V-Virus #TBNAwards18

Por savlgh

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Años y años de sufrimiento, una vida no vivida. Ambientada en un mundo post-apocalíptico, esta historia narra... Más

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SAÚL (II)

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Por savlgh

Inhalé. La agradable corriente del viento que corría por el pequeño cuarto me oxigenaba el cerebro de tal forma que me hizo desvelar de golpe. Habían pasado ya tres años desde que conocí a Judit y a su familia por pura casualidad. De hecho, ese día era el aniversario del que para mí había sido el mayor cambio de mi vida, seguía viendo constantemente a su familia y como si por tradición se tratara almorzaba siempre en su casa. Una y otra vez de manera incansable, como las agujas de un reloj, para fastidio de las hermanas y del conserje. Me duché rápidamente, no quería perder el tiempo pese a que las gotas que corrían por mi cabeza me refrescaban de tal forma que parecía que me estuviera bañando en el interior del río Leteo, olvidando las memorias de todos los días perdidos en el orfanato. Ágilmente me vestí y me calcé las grandes bambas rojizas que me habían regalado por mi cumpleaños, unas bambas que acepté efusivamente aunque con cierto reparo y que causaron un gran revuelo entre los niños del orfanato. Dentro de este me desenvolvía sin hacer demasiado escándalo, como había hecho hasta ahora, pero no permitía que me pisotearan como los años anteriores, comprendí que el martirio sufrido los años pasados no podían continuar.

-¡Vamos chicos, que es el último día de curso, hay que celebrarlo!- gritaba contenta una monja.

Lucía una sonrisa que hacía que las religiosas se extrañaran, aunque no era por sus intentos de celebrar el término del año lectivo, sino por pasar el verano en ese pequeño piso del barrio gótico. Como si fueran pasajeras alucinaciones, como un autómata realizaba las tareas que me ordenaban las profesoras: la fotografía de final de curso, que tan sólo era una fachada de lo que se cocía realmente en el lugar, coger un trozo del mediocre pastel del desayuno... Simples salvapantallas que debía superar hasta que llegara el mediodía y pudiera hacer la pequeña maleta con todo aquello indispensable.

-Saúl, me han contado que ya tienes una familia...Pero, si tanto te quieren... ¿Por qué no te adoptan?- me dijo uno de los tantos niños de mi alrededor.

Le miré con cierta indiferencia, pero sin dejar de lado mi felicidad, en estado latente, incandescente, a modo de flama que brotaba de mi interior, ese día no podía salir nada mal, estaba estipulado que todo saldría bien.

- No lo sé, tampoco te interesa- contesté.

El chico tampoco estaba por la labor de meter más cizaña, atolondrado y ya absorto haciendo payasadas con el resto de compañeros y a partir de ahí, los engranajes del tiempo aceleraron y a la una en punto ya tenía hecha mi mochila con los colores del Barcelona, una mochila enorme pero que contenía relativamente pocas cosas, las absolutamente necesarias. Ya preparado, salí de mi cuarto sin tan si quiera echar la vista atrás, corriendo hacia el despacho de la madre religiosa donde se encontraba mi abuelo haciendo los trámites para terminar de esclarecer pequeñas aclaraciones sobre el intervalo de tiempo en el que estaría fuera.

Casi riendo, de forma brusca entré en ese despacho, estaba el abuelo, sor María, la madre superiora y un fantasma del pasado. El alma se me cayó al suelo. Mi afán por irme con el abuelo y escapar del purgatorio que representaba para mí ese orfanato había colapsado. Poco a poco mis piernas empezaron a tiritar, enlazadas por un cable a unas maderas imaginarias cual títere, mi tez ruborizada pasó a un blanco enfermizo, casi del color del que pintaban las paredes de un manicomio; ella no, ese día no.

-Oh, hola Saúl- dijo apoyada en su mano derecha sor María, con cierta pesadez.

No podía razonar ninguna palabra. Pasmado ante tal inesperada situación y paralizado por el pánico que corría bravamente por mi torrente sanguíneo decidí dar un paso atrás, ella me miraba fijamente con las órbitas oculares enrojecidas, maquillada de una forma abrupta que dejaba divisar las secuelas que le dejaban esas venenosas sustancias. Temeroso miraba al abuelo; él lucía un rimbombante sombrero cubano blanco y aunque con cierto estupor por la repentina aparición de mi madre se mantenía seguro, apoyado en su metálico bastón de madera con un brillante y reluciente mango caoba.

-Tranquilo chico, ahora nos vamos- me dijo serio.

Fue entonces cuando mi madre se me acercó, se le veía feliz pero yo no la quería: quería irme con la que ya era mi verdadera familia, mi única familia.

