RASSEN I

Por YolandaNavarro7

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Luna no recuerda nada de su pasado, aún así, terribles pesadillas nocturnas la ayudan cada noche a hacerse un... Más

RASSEN ARGUMENTO TRAMA PRINCIPAL TRILOGÍA
RASSEN ARGUMENTO <<LUNA>> Vol.1
Árbol genealógico (Relaciones entre los personajes)
INTRODUCCIÓN
CAP.1
CAP.2
CAP.3
CAP.4
CAP.5
CAP.6
CAP.7
CAP.8
CAP.9
CAP.10
CAP.11
CAP.12
CAP.13
CAP.14
CAP.15
CAP.16
CAP.17
CAP.18
CAP.19
CAP.20
CAP.21
CAP.22
CAP.23
CAP.24
CAP.25
CAP.26
CAP.27
CAP.28
CAP.29
CAP.30
CAP.31
CAP.32
CAP.33
CAP.34
CAP.35
CAP.36
CAP.37
CAP.38
CAP.39
CAP.41
CAP.42
CAP.43
CAP.44
CAP.45
CAP.46
CAP.47
CAP.48
CAP.49
CAP.50
CAP.51
CAP.52
CAP.53
CAP.54
CAP.55
CAP.56
CAP. 57
CAP.58
CAP.59
EPÍLOGO
LA NOVELA ESTÁ SIENDO REEDITADA Y CORREGIDA
IMPORTANTE: LA HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA. POR FAVOR, ÉCHALE UN VISTAZO.

CAP.40

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Por YolandaNavarro7

Lago Dal (Srinagar)

Luna no sabía en qué momento había logrado dormirse, pero sospechaba que debía rozar el alba; todo tipo de bichos con insomnio habían organizado una ruidosa fiesta alrededor del agua, incluyendo perros que aullaban como lobos. Había tenido innumerables pesadillas y sueños extraños, todos vinculados con el lago y las montañas. En algunos de ellos su objetivo besable desempeñaba diferentes roles: desde su dios del mar suicida, hasta el protagonista de una de las novelas rosa que Mina le hacía llegar al hospicio camufladas con sobrecubiertas de libros de arte. En circunstancias normales, eso le habría provocado ese vacío en el estómago y los sentimientos de culpa que la empujaban a hacer cosas que le hacían daño, para su propio asombro, en lo único que podía pensar era en salir afuera para admirar el paisaje.

Sentada en el borde de la cama, observó con detenimiento sus manos: en uno de sus sueños tenía tatuajes en las palmas y no había rastro ni de la cruz gamada, ni de las marcas de sus uñas.

—¿Cómo no se me ha ocurrido antes? —masculló.

Desde la pequeña terraza, admiró la exótica belleza del Dal. El lago, cobrizo bajo el sol de la mañana, estaba rodeado de hermosos jardines flotantes y poblado de lotos y nenúfares. Al fondo del paisaje líquido y esmeralda, los picos de las altas montañas y un puente bajo de madera enmarcaban un vasto horizonte, formado por edificios de colores terrosos y añiles, apiñados unos con otros como las uvas de un mismo racimo.

Miles de aromas se entremezclaban en el aire, la mayoría de ellos provenientes de la cantidad de comercios flotantes que habían invadido las aguas. Entre gritos y aspavientos, los vendedores ofertaban verduras, abalorios, ropas de lana, pashmina y shantush, azafrán, alfombras y miel, así como también ofrecían todo tipo de servicios, como cortes de pelo o limpieza de zapatos. Era difícil no sentirse lleno de vida al contemplar el bullicio de las conversaciones de compradores y vendedores, y el trasiego de las barcas. Un ritmo frenético que la incitó a cargarse de energía y a enfrentar la jornada con entusiasmo.

Al contrario de lo que esperaba, su excitación del día anterior no menguaba y eso era tan inusual como prometedor: empezaba a sentirse como un animal salvaje que había crecido en cautividad y que, de repente, se veía libre para explorar el mundo. ¿Se encontraría a sí misma mientras buscaba a su padre? Necesitaba averiguar quién era en realidad: ¿Sería la Luna de noble y confiable de Sor Constanza? ¿La medrosa y obediente de Martín? ¿La pazguata y comprensiva de Gabriel? ¿La enajenada y traumada de Clara? ¿La provocadora e hipócrita de Esteban? ¿Era la Luna víctima? ¿Era la Luna enferma? ¿La mojigata? ¿La prostituta? ¿Cuál de ellas había viajado a Srinagar?

En el porche, la Sra. Phritika se esforzaba por retener a Alexander, que parecía impaciente por abandonar el hotel. La mujercilla, por momentos ofuscada, por momentos divertida, daba gritos y sacudía los brazos alrededor de un enorme bulto y de los dos operarios que intentaban introducirlo en su hotel.

Nahi, nahi... ¡Nahi! —se resistía.

—Está usted asustando a los transportistas y no hay razón. Compréndalo, me siento responsable—intentó calmarla Alexander en inglés—; si hubiera llamado a un técnico, en lugar de intentar arreglarlo por mi cuenta, no hubiera tenido que comprar un telar nuevo.

