Mainland.

By Binneh

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La tercera guerra mundial causó destrozos a nivel global, dejando a la Tierra tan llena de radiactividad que... More

Sinopsis.
Prólogo.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40

Capítulo 32

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By Binneh

Corrí a través de los pasadizos impulsando mi cuerpo lo más rápido que mis piernas me permitieron, subiendo escaleras, derrapando en los cruces y tomando los pocos caminos que me resultaban familiares.

A medida que me alejaba del caos de aquella sala, el eco de mis pies contra el suelo fue lo único que pude escuchar durante un par de minutos. Nadie se había dado cuenta todavía de la dirección que había tomado, o quizás estaban demasiado ocupados matándose entre ellos: los que estaban a favor del liderazgo de Zay contra los que preferían la regencia de Rona.

Era la única en los pasillos, todo el mundo se había congregado en la amplia sala que ya había dejado atrás para recibir las noticias de la batalla, fueran o no guerreros. Los pocos que no habían asistido, probablemente estaban dormidos todavía. El sol apenas había salido en el exterior.

Rona había dado orden de capturarme.

Pero me había advertido unos momentos antes, lo había leído en un leve movimiento de sus labios. Supongo.

Me había dado esa valiosa ventaja y yo la aproveché acelerando hasta que el pecho me estalló, hasta que mis pulmones fueron un montón de cenizas incandescentes remanentes de la explosión, y aún así avancé todavía más y más rápido, hasta que las toscas bombillas y velas del pasillo fueron sólo manchas naranjas que se sucedían formando casi una línea continua.

¿Rona nos había traicionado? ¿Le había arrebatado el puesto a Zay? ¿Me había pedido realmente que huyera o me lo había imaginado?

Estaba confusa y llena de rabia, y esa frustración me dio más fuerzas para continuar adelante.

Más allá del martilleo de mi corazón, los gritos de un par de personas sonaban bastante cerca.

Prácticamente me estampé contra la pared cuando frené en seco al encontrar lo que estaba buscando: en la zona de los ascensores, en la que sólo estaba presente uno de los dos trabajadores habituales.

Las paredes de la familiar sala estaban repletas de poleas, cuerdas, hierros, tablas y distintos mecanismos cuya función era elevar la cabina, en posición central.

El hombre presente tenía el pelo claro muy corto y barba incipiente. La sucia camiseta de manga corta que vestía dejaba ver unos fuertes brazos surcados de gruesas venas y cicatrices, sus manos, a pesar de estar vendadas, estaban plagadas de cortes recientes y callos debido al trabajo. Era grande y fuerte como un armario.

En sus ojos no había pizca de sospecha.

– Súbeme. – Le pedí, jadeando, con el hilo de voz que me quedaba. Ojeé por encima de mi hombro para ver cómo de cerca estaban aquellos que me perseguían. Él imitó mi gesto y quedaron a la vista unas pústulas escarlata que comenzaban en lo alto de su nuca, detrás de las orejas, y continuaban más allá del cuello de su camisa.

Frunció el ceño, confuso.

– No se puede salir, la lluvia negra ha comenzado. – Su voz era una de las más graves que había oído nunca.

– ¿Qué? ¡Me da igual, súbeme! ¡Ya! – Chillé. La multitud que había conseguido despistar anteriormente estaba ya a la vuelta de la esquina.

– El toque de queda... – Sus palabras se quebraron en un grito agónico cuando le asesté una patada en el pecho y su espalda colisionó dolorosamente contra una maraña de barrotes. La sangre salió a chorro de las pústulas y embadurnó su ropa. El hombre gimió y se tambaleó, se desplomó en el suelo debido al dolor insoportable. Sus ojos marrones me miraron llenos de reconocimiento y agonía.

Me aferré al amasijo de tubos entrelazados que constituían la verja de seguridad del ascensor y escalé hasta lo alto del receptáculo. Cogí carrerilla en el reducido espacio, clavé los pies en el límite del techo de la cabina y salté tan alto como pude, encaramándome entre el sistema de poleas que constituían aquel mecanismo de elevación.

Comencé a subir, forzando todo el peso de la escalada en mis piernas y no en mis brazos.

A mis oídos continuaban llegando los quejidos lastimeros del hombre. Uno de los guerreros entró en sala y se quedó congelado cuando se percató del trabajador herido, se agachó para ayudarlo, y su mirada nerviosa no paraba de ir desde él hasta mi cuerpo, elevado ya cinco metros del suelo.

Escalé otro metro más, poniendo mis pies allí donde había un tubo o tabla lo suficientemente firme como para aguantar mi peso. Me aferré a cuerdas, rocas y resquicios. Ascendí más, y cuanto más subía más gente llegaba a sala. Había gritos histéricos, varias personas intentado seguirme para darme caza, alguna de ellas se resbalaban y caían al suelo, y me sorprendía que mis propias manos sudorosas todavía no hubieran fallado a pesar de mi torpeza, pero quizás la adrenalina me estaba dando una energía y agilidad desenfrenada.