-¡Hola Saúl! ¿Qué tal el curso? ¿Te ha ido bien, verdad? ¡Sé que eres un chico muy listo, he visto tus notas!-

Me fijé en su desgarbado pelo negro, qué diferencia con el cuidado y suave pelo negro de Gisela, la que era para mí mi verdadera madre. Ella extendió sus brazos hacia mí, con diminutos agujeros y moratones que acompañaban su destrozada epidermis.

-¡Saúl! ¡Mírame! ¡Estoy rehabilitada! ¡Pronto podré volver a tener tu custodia! ¡Volveremos a ser una familia!- exclamaba persiguiéndome mientras yo me refugiaba en la americana color escarcha del abuelo.

Nunca habíamos sido una familia, ella no era más que el núcleo de todos los problemas que me habían acarreado durante la vida, apoyados en mis hombros, siniestros espectros que sobrevolaban mi cabeza cuales gárgolas.

-Señora por favor...- suspiró sor María.

Fue en ese instante en el que intervino el abuelo, elevando su soberano cayado e interfiriendo entre nosotros dos.

-¡Es mi hijo, sólo quiero abrazarle! ¡Usted no es nadie, entérese, es mi hijo y es mío!- gritó desesperada.

-Señora... Le recomiendo que se marche y que si realmente quiere a Saúl se rehabilite por completo- dijo el abuelo.

-¡Pero es que es mi hijo y yo soy su madre! ¿Verdad que sí, cariño? ¿A que prefieres venir conmigo?- dijo ofreciéndome su mano.

La sala se quedó muda, la enorme tensión que había suscitado la presencia de mi madre había colapsado a todo el mundo pero después de mirar al abuelo supe exactamente lo que iba a decir, ya no tenía miedo y las piernas permanecían inmóviles clavadas en el parqué del suelo, la locomotora que insuflaba la sangre a todo mi cuerpo cesó de ir a una velocidad extrema permitiéndome pensar con claridad y seguridad:

-Tú no eres mi madre y nunca la has sido, nunca te has preocupado por mí, yo quiero al abuelo y a Gisela y a Judit- dije secándome una lágrima que caía por mi mejilla -Ellos son la única familia que tengo...- acabé mientras el abuelo me abrazaba.

La expresión facial de mi madre biológica cambió radicalmente, estancada por las duras y punzantes palabras que se habían clavado en ella.

-¿Va todo bien?- dijo entrando el conserje.

Fue la única vez en toda mi vida que me alegré de ver a Juan.

-Por favor, acompáñela a fuera- dijo sor María levantándose.

Al contrario de lo que pensaba, mi madre no montó el caos, educadamente apartó a Juan y se dirigió por su propio pie hacia la salida. Con los ojos ya cerrados, intenté mantener la calma y volver al fugaz estado de seguridad en el que hacía unos pocos y efímeros segundos había estado. Sor María me puso la mano en el hombro y exhalé los funestos espíritus que había despertado en mí esa mujer, liberándome de la terrible ansiedad por la cual había pasado.

-Saúl... Te juro que la próxima vez me habré rehabilitado... Te lo juro cariño- llegó a espetar con un débil susurro mi madre con la voz quebrada.

Los posteriores días fui relajándome y habituándome a estar con Judit y el resto de la familia. Las noches jugando a cartas en el balcón que daba a la basílica de Santa María del Pi abrigados por los refrescantes golpes de viento, las mañanas en los parques de la ciudad, excursiones a la montaña o al zoo... Los veranos se pasaban de una forma vertiginosa pero sin lugar a dudas merecían la pena; vivía dos realidades que a veces me confundían pero que una era necesaria para que la otra se cumpliese, así como una simbiosis entre el bien y el mal. Pero ese año iba a ser diferente, íbamos a ir a la masía del abuelo, rodeada de naturaleza y verdes campos, toscanas siembras amarillas que pintaban una idílica campiña realizada por un gran maestro pintor como Van Gogh, una bucólica estampa que a lo largo de los años y por los giros que daba mi vida acabaría por derrotarme, menuda ironía.

La noche víspera de la partida hacia la masía me acosté mirando por el balcón, tumbado en el sofá cama en el que dormía.

-Buenas noches Saúl- dijo Gisela dándome un beso en la frente -Descansa que mañana nos despertaremos pronto-

