RASSEN I

YolandaNavarro7

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Luna no recuerda nada de su pasado, aún así, terribles pesadillas nocturnas la ayudan cada noche a hacerse un... Еще

RASSEN ARGUMENTO TRAMA PRINCIPAL TRILOGÍA
RASSEN ARGUMENTO <<LUNA>> Vol.1
Árbol genealógico (Relaciones entre los personajes)
INTRODUCCIÓN
CAP.1
CAP.2
CAP.3
CAP.4
CAP.5
CAP.6
CAP.7
CAP.8
CAP.9
CAP.10
CAP.11
CAP.12
CAP.13
CAP.14
CAP.15
CAP.16
CAP.17
CAP.18
CAP.19
CAP.20
CAP.21
CAP.22
CAP.23
CAP.24
CAP.25
CAP.26
CAP.27
CAP.28
CAP.29
CAP.30
CAP.31
CAP.32
CAP.33
CAP.34
CAP.35
CAP.36
CAP.37
CAP.38
CAP.39
CAP.40
CAP.41
CAP.42
CAP.43
CAP.44
CAP.45
CAP.46
CAP.48
CAP.49
CAP.50
CAP.51
CAP.52
CAP.53
CAP.54
CAP.55
CAP.56
CAP. 57
CAP.58
CAP.59
EPÍLOGO
LA NOVELA ESTÁ SIENDO REEDITADA Y CORREGIDA
IMPORTANTE: LA HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA. POR FAVOR, ÉCHALE UN VISTAZO.

CAP.47

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YolandaNavarro7

Habían pasado cinco días desde que intentaran ascender hasta las montañas. Por fortuna para Alexander, desde entonces llovía con intensidad y el lago sobredimensionaba el temporal gracias al viento y a sus golpes de efecto en el agua y las plantas. El hotel crujía, se mecía entre silbidos y se refugiaba en una oscuridad húmeda y gris, que ni los coloridos cojines y cortinones lograban contrarrestar. Los lugareños estaban tranquilos, pero se divertían fingiéndose preocupados frente a los extranjeros. Una de las pardillas crédulas era precisamente Luna; Tanvi, por lo general bastante reservada e independiente, se había encariñado con ella después de compartir algunas charlas triviales y de que la dibujara junto a su abuela, ya fallecida, inspirándose en un viejo retrato. A partir de ese momento todos sus comentarios respecto al tiempo eran poco menos que apocalípticos; cualquier cosa por evitar que la rubia saliera del hotel con el griego, para privarla a ella de su compañía.

La Sra. Phritika no estaba por fomentar esa amistad, temiendo que la extranjera pervirtiera de algún modo a su hija, pero tampoco hacía nada por evitarla. El que sí se había llevado alguna que otra regañina, por pasar demasiado tiempo con Luna a solas, había sido Alexander, incluso después de haber dejado claro que solo le hacía de guía. Luna, por su parte, seguía preguntando de forma insistente por su padre, pero había relajado el tono al hacerlo. Después de dos videoconferencias <<fallidas>> (por culpa del temporal) y de recibir a diario correos tranquilizadores de parte del inexistente ayudante-monje del doctor Memet, su interés por volver a Bruma no podía compararse con el deseo de permanecer allí, disfrutando de su síndrome de Estocolmo sin saber que la habían secuestrado. Lo único bueno que le habían aportado a Alexander sus mentiras y manipulaciones era verla feliz, aunque esa felicidad fuera solo un espejismo.

El griego especulaba sobre cómo ella describiría aquellos días en sus diarios, mientras intentaba concentrarse en su lectura del manual de Shuary. Necesitaba averiguar qué estaba sucediendo en las montañas, capaz de hacer que los adivasi se mostrasen tan reaccionarios frente a los extranjeros, pero le costaba entender lo que leía, pues siempre acababa pensando en Luna y en cómo reaccionaría al saber que le había mentido.

