RASSEN I

By YolandaNavarro7

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Luna no recuerda nada de su pasado, aún así, terribles pesadillas nocturnas la ayudan cada noche a hacerse un... More

RASSEN ARGUMENTO TRAMA PRINCIPAL TRILOGÍA
RASSEN ARGUMENTO <<LUNA>> Vol.1
Árbol genealógico (Relaciones entre los personajes)
INTRODUCCIÓN
CAP.1
CAP.2
CAP.3
CAP.4
CAP.5
CAP.6
CAP.7
CAP.8
CAP.9
CAP.10
CAP.11
CAP.12
CAP.13
CAP.14
CAP.15
CAP.16
CAP.17
CAP.18
CAP.19
CAP.20
CAP.21
CAP.22
CAP.23
CAP.24
CAP.25
CAP.26
CAP.27
CAP.28
CAP.29
CAP.30
CAP.31
CAP.32
CAP.33
CAP.34
CAP.35
CAP.36
CAP.37
CAP.38
CAP.39
CAP.40
CAP.41
CAP.42
CAP.43
CAP.45
CAP.46
CAP.47
CAP.48
CAP.49
CAP.50
CAP.51
CAP.52
CAP.53
CAP.54
CAP.55
CAP.56
CAP. 57
CAP.58
CAP.59
EPÍLOGO
LA NOVELA ESTÁ SIENDO REEDITADA Y CORREGIDA
IMPORTANTE: LA HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA. POR FAVOR, ÉCHALE UN VISTAZO.

CAP.44

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By YolandaNavarro7

Srinagar (Cachemira)

Mientras la observaba dormitar entre gemidos y llantos en el asiento trasero de su coche, Alexander se moría por reconfortar a Luna. Quería abrazarla, acariciarla y cubrirla de besos. Quería impregnarla con aquel calor que hacía arder su pecho cuando la tenía cerca, y tanto el mono como el estratega (que pugnaban por tomar el control de su voluntad), estaban de acuerdo en que debía hacerlo.

No podía dejar de preguntarse si la atracción que había sentido por ella, nada más verla, se debía a que de forma inconsciente la había reconocido o si había sido ese amor prohibido que le atormentaba el que le había empujado a desfogar lo que sentía con la que creía era una extraña. Nada raro, teniendo en cuenta que el amor a primera vista no era amor de verdad, sino solo una luz de gas hormonal, destinada a tiranizar sentimientos. Por fortuna, nada en la rubia le recordaba a la renacuaja de rizos dorados que merodeaba por el campamento con su inseparable osito manchado de chocolate; algo lo bastante siniestro como para devolverle a la consulta de la doctora Vega.

Por primera vez temía algo que no estaba relacionado con fantasmas del pasado o con los devenires de un porvenir incierto; le asustaba la idea de haberse enamorado de la protagonista de un libro, al igual que Chloe se había enamorado del Sr. Darcy. ¿Era Luna su Darcy? Ella era real. Si lo que había escrito en sus diarios también lo era, no creía que pudiera encontrar a nadie mejor para compartir su vida. Pero la rubia no sabía nada de él, y, cuando lo supiera, le odiaría. Por no hablar de lo que sucedería si los enemigos de su padre llegaban a descubrir la verdad. ¡Era una maldita locura! Cuánto más claro tenía que debía de alejarla de él menos ganas tenía de hacerlo; habían pasado casi por lo mismo. Habían compartido, sin saberlo, las mismas emociones. ¡Incluso tenían aficiones parecidas! Aunque fueran distintos podían llegar a formar un buen equipo... Ella merecía ser amada, respetada y apoyada, y él podía darle todo eso sin esfuerzo, pero sabía que no estaría bien. Los Menounos jamás lo hubieran consentido; le habían pedido que actuara con ella como un hermano. ¿Y su padre? Su padre, de estar vivo, le diría que lo que pretendía hacer era una bajeza, algo impropio de un hombre con un mínimo de decencia y sentido de la lealtad.