Los últimos dos años no había podido ir a la masía porque Gisela se encontraba trabajando fuera del país, tenía entendido que trabajaba en algún ámbito científico relacionado con la neurocirugía y por ello viajaba constantemente a Francia, a Inglaterra, a Estados Unidos y a una infinita lista de países, era por este motivo que los últimos meses había conseguido reunir bastante dinero. La noche en ese piso me hacía reflexionar sobre muchísimos temas distintos, tal vez sugestionado por la vista de una virgen en la fachada del edificio me preguntaba por qué había tenido la mala suerte de haber sido huérfano, o más bien, repudiado por mi propia madre en su momento, me preguntaba el por qué tenían que pasarme sucesos tan amargos a lo largo de mi existencia si Dios sólo quería el bien para sus hijos. No lo entendía. No había razón alguna por la que aplicarme tan severo castigo y aunque me formulé multitud de veces la misma cuestión jamás llegué a desenterrar el cofre que me pudiera desvelar esa secreta incógnita que me atormentaría durante toda mi vida. Quién me juzgaba y con quién jugaba a mortificarme de aquella manera. Mis párpados, pesados, se cernían sobre mí como el tímido chispeo que caía sobre la ciudad, sonando sus rebotes contra las baldosas del balcón e introduciéndose su eco alrededor de la sala. Poco a poco, fui anestesiándome hasta que me quedé adormilado, perpetrando en mi fantasioso mundo de los sueños.

Era raro no escuchar la alarma, inconscientemente dormía intranquilo, esperando a que ese tigre se abalanzara sobre mí, ya había desarrollado reloj interno integrado en mi cerebro que la mayoría de veces me conseguía despertar a la hora de las clases pero en cambio de ese tormento, Gisela me despertó suavemente-

-Vamos Saúl, es hora de irnos-

Adormilados, tanto Judit como yo vagábamos por las escaleras del antiguo edificio agarrados de la barandilla para llegar hasta el coche que reposaba a unos metros de distancia del domicilio. La lluvia seguía cayendo tímidamente mientras la luz del Sol se abría paso entre las callejuelas color ocre oscuro del barrio, reflejando la cortina de vaho que se había acomodado en la luna del coche, el abuelo se colocó en el asiento del copiloto y Gisela a los mandos de la nave mientras encendía el motor cuyo rugido no hizo otra cosa que amodorrarme más. La larga carretera a través de las siembras bajo una muy temprana y nublada mañana no fue más que un sueño para mí, tal vez igual que ese verano, una de las mejores temporadas de mi vida se convirtió en un arma de doble filo; la felicidad con la que viví fue proporcional al tiempo que me parecía haber estado en esa masía.

La vuelta a las clases fue dura pero llevadera, sabía que mi período de estancia en el cielo era temporal y fui habituándome, además cada día seguía estando junto a esa familia. Era extraño, al fin y al cabo no era más que una rutina pero no sé el por qué pero jamás me sentía saciado de sus compañías.

El otoño finalizaba y las pocas hojas caducas que restaban firmes al paso tiempo en las ramas de las árboles iban cayendo. El agua de la ducha volvía a sentirse helada sobre mis cabellos, punzando en cada vértebra de mi columna como si fueran finas agujas de acupuntura. Sinceramente, la amargura que provocaba en mi interior esos momentos del día me afectaban las horas siguientes, excepto aquel día de diciembre, sin motivo alguno me sentía despierto y fresco, como si no hubiera sucumbido a la sugestión de mi propio cerebro como de costumbre. Fue ese mismo día en el que al salir de las clases no había nadie esperándome ahí fuera. Estaba sólo acompañado de mi inerte banco, como hacía unos años aunque tampoco le estaba dando demasiada importancia, sencillamente sería un inoportuno retraso del abuelo. Pero no fue así. Miraba el reloj del corpulento hombre que tenía a mi derecha y las agujas no hacían otra cosa que no fuera girar, permanentemente, castigadas en un bucle infinito a no descansar. Las horas pasaban y yo decidí ir en busca de mi familia, temía que les hubiera pasado algo: sería como arrebatarme la última cuerda de huida; cerrarme la última puerta. En su portal, temeroso, llamé al timbre, una, dos, tres,... Infinitas veces y todas con el mismo resultado: negativo. Ese día habían desaparecido. Pero no quería apresurarme, habría alguna razón lógica por la cual no estuvieran, las personas en la vida real no desaparecen y aparecen por arte de magia pese a la cómica existencia que había llevado hasta ahora, me persuadí a mí mismo de que el destino no sería tan caprichoso como para fastidiarme nuevamente; de que manera más ingenua subsistía.

Volviendo al orfanato vi a mi madre biológica entrar en él. Extrañado, observaba como Juan le dejaba entrar dentro como si nada y eso no me agradaba ya que sólo permitía visitar el orfanato con una cita previa y en ese caso, seguro que el tema sobre el que iban a tratar era yo pero quería enterarme de que se trataba, tal vez la curiosidad mataría al gato pero era tan grande la necesidad de saberlo que se apoderó de mí con tal fin de cazar esa incógnita.

-¿No han venido hoy?- preguntó extrañado el conserje.

