni qué le quiero reclamar.

- ¿Pero a qué el enojo mi señora doña Isabel?, mire, si bien es cierto que la imagen que debió usted percibir ha de haberle producido bastante incomodidad, tiene usted que tomar en cuenta ante todo, que su madre es una dama, y yo señora, aunque me esté mal pregonarlo soy un caballero.

Por lo demás, la causa original debe haber sido seguramente la picadura de alguna alimaña de esas que frecuentemente causan este tipo de males en Italia, lo que excusa a doña María Teresa de cualquier desvarío temporal, cosa que, os aseguro, nunca se sabrá fuera de estas paredes.

Por otra parte y en lo que a usted se refiere, ¿no os sentís un algo aliviada tras descargar vuestra ira en mi rostro?

Al escuchar mi pregunta el agrio rostro de mi enemiga cambió instantáneamente para mostrarse más bien pícaro y divertido.

- Ahh siíii, el puño... pues sí, ahora que lo menciona, sí fue de mucho alivio... ¡y ni crea que me voy a disculpar!, ¡faltaba más!, porque de solo acordarme de lo que vi y sentí, me dan ganas de darle una tunda completa y no un solo golpe.

- Pues entonces ya no recuerde nada querida señora, porque en verdad que tiene usted una forma de golpear, que a fe mía no corresponde ni a su talla ni a su condición de mujer.

- ¿Le hice mucho daño?

- Pues depende lo que usted califique de mucho, pero además de que aún me palpita el dolor, siento flojo uno de mis dientes.

- ¡Ay que frustración!, ¡seguramente fallé el golpe porque es usted muy alto! El efecto deseado era que perdiera usted la conciencia, no de tumbarle los dientes.

- Entiendo... y... ¿no se ha lastimado la señorita su delicada mano?

- Pues no, porque envolví mi puño en este pañuelo de esta forma - me dijo con experta formalidad mientras con toda soltura se daba dos vueltas de pañuelo sobre el puño -

- Ya veo, entonces su furia no le impidió prepararse como es debido... pero... dígame doña Isabel, ¿quién le ha enseñado todo esto de los golpes?

- Mi padre consideró importante...

En eso doña María Teresa emitió un suave gemido y movió la cabeza con evidentes señas de que recobraba la conciencia, Isabel se apresuró a sentarse a su lado por la parte opuesta al lugar donde yo estaba.

- ¡Madre!, ¿esta usted bien?, mire que si se me enferma me va usted ha hacer muy infeliz.

- ¿Qué sucedió?, ayy... mi cabeza, que dolor... –Gimió la señora-

- Pues que sucedió que caminó usted dormida y se llegó hasta los aposentos de don Mariano, ¿que estaba soñando?

- Yo... en verdad que no recuerdo más que una angustia que me agobió casi desde que me dispuse a dormir, después... escuché tu voz entre sueños y... ayy mi cabeza.

- Pobre madre mía, pero mire, yo creo que lo mejor es que nos regresemos de prisa a nuestro dormitorio, ya que no es correcto que estemos en el de don Mariano, los marinos no tardarán en iniciar el día y pronto será imposible evitar ser vistas.

- Tienes razón hija, ya después me platicarás los detalles de lo que sucedió, y a usted don Mariano le pido disculpas por invadir su privacidad y... ¡oiga!, ¿que le ha pasado en la boca que se le está hinchando como globo?

Yo me llevé los dedos al labio inferior y pude sentir la inflamación a la que se refería doña María Teresa.

- Ahh, esto... pues resulta que me he tropezado al bajar de la cubierta superior y accidentalmente me golpeé con el astrolabio.

- Pues mire que a lo mejor ese fue el origen de tan raro nombre, seguramente el inventor se dio en el labio por andar mirando los astros.

Y fue asícomo con un comentario de humor desinformado, que en ese momento no me causó lamás mínima risa, terminó el primer embrollo de faldas que felizmente disfrutéen aquel año de 1532.

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