Los cinco metros se convirtieron en diez, y seguí subiendo hasta la oscuridad interminable. A medida que me alejaba del suelo, la luz de velas y bombillas se difuminaba hasta casi la negrura absoluta, lo que me dificultaba el ascenso.

Subí tanto que dejé de mirar abajo porque sabía que haría las cosas más complicadas. En cualquier momento los dedos sudorosos se me deslizarían por el metal, o las cuerdas me abrasarían demasiado las palmas como para poder soportarlo, o las fuerzas huirían de mis brazos, o la tabla podrida bajo mis pies se partiría por la mitad. Me precipitaría entre los barrotes y me rompería el cráneo, mi cuerpo se transformaría en una masa de huesos rotos y heridas sangrantes.

Algo me alcanzó el pie de repente, se aferró a mi tobillo y tiró con fuerza hacia abajo, haciendo que una de mis manos soltara el agarre. De las profundidades de mi garganta salió un grito de terror cuando mi cuerpo quedó colgando como un péndulo a diez metros del suelo.

Una mujer joven, oculta bajo capas de ropa y un manto de sombras, forcejeaba con una mano libre para hacerme caer mientras que se mantenía sujeta a las rocas con la otra.

Apreté los dientes, y soporté la siguiente oleada de sacudidas centrada en que mis otros cinco dedos abandonados pudieran volver a tener un agarre seguro.

Mi oponente ascendió, su rostro a la altura de mis rodillas y sus uñas clavándose en mi costado a través de la tela mi jersey.

– Tú tienes que morir, todo esto se acabará entonces. – Gruñó la chica, y cuando la miré a los ojos azules, sus pupilas eran ovaladas y verticales, como los de una víbora. Le asesté un rodillazo en la boca y el sonido de sus dientes al chocar fue repugnante y grotesco. Se tambaleó, pero permaneció en su posición sin dejar de tirar de mi ropa.

– ¡Maldita niñata! – Chilló.

La sangre de su labio partido discurrió libremente por la barbilla y goteó en sus prendas.

Ella escaló unos centímetros más, yo intenté recuperar altitud, pero en el momento en el me disponía a colocar los pies en un nuevo lugar, su codo me devolvió el impacto en el rostro, justo en la nariz. Mi cabeza se desvió de manera grotesca, pero milagrosamente conseguí mantener el resto de mi cuerpo en el lugar correcto. El dolor penetró hasta el tuétano y me recorrió los huesos de la calavera, llegando incluso hasta la columna. Luego, cuando la explosión en mi cráneo remitió, noté el calor manar de mis fosas nasales y calentarme el rostro.

Ella sonrió con malicia.

Su mirada de reptil y su risa ensangrentada y macabra, más que asustarme, me provocó un asco visceral.

– Ya casi te tengo. – Su tono de voz fue juguetón, como si estuviera disfrutando la escena. Aquella mujer estaba loca, lo que no me sorprendió descubrir ya que tenía que estar muy obsesionada conmigo para perseguirme en una escalada vertical de diez metros de altura sin cuerda de seguridad ni refuerzos. – Sólo un golpe más y dejarás de ser un problema. – Estiró el brazo, pero yo me contorsioné peligrosamente y logré esquivarla. – Ven aquí, niña. – Se relamió la sangre de la boca. – ¿Últimas palabras?

Y aunque soltar mi mano suponía un momento de debilidad que había estado evitando hasta ahora, rescaté uno de los puñales que había guardado en mis botas y que le había arrebatado al hombre que me había atrapado en la sala de entrenamientos.

Abrí un tajo en su vientre rápidamente.

Ella hizo una mueca y se quedó helada unos segundos, pero sin llegar a caer. La miré, impresionada de que apenas se hubiera movido un milímetro hacia el vacío.

– ¿Qué...? – Empezó a decir, mirándose el corte. – Te voy a...

– Eres muy pesada. – Me agarré con fuerza, tomé impulso y le asesté una patada justo en el lugar de la herida. Esta vez, su cuerpo se precipitó entre la maraña de cables, cuerdas y tubos.

Se golpeó con numerosos obstáculos durante su descenso. El aullido agudo de la mujer y el eco de sus huesos al partirse me congeló la sangre. Los presentes en el lugar comenzaron a chillar y huir, aterrorizados. Los pocos que se habían atrevido a perseguirme volvieron a tierra firme al ver lo que estaba sucediendo.

El grito de la rival se cortó abruptamente con el impacto mortal contra el suelo, que probablemente le reventó todos los órganos por dentro. Un charco escarlata se extendió por las rocas y manchó las botas de los que estaban más cerca del lugar de la colisión.

Vi los rostros espantados de la congregación, que se llevaban las manos a la cabeza y a la boca, paseando los ojos rápidamente desde el cadáver hasta mí, sin llegar a verme, porque permanecía muy lejos de la luz de las bombillas.

Estaba en lo alto, casi en el cielo, lejos de sus manos. Era inalcanzable.

Cuando miré al cuerpo roto y ensangrentado no me sentí culpable, sino terriblemente aliviada.