Luna no tenía ni la menor idea de qué hacía tumbada en el asiento de atrás de aquella joya del asfalto, con los cristales tintados y los asientos de cuero negro, que aún olía como ha recién salida del concesionario. Desde la marcha de Martín, era la segunda vez que abría los ojos y no sabía dónde estaba. Al menos, en aquella ocasión no se trataba de un hospital. Le costó reconocer al conductor en un primer momento; con el pelo medio recogido por una coleta suave y algunos mechones oscuros cayéndole sobre un lado de la cara, su objetivo besable aparentaba tener algunos años más. No le sorprendió que fuera él el que condujese el todoterreno por un camino angosto y lleno de baches, porque había estado protagonizando sus sueños de nuevo: él, de espaldas a la orilla de un precioso cenote azul, permanecía inmóvil, mirándola. Con un gesto de la mano la invitaba a sumergirse bajo el agua. A medida que ella avanzaba en su dirección decenas de los monstruos de sus pesadillas emergían del fondo, impávidos y sincronizados; un ejército desplazándose como un solo hombre. No podía haber imagen más terrorífica.

Por fin podía estar tranquila, por fin podía dejar de temer que se acabara su buena suerte, porque su estabilidad había sido un espejismo; el peor de todos los inconvenientes de la locura eran los momentos de mayor lucidez. Esos instantes en los que su mente enferma era consciente de que vivía en un mundo paralelo, que nadie más conocía, y en el que siempre estaría irremediablemente sola. Estaba tan cansada... Lanzó un pequeño suspiro, captando con él, sin pretenderlo, la atención de su benefactor.

Alexander sintió un gran alivio al percatarse de que su pasajera estaba consciente y de que su piel había recuperado el poco color que poseía.

—¿Estás mejor? —le preguntó, a través del espejo retrovisor, para enseguida volver a centrar su atención en la rudimentaria y polvorienta carretera.

—¿A dónde me llevas? —le preguntó ella en respuesta, mientras se incorporaba y miraba por una de las ventanillas intentando, inútilmente, averiguarlo por sí misma.

En ese instante se deslizaban a toda velocidad por un abrupto desfiladero que, a pesar de la sensación de vértigo que provocaba la búsqueda de su base, no era más que el peldaño más bajo de una escalinata de montañas de laderas empinadas y zigzagueantes valles verdes.

—Si la lluvia nos lo permite, a un pequeño consultorio médico en una aldea llamada Zhari Markar —la informó Alexander—. ¿Te sientes mejor?

Ella frunció el ceño y pegó la nariz a la ventanilla: no llovía, pero eran evidentes los estragos que fuertes lluvias habían causado en la zona, en la que aún se mantenían algunas áreas inundadas. Pequeñas e improvisadas cascadas drenaban el exceso de agua de las cumbres y repiqueteaban de tanto en tanto en el techo. ¿Se referiría él a eso?

El griego se aclaró la garganta y aceleró un poco más, levantando salpicones de barro alrededor del coche.

—Necesitas un médico—sentenció en tono paternal—. Intenté reanimarte varias veces, pero me resultó imposible. Tenía miedo de hacerte daño si seguía intentándolo. Si no te importa, me quedaría mucho más tranquilo si dejaras que mi amigo, el doctor Memet, te echara un vistazo.

—Gracias, pero, ya estoy bien... Y... Yo... Yo... No puedo ir a ninguna parte —se apresuró a advertirle Luna —: porque tengo una cita muy importante.

La joven esquivó la mirada del guía en el espejo. Le era imposible ordenar sus pensamientos y esos ojos, grises y escrutiñadores, la hacían sentirse transparente. No quería ser desagradable, pero tampoco estaba dispuesta a perder el tiempo. Y aquel hombre la intimidaba demasiado como para poder explicárselo con naturalidad.

Yo soy tu contacto—anunció Alexander, con voz temblorosa, estudiando su reacción en su reflejo—. No te lo dije porque ignoraba que tu vuelo se había adelantado, aunque eso no me justifica: ayer no te pregunté tu nombre, tampoco lo busqué en el registro del hotel.