Por enésima vez aquella tarde, deslizó el dedo por el último párrafo que había leído; estaba firmado con las iniciales de su padre. En realidad, el manual, o lo que quiera que fuese, era un compendio de reflexiones, análisis, teorías, datos e ilustraciones que tenía como epicentro a los naga, pero que derivaba en toda una serie de caminos paralelos que a veces no conducían a ninguna parte. Intuía que, en más de una ocasión, los autores (que podían contarse por decenas), se limitaban a expresar sus deseos y temores, sin ningún tipo de aval, y eso dificultaba que el lector identificase qué parte de la lectura estaba basada en datos reales y qué parte era pura fantasía. Lo único que parecía estar confirmado era que los naga eran tan conscientes de sus propias emociones y sentimientos, como de las emociones y sentimientos de los otros. Una cualidad que él, siempre protector de su intimidad y con tendencia a aislarse, percibía como una maldición.

La gente de su bisabuela no necesitaba a la prensa rosa ni a la amarilla. Los naga lo sabían todo de todos, sin necesidad de periodistas. Menudos descendientes de dioses pringados.

Luna aún podía sentir el perfume de Alexander impregnado en su ropa. Él tenía la costumbre griega (o eso le había dicho) de despedirse con fuertes abrazos y besos en la cabeza, y ella los recibía de muy buen grado, aunque, por su diferencia de estatura, no podía devolvérselos. Hacía menos de una hora que se habían separado frente a la puerta de su dormitorio, pero ya contaba los minutos que faltaban para reencontrarse con él en la cena. Martín se había encargado de que le mostrara todos los rincones hermosos de la ciudad, y a eso se dedicaban por las tardes, si el tiempo lo permitía. El resto del día ella era un huésped y él, entre otras muchas cosas, el director de la escuela benéfica de su padre.

En teoría, aquella iba a ser su primera cita con el griego como amigos. Había sido idea de él, o eso quería pensar, porque no descartaba que Martín le hubiera pagado por acompañarla (preocupado porque su timidez la empujara a saltarse las comidas para recluirse en su cuarto). También era la primera vez que salía con un chico y no era por compromiso, para ir a la biblioteca, a una manifestación ecologista o a una recaudación de fondos, y estaba algo nerviosa. Sabía que le estaba dando mucha más importancia al asunto de la que tenía, pero no podía evitar sentirse emocionada, como solo una adolescente lo estaría.

Después de una breve ducha y de una aún más breve sesión de <<no tengo nada que ponerme>>, optó por usar el vestidito de gasa con florecillas bordadas que había confeccionado en el taller de costura de las hermanas; un esperpento que superaba a sus numerosos antecesores con sus mangas de diferentes alturas y su cuello cosido del revés, al que le había dado una segunda oportunidad arrancándole sus faltas y poniéndole como mangas dos trenzas de perlas falsas engarzadas en cordones de zapatos y ribeteadas con volantes de tul. Sin duda, una opción mucho menos cutre que los vaqueros con agujeros en la entrepierna y la blusa blanca, amarillenta bajo las axilas, y con la ventaja añadida de que le permitía prescindir de un pañuelo (si se ponía la gargantilla de cuentas que Martín le había comprado en México).

Para cuando llegó la hora de reunirse con Luna en el salón, Alexander ya tenía más que asumido que los tipos que había visto en las montañas no tenían nada que ver con los naga. En cuanto a sus amenazas, aún no tenía muy claro si habían sido tales.

Encontró a la rubia de pie, en el porche, aprovechando una tregua del temporal para admirar las estrellas en compañía de Tanvi y de Neela. La perrita correteaba alrededor de las dos mientras cuchicheaban algo sobre el misterioso prometido de la india, cuando se giraron para saludarle. Después de que él les diera las buenas noches, la hija de Phritika metió en un saco su buena educación y toda la discreción del mundo y las arrojó al lago junto con su dignidad.

—¿Por qué tan acicalado? ¿Esa camisa es nueva? ¿No es ese el pantalón que usaste en la boda de mi hermana Marala? —le interrogó, sin la más mínima piedad.

Luna aguardó silenciosa y atenta sus respuestas.

—Tengo una cita con los dueños del pabellón Ananta después de la cena—mintió él.

—¿Tan tarde? ¿Aquí en el lago? —dudó Tanvi, con una mueca escéptica.