Continué mi trayecto todavía con el corazón agitado, los nervios a flor de piel y la adrenalina bullendo en mis venas, pero asegurando cada movimiento mucho más que antes. Podía tomarme mi tiempo, nadie me seguía ahora, todos estaban demasiado impactados por lo que había pasado. Por una vez me sentía satisfecha de que me consideraran algo tan inferior a ellos y tan insignificante que no merecía la pena seguir arriesgando sus vidas por mí.

Allí abajo reinaba el caos.

La gente iba y venía, vociferando aterrorizados, advirtiendo de lo que había pasado, de que yo la había matado.

Quizás no me perseguían porque creyeran que no merecía la pena, quizás no lo hacían porque ahora me tenían miedo. Ya había matado a dos de los suyos en su propio territorio.

Alguien había cubierto el rostro sin vida de la chica con un abrigo, ahora salpicado de manchas granate, aunque el resto del cuerpo seguía asomando por debajo de la prenda.

Ojos temerosos, algunos otros con cierta rabia, escudriñaban la oscuridad muchos metros por encima de ellos intentando encontrarme.

Yo seguí adelante, respirando forzosamente e intentando no desmayarme por el agotamiento y el dolor de los músculos.

Poco tiempo después noté una superficie de roca lisa y fría sobre mi cabeza. La examiné durante unos segundos antes de darme cuenta de que había encontrado la salida. Solo necesitaba desplazar aquella gran piedra que me separaba del exterior y sería libre por fin.

La intensa negrura no me permitía ver nada más allá de mi nariz, pero tanteé lo que había a mi alrededor y encontré una cuerda anclada a la zona. Recorrí con la yema de mis dedos el objeto y descubrí que continuaba más allá del alcance de mi mano, hasta el suelo: formaba parte de la polea que movilizaba aquella abertura.

Aferré la soga y la atraje hacia mí con todas mis fuerzas, pero el pedrusco era demasiado pesado para poder moverlo con un único y exhausto brazo.

Eché un vistazo hacia abajo y tomé aire. No había ninguna probabilidad de sobrevivir a una caída desde esa altitud.

Me encaramé en el grueso cordel con ambas manos y piernas, apoyé todo mi peso sobre ella y tiré. Empujé la cuerda hacia abajo a través del mecanismo hasta que noté cómo la piel se me abría. Apreté los dientes e ignoré el dolor. No salir de aquel lugar me causaría mucha más agonía que cualquier brecha en mis palmas. Descargué en aquella acción toda la rabia y energías que todavía quedaban en mi agotado cuerpo, y de pronto, el sonido de la roca deslizándose me sorprendió tanto que mis brazos casi fallaron.

Volví a la pared con cuidado, no iba a permitirme caer y morir ahora que todo el trabajo difícil estaba hecho.

Metí las manos por el resquicio que había logrado abrir, y empujé directamente la roca.

La arenilla me entró en los cortes, pero hice caso omiso y proseguí hasta conseguir una abertura lo suficientemente grande como para poder colarme a través de ella.

En cuanto logré impulsarme fuera de allí, me desplomé sobre la tierra húmeda.

Incluso la ligera claridad del nuevo día, en comparación al túnel de densas sombras en el que estaba sumergida, me hizo daño en los ojos. El viento helado me golpeó como un camión a toda velocidad, pero me resultó agradable y refrescante. Respiré hondo. Tenía la carne hirviendo y el pecho incendiado por el esfuerzo. Tragué aire frío a bocanadas intentando apagar todo aquello que me hacía arder por dentro.

El ambiente olía a tormenta, tierra y cenizas.

Me tumbé hacia atrás, tratando de tranquilizar mi corazón y mis pulmones.

Tenía que seguir adelante, sabía que no estaba a salvo todavía, pero mi cuerpo estaba bloqueado ahora. Necesitaba sólo un minuto para salir del colapso.

Algunos rayos estallaron a muchos kilómetros por encima de mi cabeza, entre las nubes increíblemente oscuras de invierno. Nunca había visto unos nubarrones tan opacos. Eran absolutamente negros.

Cerré los ojos, el aire eléctrico me llenó los bronquios satisfactoriamente.

Las primeras gotas cayeron del cielo y me quemaron la piel, probablemente infiltrándose en alguno de los muchísimos cortes.

Lo ignoré, los aguijonazos en la carne me mantenían despierta.

El agua me salpicó de nuevo, me abrasó como una lija.

Me miré las palmas desnudas, sin llegar a entender.

Llovía negro. Cenizas y barro caían del cielo en una masa densa y abrasiva. Era una sustancia pegajosa y espesa.

Me levanté, todavía confusa. Jamás había visto algo como aquello, jamás había oído hablar de ello, ni siquiera en tierra firme. ¿Qué estaba pasando?.

Necesitaba refugiarme de aquella extraña tempestad, por lo que metí las manos en los bolsillos para evitar más daños y giré a mi alrededor, pensando a toda velocidad qué ruta tomar y en cual encontraría el mejor lugar para resguardarme.

Nuevos relámpagos lo iluminaron todo, y esta vez, en la luminosidad momentánea, descubrí algo que me hizo quedarme sólida como una estatua.

Una figura salía al exterior por el mismo lugar por el que yo lo había hecho.


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