A Luna no le pilló de sorpresa que él fuera el tipo que su padre había escogido para escoltarla por las montañas, de hecho, esperaba que, de no serlo, fuera algún amigo o pariente suyo, o de la Sra. Phritika. Lo que no entendía muy bien era por qué alguien de la relevancia y situación económica de Alexander Blake se prestaría a hacer de niñero para ella.

—No tienes por qué disculparte: Anjay me puso al corriente de tu relación con la familia de la Sra. Phritika y de todo lo que ocurre en el hotel; olvidaste mencionar que Axel el loco es un personaje de cómic—le restó importancia ella, intentando, sin demasiado éxito, controlar unas incipientes náuseas.

—¿Anjay? ¿Qué te ha contado exactamente ese mocoso? —inquirió el griego, temiéndose malas noticias.

—Me dijo que te admira, que eres como uno más de su familia, que en el hotel soléis acoger a personajes ilustres, que pretenden pasar desapercibidos en la zona, y que, para evitar problemas, usáis pseudónimos para ellos e intentáis no llamar a nadie por su nombre delante de los otros huéspedes. También me contó que la prensa te persigue en Europa y que por eso te gusta tanto Srinagar. Que mi nombre aquí es Shashi. Que si me casara con él no podría llamarle por su nombre de pila, para mostrarle respeto, y que tuvo una novia llamada Cisne, que parecía una gallina —admitió ella, en tono burlón —. ¿Ha obviado algo importante?

Alexander puso cara de cordero degollado y negó con la cabeza.

—¿Cómo empezó esa conversación? —inquirió con una risilla nerviosa.

—Creo que fue cuando me preguntó si Luna era mi verdadero nombre... O, tal vez, cuando, para eludir a un posible periodista, casi pone patas arriba el ricksaw. No estoy muy segura. Creo que tocaba la bocina cada diez segundos; tenía que adivinar la mitad de lo que me decía.

Luna no pretendía divertir al griego con sus comentarios, pero así lo hizo; él no pudo parar de reír durante minutos, incluso mientras le hablaba del paisaje y le daba detalles sobre su orografía, su flora y su fauna, hacía pausas para soltar una risilla.

—Tendré que hablar con ese mocoso y pedirle que sea un poquito más discreto...—pensó, en voz alta, cuando ella le hablaba de lo mucho que el chico decía apreciarle.

—¿También fue idea de mi padre que él me llevara de excursión? —inquirió Luna, dejándose llevar por su orgullo.

El griego sintió cómo el corazón se le paralizaba.

—¿Tu padre? No, no, tu padre no ha tenido nada que ver: Anjay necesita todo el dinero que pueda conseguir. Desde la fundación podemos ayudarle a él y a sus hermanas a labrarse un futuro, e incluso a establecerse por su cuenta, pero no podemos mantenerle económicamente de forma indefinida.

—Lo comprendo... Pero eso no quita que vuestra labor sea increíble. ¡Todos parecéis formar parte de una gran familia! No me extraña que Martin añore tanto este lugarle felicitó ella—. Ojalá me lo hubiera mostrado mucho antes, porque hubiera sido un gran alivio para mí saber que estaba entre amigos como vosotros.

La culpabilidad hizo que Alexander desviara la mirada del espejo hacia la carretera. Soltó un leve suspiro de resignación al recordar lo imprudente que había sido Beth al no informarle del cambio de planes, y lo tonto que había sido él por no reconocer la desordenada melena trigueña que vio en el hospital.

—¿Cómo es que has acabado sin sentido en el suelo del Roza Bal?

—Me empujaron justo antes de que se fuera la luz; debí golpearme la cabeza...O puede que entre el susto y una noche de insomnio me quedara sin fuerzas—improvisó ella, dispuesta a zanjar el tema—. ¿Cómo está Martín? ¿Cuándo podremos volver a casa?