—¿Acaso eres su secretaria para conocer su agenda? —intentó callarla el griego, acompañando la pregunta con una mirada de reproche.

La india soltó una carcajada, se levantó de un brinco, y se despidió de Luna y de él, pero no sin antes llamarle tonto al oído, en su idioma natal. Neela salió corriendo tras ella.

—A veces no podemos apreciar la belleza y la importancia de las cosas más sencillas, a pesar de que son las que más placer nos producen —reflexionó Alexander, con una sonrisa y los ojillos chispeantes, mientras él y Luna caminaban hacia el interior del hotel—. Cosas como disfrutar de la puesta de sol con un chucho alienígena y una arpía india, o como compartir deliciosa comida casera en compañía de un experto en vinos.

La rubia soltó una risilla y asintió.

—¿Te ha llamado tonto en griego? —le preguntó.

—Ella cree que significa algo mucho peor—le confesó él, asintiendo.

Sus risas llegaron hasta la cocina, dónde la joven y pizpireta hija de la Sra. Phritika asintió satisfecha.

La prometedora velada dio mucho más de sí de lo que Luna pudo imaginar en un primer momento: la comida era mucho más que deliciosa y Alexander no solo era atento e instruido (como ya había podido comprobar), también era muy divertido. Entusiasmado, le habló sin parar sobre el paraje, sobre sus gentes, sus costumbres y tradiciones, y sobre adivasis como los Kalash, los Tukadi y los Drokpas.

—Tienes una memoria portentosa—le felicitó—. Eso me recuerda: gracias por las pastillas para dormir que me diste. Para ser homeopáticas son maravillosas. Casi ni me he desvelado por las noches y durante el día me siento mucho menos despistada: ya no tengo que apuntarlo todo en la agenda.

Alexander tragó saliva. No se atrevió a asentir. Sin quererlo, ella le estaba confirmando que, al igual que él, sufría de estrés postraumático. Por fortuna, Leander le había conseguido esas píldoras mágicas que mantenían a raya su ansiedad (la mayoría de las veces). No sabía de qué estaban hechas, pero estaba seguro de que eran mucho menos peligrosas que el preparado experimental que le había estado dando su padre a ella para anular sus recuerdos (con el beneplácito de la poco confiable Dra. Vega).

—Creí que te gustaba escribir...—admitió sin pensar, quizá esperando que ella admitiera estar registrando en el papel aquellos días juntos.

—Y me gusta, pero hacer listas no es lo mismo que llevar un diario o escribir una novela. De todos modos, mientras estaba en el colegio prefería dibujar, la verdad...

<< ¿Qué voy a hacer contigo, Oly? ¿Debería decirte la verdad y hacer que me odies?>>, se preguntó él, una vez más. La observó con detenimiento mientras hablaba; no parecía la misma chiquilla asustada que había llegado a la ciudad. Buscó sus ojos para ver si se veían menos mortificados y le alegró comprobar que así era. Después de perderse en aquel chispeante mar azul, siguió la línea de sus pómulos hasta su boca; sus comisuras ya no estaban torcidas hacia abajo. Ya no parecían mortecinos sus labios; se habían sonrojado, como su dueña cuando él se le acercaba demasiado. Abandonó su boca para acariciar con su mirada el mentón, y seguir después el contorno de algunos rizos rebeldes que le rozaban el cuello. Por cuenta propia, sus pupilas emergieron de la marea gris para perderse en el escote y en los hombros, que se afanaban por deshacerse de la tiranía de las pesadas mangas del vestido. Tuvo que reprimir el impulso de colocárselos en su sitio, también la necesidad de hacerlos caer... Solo cayó en la cuenta de su abstracción, cuando ella le indicó, con una ilustrativa expresión de pánico, que estaban solos en el comedor.

—¡Dios mío! ¡¿Es posible que sean ya las once?! —exclamó, al tiempo que se acomodaba el escote y se alisaba la falda.

Alexander se levantó de su asiento y le tendió la mano para invitarla a acompañarle afuera.