En un momento de la discusión, en el que la mujer soltaba un largo soliloquio en hindi, él echó la cabeza hacia atrás en señal de derrota. Tenía los ojos cerrados y cuando los abrió la sorprendió a ella espiándole desde la terraza. Para su azoramiento y mortificación, le dedicó un guiño cómplice y una mueca pícara, provocando que ella corriera espantada hasta el espejo del tocador. Se quiso morir al comprobar que jamás había tenido peor apariencia; era como una de las macabras acuarelas de Marilyn Manson, o una de esas chicas fantasmales que aparecían en las pinturas de Christopher Shy. ¡A partir de esa misma noche sería disciplinada y se desmaquillaría a conciencia! Si no estaba demasiado cansada para hacerlo, claro...

Se dio una ducha rápida y malgastó más de treinta minutos en intentar maquillarse los dos lados de la cara de la misma forma, cuando volvió a recuperar la noción del tiempo, solo faltaban doce minutos para su cita con el taxista. Después de revolver un poco en su maleta, buscando algo cómodo y fresco que ponerse, eligió el vestido azul, de corte princesa y mangas tulipán, que su padre le había regalado para el viaje a la playa que pospusieron hasta dejarlo en el olvido, y un pañuelo de hilo blanco. Cuando intentaba decantarse entre sandalias o zapatillas deportivas, una risilla infantil y rumores de chapoteos la invitaron a salir de nuevo a la terraza, con la promesa de encontrar a Alexander jugando con alguno de los hijos pequeños de la Sra. Phrithika. Por desgracia, en el porche ya no había nadie. Torció el gesto: olía a humo y a las tortitas griegas que su padre hacía para desayunar cada aniversario de su adopción. Se percató entonces de que los sonidos, cada vez más cercanos e intensos, procedían del interior del cuarto; su pequeño fantasma no había querido dejarla sola durante aquel viaje. Tuvo que agarrarse al marco de la puerta de la terraza para no caer de bruces al suelo al girarse. No podía gritar. No podía moverse. No podía dejar de mirarla.

Los rayos de sol que se colaban desde el exterior hicieron centellear el polvo del ambiente, que se arremolinaba dentro de la neblina espesa y dorada que le daba forma al espectro. En las cuencas de sus ojos, redondas y oscuras, resplandecían párpados e iris cada poco segundos, al igual que los agujeros de la nariz y la apertura de la boca. Aquel juego de luces y sombras le daba una falsa sensación de movimiento, y la impresión de ser el negativo viviente de una fotografía. Incluso podría haber sido hermosa de admirar, si no destilara frío y dolor, y si no tuviera la fea costumbre de gritar, para desvanecerse después. Cuando por fin lo hizo, pálida, temblorosa y sin fuerza, Luna se cepilló el pelo, preparó su bolso y salió al pasillo, dónde Tanvi charlaba con uno de sus huéspedes indios. La muchacha parecía nerviosa y preocupada.

—¿Está usted bien, señorita? —se interesó la joven —. Hemos oído gritar. He venido enseguida... ¡Ha sido muy extraño! ¡Los ladrones atacaron a un turista en el lago!

Luna estaba tan asustada que pasó por alto el origen del miedo de la chica para intentar explicar sus propios miedos. ¿Había gritado? Podría jurar que no. Pero estaba claro que lo había hecho...O, tal vez... Solo tal vez... ¿Acaso sería posible que la india hubiera escuchado a la pequeña Luna? No, por supuesto que no, porque ella solo existía en su cabeza.

—¿Oíste gritar a una mujer o a una niña? —inquirió esperanzada.

La muchacha ladeó la cabeza, pero no llegó a asentir, y le hizo saber que su primo Anjay la aguardaba dentro de su taxi en otra orilla, después retomó su conversación con el otro huésped.

Luna corría ya escaleras abajo cuando se topó con Alexander, que subía cabizbajo y pensativo. Feliz de verle, le dio los buenos días con una sonrisa. Él la miró de arriba abajo, sin despegar el mentón del cuello para hacerlo, antes de desearle lo mismo en hindi.

—¿Apresurada? —le preguntó coqueto, en español, al tiempo que extendía un brazo para impedirle el paso.

—Sí —contestó ella, sin desviar la atención de sus ojos (aquella mañana mucho más gélidos e inaccesibles que la noche anterior).

—No lo parecías tanto cuando me espiabas hace un rato —la acusó él, sin inmutarse.

—Yo... Solo estaba tratando de admirar el paisaje; anoche todo estaba oscuro—intentó excusarse ella.

—Sí, las noches oscuras son lo peor de Srinagar—se burló el griego—. <<Empieza el día con algo dulce y acábalo con algo más dulce>> —citó, tendiéndole un pastelillo medio envuelto en una servilleta.

Luna, avergonzada, dudó unos segundos antes de inclinarse para cogerlo. No pensó en que tenía las manos ocupadas con su bolso, el cual ni siquiera le había dado tiempo a cerrar, y, por más malabarismos que hizo, acabó perdiendo el equilibrio y dejándolo caer al suelo.