El súbito cambio de conversación hizo que el estómago de Alexander se retorciera. Era consciente de que, si no le decía la verdad, a partir de ese momento tendría que escupir una mentira tras otra. Nunca se había sentido más traicionero y sucio. La miró a través del espejo: ¿Era la Luna de los diarios?

—Está bien, aunque tendrá que guardar reposo durante unos días más —le aseguró, sintiéndose miserable al hacerlo—. Tiene los dos brazos fracturados, también algunas costillas, la mandíbula y la tibia de la pierna derecha. Y... Y... Bueno, creo que se golpeó fuertemente en la cabeza. Aún anda algo aturdido...

El parte médico de Munt se le había ido de las manos. Alex contuvo una media sonrisa, nerviosa, delatora e inoportuna. Nadie con dos dedos de frente hubiera creído semejante retahíla de divagaciones... Nadie excepto Luna, que, al parecer, confiaba en cualquiera que le mostrara un poco de amabilidad.

—Pobre papá... ¿Estabas con él cuando tuvo el accidente? —inquirió ella, ansiosa por conocer todos los detalles.

Alexander sostuvo unos segundos una mirada inexpresiva, al tiempo que hacía descender la velocidad del vehículo. Mentirle a una persona tan crédula le resultaba aún más rastrero de lo habitual.

—Ese día yo no estaba en la ciudad —le aseguró. Ni siquiera se esforzó en parecer convincente. ¿Acaso de forma inconsciente deseaba que le descubriera?

Luna adoptó una postura más erguida en su asiento. Estaba segura de que Alexander trataba de quitarle hierro al asunto para no preocuparla. Y eso la hacía sentirse como una niñita mimada y estúpida.

—¿Qué pasó exactamente? insistió—. Puedes contármelo, no soy tan impresionable, aunque verme babear en tu asiento de atrás sin consciencia te haya podido hacer pensar lo contrario.

Esa vez sí quería sonar divertida, pero no lo había conseguido.

Armándose de valor y desoyendo a su conciencia, Alexander improvisó un cuento digno de ser llevado a la gran pantalla. Durante diez minutos y con todo lujo de detalles, estuvo ilustrando a Luna sobre las ficticias circunstancias en las que casi había perdido a su padre. Si los directivos de la factoría Disney hubieran estado presentes, le hubieran hecho firmar un contrato exclusivo para quedarse con su historia.

—...y entonces resbaló. Es algo relativamente frecuente en este lugar cuando llegan las lluvias. Les ocurre incluso a los senderistas más experimentados y a los mejores sherpas —concluyó—. Es un terreno muy traicionero...

—¡Propio de Martín ir por ahí indocumentado! Si hubiera sido más previsor, no hubiesen tenido que esperar a que recuperara la consciencia para identificarle pensó Luna en voz alta—. Lo que no entiendo es por qué se empeñó en ir a buscar él mismo esa famosa mantequilla de yak. Espero que no fuera por propio interés, porque tiene problemas para controlar el colesterol. Supongo que aquí lo mantiene en secreto...

—Los científicos están por encima de la mundana burocracia y de los triglicéridos—restó importancia Alexander con una sonrisilla forzada—. ¿Qué te parece si paro y te sientas a mi lado? No me gusta apartar la vista de la carretera; es peligroso—le sugirió, deteniendo el vehículo.

Luna aceptó su proposición de buen grado, pues bajo ningún concepto pensaba dejar de interrogarle.

De cerca y con ropas occidentales, el griego le pareció más alto y atlético, sus ojos más claros y sus rasgos faciales más enjutos. Seguía oliendo de maravilla y su pelo parecía con cuerpo. Sin duda, sus hormonas estaban empezando a jugar a las canicas con sus neuronas otra vez.

—¿Por qué no me llamó? —volvió a la carga.

—¿Martín? Aún tiene algunas dificultades para hablar... Por lo de la mandíbula... Supongo que no quería preocuparte—improvisó él, evitando mirarla.

—Pues ha fracasado en su empeño, porque me ha dado un susto terrible—masculló ella—. Has dicho que está en un templo budista, pero, en un templo hay monjes, no doctores. ¿Es que no hay un hospital normal por aquí?