—Las cosas buenas necesitan su tiempo—restó importancia, en tono insinuante—, y ese baigan bharta era realmente bueno—le aseguró, señalando los platos vacíos en la mesa.

—No le eches la culpa a la comida, sé que cuando estoy nerviosa me convierto en una cotorra...

El griego estuvo a punto de preguntarle por qué estaba nerviosa, pero rehusó hacerlo para no avergonzarla.

—No intentes hacer que me sienta mejor—le pidió en cambio—. ¡Hasta te he contado mi truco para evitar que los barcos de papel se hundan durante una carrera!

—Cera derretida —se jactó ella.

Acabaron la cena tomando un sabroso plato degulab jamun en el salón de té privado de la planta superior. Aunque tenían previsto sentarse en un par de taburetes en la terraza, la lluvia regresó para impedírselo, por lo que se conformaron con dejar las puertas abiertas de par en par. En la oscuridad ámbar, pocos farolillos permanecían encendidos y el rumor del agua venía acompañado del eco lejano de una vieja canción: <<When love starts to die, it begins with a kiss...>>.

—Tanvi, una vez más, capitaneando su barco del amor o un corazón roto buscando su banda sonora —apostó Alexander.

— Tanvi duerme como si estuviera muerta. Un corazón roto, sin duda: a veces es muy difícil convertir en palabras lo que sentimos—opinó Luna, al tiempo que tomaba una de las pequeñas bolas de rebozado anaranjado que él le había llevado en un gran plato y le daba un mordisquito—. A menos que te pase como a mí, y, por culpa de tu terapeuta infantil, acabes poniéndole música a todo en tu cabeza.

La rubia se arrepintió en el acto de haber reconocido que le sucedía algo así. <<Un aplauso para ti, idiota>> se regañó.

—¿Clara Vega? —inquirió Alexander, como un resorte, sin detenerse a valorar lo peligroso del rumbo que estaba tomando aquella conversación.

—¿Cómo lo has sabido?

—Ella también fue mi terapeuta de pequeño.

Luna lo sabía, pues se lo había contado Gabriel, junto con más detalles íntimos, pero rehusó decírselo para no incomodarlo.

—¡Piensa en una canción que te guste cuando estés enfadado, preocupado o asustado! —exclamaron los dos al unísono.

—¡El cártel en su consulta! Había olvidado por completo que también lo tenía por escrito—se lamentó Alexander entre carcajadas.

—Por culpa de él siempre llevo algo de música y unos auriculares conmigo; es el único modo en el que evito ser yo la que cante—admitió Luna.

—Terapia de choque: no se me había ocurrido—aseguró Alex, con dulzura.

Los dos se quedaron mirándose a los ojos. Un silencio incómodo rompió la magia y el griego dio por hecho que aquello había sido una especie de guiño divino, y que había llegado la hora de tomar el toro por los cuernos.

— Era solo un crío cuando fui testigo de la muerte de mi padre; regresé a Atenas diciendo que lo habían asesinado unos monstruos y la prensa fue implacable. La gente creía que mi familia tenía negocios con la mafia, así que mi supuesta locura terminó de espantar a los padres que no querían que sus hijos se relacionaran conmigo. Me quedé solo; deambulando por un internado para chicos como un alma en pena. Mi abuela pensó que me vendría bien cambiar de aires y Clara se ofreció a tratarme en su casa...

<<Monstruos>>. Luna aspiró hondo, pero el aire no llegaba a sus pulmones. Las manos le temblaban. Bajo la luz de las velas, aislados en una atmósfera tan apacible, sería el momento perfecto para abrirse ante quien había sido tan sincero con ella. ¿Tendría el valor para hacerlo?

—No hace falta que sigas mintiendo—le soltó al griego, sin detenerse a pensar.

El corazón de Alex se paralizó.

—¿Qué has dicho?


Síndrome que padecen aquellos rehenes que llegan a sentir afecto por su secuestrador.

Plato de verduras con base de berenjenas asadas, tradicional de algunas regiones indias.

Bolas fritas y dulces, de harina refinada de trigo, khoya y diferentes especias.

HIM . Canción: "When love starts to die"

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