Haciendo gala de unos reflejos propios de un depredador, Alexander evitó que ella también rodara por los escalones sujetándola con fuerza por la cintura. Un movimiento brusco, que hizo que sus caras quedasen a penas milímetros de distancia. Algunos de sus objetos personales comenzaron a rodar escaleras abajo. Por fortuna, lo único con valor que atesoraba había ido caer a los pies del griego. Cuando ella clavó la mirada en el objeto, él hizo lo mismo.

Mientras Alexander observaba embelesado el colgante con el emblema de TSC, reluciendo sobre la punta de sus botas, Luna tuvo la impresión de que el tiempo se había detenido para ambos. Cerró los ojos y se centró en controlar su ritmo cardiaco. Ese hombre olía tan extraordinariamente bien que todos sus sentidos se habían disparado. Al igual que la noche anterior, y sin una razón aparente, sus hormonas comenzaron a jugar a con sus neuronas como si fueran canicas; no quería que él la soltase jamás, aunque su fuerte abrazo apenas si la dejara respirar.

Por su parte, el griego no sabía muy bien lo que hacía, simplemente no podía apartar la vista de aquella maldita joya. Estaba seguro de que se trataba de la falsificación que había enviado a Luna Munt. Por consiguiente, la rubia de ojos tristes (que había estado amenizando sus fantasías eróticas) no podía ser otra que Olympia Menonunos: la chica que había prometido proteger y a la que había aprendido a amar a través de sus diarios. Ella había estado todo el tiempo frente a él. ¿Qué había ocurrido con el monstruo deforme y repugnante que describía en sus escritos?

Alexander sintió vergüenza y repulsión de sí mismo, de su estupidez y de su soberbia. La soltó como si quemara. Su piel dorada se volvió casi transparente y sus ojos adquirieron una profundidad abismal.

—Oly—balbuceó. Incapaz de moverse. Ni siquiera podía parpadear.

Luna estaba sumida en tal estado de obnubilación que fue incapaz de escuchar lo que él le decía. Solo alcanzaba a ver el anhelo y el sufrimiento en aquellos ojos grises, que adormecían su conciencia. Hubiera dado cualquier cosa por saber qué era lo que atormentaba a aquel hombre. Para su decepción, con la velocidad del rayo, él le devolvió el colgante de su padre y se apartó de ella, como si fuera venenosa, dejándole vía libre para irse. Ni siquiera se despidió. Ni siquiera aguardó a que le diera las gracias por el dulce o por haberla sujetado. Decepcionada y confundida, empezó a recoger el resto de sus pertenencias de los peldaños.

—¿Luna? —preguntó el griego, con su voz profunda, y una mirada desafiante desde el recibidor. Tenía que asegurarse.

El corazón de la rubia se detuvo; su nombre pronunciado por aquellos labios era como música celestial. Lástima que él hubiese usado aquel tono de voz tan siniestro.

Se giró e irguió, para poder verle por encima de la barandilla, esperando encontrar algo más que el gesto de dolor y la mirada tormentosa con la que se topó. Tardó un poco en darse cuenta de que él sostenía su cartera en una mano. Ante un gesto de asentimiento suyo, hizo que la cazara en el aire, lanzándosela desde abajo, después salió del hotel, sin decir adiós. Con paso torpe y rezando para poder encontrar una shikara libre, ella siguió sus pasos poco después. Por fortuna, no tuvo que esperar mucho.

Como Tanvi le había prometido, su primo Anjay la aguardaba en una larga pasarela de tablones de madera en el embarcadero, frente a una hilera de las fuentes tipo géiser del lago, y portando un cartel con su nombre.

Alexander necesitó unos minutos a solas, en su rincón favorito del embarcadero, para volver a retomar el control sobre sí mismo. No podía parar de reprocharse lo estúpido que había sido al no darse cuenta de que la rubia solitaria y Olympia eran la misma mujer. Estaba claro que la lectura de los diarios de la chica había interferido de forma negativa en su capacidad de raciocinio y en su perspectiva, y le había hecho sacar conclusiones erróneas respecto a las posibles secuelas que el incendio había dejado en ella. No en vano, en ellos Oly se describía a sí misma como una especie de engendro oscuro y desfigurado, sin un atisbo de atractivo, incapaz de parecer cuerda y de despertar cualquier tipo de sentimiento positivo en los demás. Una descripción muy alejada de la realidad. ¿Acaso podía estar tan ciega? ¿Tanto se odiaba a sí misma que no podía verse como realmente era?

—Dulce, frágil, noble, hermosa... —enumeró Alexander, con un nudo en la garganta—. Mentiroso, manipulador, cruel, cínico... —se describió, sin poder contener las lágrimas.

Era un pervertido, un desgraciado... Él y la pequeña Oly... ¿Cómo había podido pasar? Solo la casualidad había evitado que le fallara una vez más a Maia Menounos. La pobre madre de su rubia triste debía estar retorciéndose en su tumba.



Adverbio de negación. <<No>> traduc. hindi.

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