Alexander contuvo un gruñido con una sonrisita tensa. Estaba punto de perder la paciencia. Luna podía ser muy obcecada, mucho más de lo que su aparente fragilidad denotaba.

—Tu padre tuvo el accidente en un lugar muy alejado, y de difícil acceso, incluso para un helicóptero—mintió, armándose de imaginación, de paciencia y de viejas noticias del periódico local —. El templo budista estaba muy cerca, de modo que le instalaron allí. Era más seguro llevar a la zona el material médico necesario para atenderle, que trasladarle en su estado. Esos monjes practican y estudian la medicina natural desde hace siglos; te aseguro que no tienes de que preocuparte.

Luna, con el gesto torcido, miró al cielo, que empezaba a cuajarse de nubes negras, después a su interlocutor. No podía evitar tener la sensación de que le estaba mintiendo, así que dedicó el resto del tiempo a elaborar mentalmente una serie de preguntas trampa, con las que poder sacarle toda la información importante que él había decidido obviar.

A medida que iban dejando atrás el valle paralelo a ellos, un estrecho caminillo de tierra se iba abriendo paso entre la maleza, serpenteando a través de una extensa cañada, hasta perderse entre las montañas. Alexander le explicó que se incorporarían a él un poco más adelante. Cuando unos bueyes negros gigantescos, de largas cornamentas y una impresionante mata de pelo oscuro y largo se cruzaron en su camino, acompañados de una familia de pastores, hizo el coche a un lado y la invitó a bajarse de nuevo:

—Tardarán algunos minutos en cruzar; podemos aprovecharlos para que estires las piernas y tomes un poco de aire fresco—aseguró; necesitaba comprobar que aquellos peculiares pastores lo eran, también necesitaba tiempo y enviar algunos mensajes de texto para reconducir su plan.

Los bueyes tenían los cuernos adornados con coloridas fundas de lana, que restaban en parte su aspecto rudo y salvaje. Las crías parecían tan adorables, que Luna tuvo la tentación de tocar la cabeza de la que en esos momentos olfateaba sus pies. Decidida a hacerlo, buscó la mirada aprobatoria de alguno de los miembros de la familia de pastores que escoltaba a los animales. Como si pudiera leerle la mente, un chico de unos diez años se acercó hasta a ella y le indicó con un gesto de la mano que podía acariciarlo.

El pastorcillo tenía la piel aceitunada, el pelo oscuro y crespo, y los iris más raros y hermosos que ella había visto jamás. Parecían aclararse por instantes; sin duda, una ilusión óptica creada por la tintura oscura que rodeaba sus ojos y delineaba a lo largo su nariz y su barbilla, y que recorría sus brazos en forma de intrincados tatuajes.

A pesar de contar con su permiso, Luna buscó también la aprobación de Alexander, mucho más impresionado por los dueños de las criaturas, a los que estudiaba de soslayo.

—Hazlo si crees que reprimirte te marcará de por vida—cedió el joven divertido, ante su exagerada expresión de cordero degollado.

Ella no se lo pensó dos veces y bajo la atenta mirada de sus espectadores, posó su mano derecha sobre el lomo de aquella entrañable bestia peluda. Durante unos segundos todo fue bien, hasta que la mala fortuna quiso que un ave tuviera a bien posarse sobre la cabeza de uno de los yaks más viejos. El buey se alteró hasta el punto de provocar una pequeña estampida.

Alexander la apartó de la trayectoria de las bestias de un fuerte empellón y dejó que fueran los pastores los que arreglaran el desaguisado. No entendía mucho de yaks, pero sabía que aquella conducta, impropia de animales tan dóciles, correspondía a un estresante estado de alerta permanente. Esa certeza, junto con el peculiar aspecto del grupo de pastores, le hizo plantearse la posibilidad de que solo fueran adivasi contratados por algún patrón local, una práctica habitual en el lugar. Su falta de experiencia en el pastoreo justificaría que los animales se sintieran inseguros a su lado.

Decidido a evitar una futura catástrofe en la carretera, decidió convencer al grupo de que tomara un desvío hacia el río, a través de una antigua vaguada que conocía. Con esa intención se acercó hasta los adultos del clan, que permanecían a una distancia prudente de él y de Luna. Ella le vio alejarse con cierto resquemor, pensando que iba a disculparse en su nombre. Avergonzada, segura de que había obrado de forma irresponsable y caprichosa, buscó de nuevo la mirada del pequeño pastor para pedirle disculpas. Al hacerlo, se dio cuenta de que el niño había sido lo bastante rápido como para atrapar al pájaro culpable del revuelo.

—¡Eres muy hábil! —le felicitó, olvidando por un momento que no podría entenderla.

El chico no se pronunció. Se limitó a alzar el ave, sujetándola por las patas, dejando que aleteara un poco para que pudiera verla en todo su esplendor; se trataba de un bello ejemplar de plumas borgoña y pecho blanco.

—Es muy hermosa —opinó ella.

Sus ojos abandonaron al animal para centrarse en Alexander, que volvía de su encuentro con los pastores con el rostro desencajado y la mirada perdida. Fuera lo que fuera, lo que aquella media docena de hombres y mujeres le había dicho al guía, debía haberle impactado bastante. Sin duda, debían estar muy molestos con ellos dos.

Para no empeorar más las cosas, decidió regresar al coche, pero no había hecho más que darle la espalda al pequeño pastor, cuando el fuerte aleteo y los graznidos histéricos del pájaro volvieron a captar su atención. Se giró justo a tiempo de observar cómo, con sus pequeñas manitas, el niño retorcía el cuello del animal en un movimiento tan rápido como letal, para después ofrecérselo. Impactada, sin poder evitar recordar los animales muertos en su jardín, buscó una explicación en sus hermosos ojos, pero no la encontró: no había el más mínimo sentimiento reflejado en aquellos hipnóticos abismos, tampoco vestigios de humanidad, solo oscuridad.

Desde lo más alto de los riscos, gritos, aullidos y tambores enturbiaron el aire con temores infundados; volvía a ser presa de un ataque de pánico y su mente, incapaz de reaccionar, trataba de escapar de la realidad que le disgustaba a través de sus fantasías. Se le erizó la piel. Incluso podía sentir tirantez y dolor en el cuero cabelludo. Su columna vertebral se deshizo en repetidos escalofríos; el aire, enfurecido, describía círculos de hielo a su alrededor y su cuerpo empezaba a desprender calor para compensarlo. Aspiró hondo; sentía la boca y los ojos secos, las mejillas inflamadas y el corazón empujando la sangre hasta sus sienes con violencia. Aterrada, se tapó la cara con las manos e intentó suavizar su respiración.

<<Sólo está en tu mente. Puedes dominarlo. Sólo está en tu mente. Tú pones los límites>>. Repitió entre dientes, una y otra vez, hasta que sus pupilas proyectaron la noche y el fuego a su alrededor, y todo empezó a girar.

Los gritos y los tambores se aproximaron para animar a sus incorpóreos compañeros de baile: sombras danzarinas que burlaban las llamas y le susurraban al oído palabras inteligibles. Se vio a sí misma corriendo descalza por un bosque; deslizándose entre los matorrales prendidos a la velocidad del viento, llevando como respectivos guía y vigía, a un lobo y a un búho, y a sus monstruos como perseguidores. Sus jadeos se fundieron con aullidos y lágrimas cuando el oscuro abismo acudió a su rescate tras el eco de un disparo. Entre sus pequeñas manos heridas: una corona de flores ensangrentada. Aguardándola bajo sus pies, una líquida y burbujeante entrada al infierno.

—Alexander—llamó en un murmullo, cuando la locura cedió bajo el peso de sus párpados. Aún podía sentir el fluir de la sangre en sus manos.


Grasa disuelta en sangre relacionada con enfermedades coronarias.


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