Yo hubiera dejado a Juan sin averiguar la respuesta pero como ese día de hacía ya 4 años había aprendido la lección simplemente se lo negué de forma hastia con un movimiento de cabeza para llegar raudamente a la sala de la madre superiora. Inhalé aire y tragando saliva, abrí la puerta y me presenté firme ante ellas dos. Al contrario que en nuestro último encuentro, mi madre lucía más elegante, bien pintada, como si fuera a una reunión o incluso a una cena de gala obviando por su vestimenta. Sus ojos marrones no tenían ningún tipo de rojez, poseían un tono blanco pero no pálido, carentes de color pero no de vida. Ninguno de nosotros tres abríamos la boca por culpa de mí inesperada entrada.

-Hola- me atreví a exclamar.

-Hola Saúl, ven, siéntate aquí- dijo sor María señalando una silla al lado de mi madre.

Ella seguía sin decir nada pero me atrevería a decir que se guardaba esas ansias por miedo a atemorizarme como la última vez.

-Bien Saúl, no me esperaba que vinieras porque te iba a llamar ahora pero ya que estamos quería comentarte la situación actual de tu madre- miró a mi madre y ella asintió relajadamente -Tu madre lleva 6 meses sin tomar ninguna droga, el Estado en estos casos da un tiempo mínimo de rehabilitación completa de 2 años para poder adoptar a un niño, es por ello que te iba a llamar aunque todavía es muy pronto para decidir nada-

Yo me quedé impasible, sin mirar a mi madre no quise articular palabra, no me servía de nada: no era una simple mercancía, entonces ella, al ver que no decía palabra se dirigió a mí.

-Saúl, he encontrado un trabajo... Bueno, aún no es fijo pero estoy rehabilitándome y te puedo jurar que no he tomado ni tomaré nada más, quiero tener una familia tanto como tú, volver a ser una familia-

Volver. Insistía siempre con esa palabra, tanto ese día como las decenas de jornadas que nos entrevistamos. Al día siguiente fue Gisela quien pasó a recogerme, la verdad es que podía incluso presentir el dolor que podría acarrearme no saber nada de ellos un día más pero por fortuna no fue así, nada más verme me abrazó.

-¡Saúl! No sabes cuánto lo siento, ayer estaba fuera de la ciudad y me llamaron del hospital porque ingresaron al abuelo- en ese momento sentí una presión en el tórax, como si el corazón palpitara con la intensidad de un ferrocarril -Llevaba unos días con dolor y el imbécil se lo tenía guardado y cuando fue a por Judit al colegio sufrió un desmayo-

-¿¡Pero el abuelo está bien!?- le interrumpí.

-Sí ahora sí, tranquilo, Judit está con él en el hospital, si quieres vamos a verle-

Yo no me pude negar, el abuelo era la persona más preciada que tenía en la vida, fue él quien aquel día se negó a dejarme abandonado en ese orfanato, él fue quien me salvó y yo tenía que estar con él pasase lo que pasase.

-¡Sí! ¡Vamos, vamos!- dije apresurado.

Dando la mano a Gisela empezamos a correr por el ya empapado suelo de las callejuelas hasta llegar al coche. Nada más arrancar, las gotas de lluvia empezaron a caer de manera más descontrolada, furiosas, como si quisieran ralentizar nuestro trayecto, como si fueran fangosos baches en medio de una carrera de cien metros lisos. Moviendo los dedos entre sí de manera automática, el viaje se me hizo eterno, intranquilo por ver al abuelo. Bajo el amparo del paraguas azul marino de Gisela cruzamos la sala de espera y las tantísimas habitaciones de pacientes que había en el hospital hasta llegar a la del abuelo, Gisela llegó resoplando unos metros detrás mío. Nada más entrar vi al abuelo asomado al balcón del hospital ataviado con la bata blanca del centro hospitalario y conectado a una máquina que le suministraba suero, al ver eso me quedé un poco conmocionado pero al ver a Judit feliz me quedé más tranquilo.

-Pues parece que va a llover aún más... Vaya mierda de día- dijo el abuelo.

-¡Abuelo!- dije abrazándole por sorpresa.

Él se tambaleó un poco hacia los lados del impulso que había tomado al abrazarle.

-Cuidado, cuidado, a ver si me vas a dejar peor aún- dijo riendo y abrazándome también.

-¿Qué te pasa?- le pregunté.

-Nada, mira, si yo estoy más fuerte que un roble- dijo enseñando sus bíceps -Lo que pasa es que me dio un ataque de viejo pero tranquilo, ya estoy mejor y pronto me sacarán de aquí-

Un casi total alivio recorrió mi cuerpo pero aún así no me lo acababa de creer del todo, conocía bastante bien al abuelo porque era con quien más rato pasaba y siempre decía lo mismo; aun así, me reconfortaba saber que todo había sido una pesadilla. Una momentánea pesadilla.

A las pocas semanas, prácticamente en épocas navideñas, el abuelo ya fue dado de alta y volvió a casa. Gisela nos dejó ir a verle en muy contadas ocasiones, como si pudiéramos contraer alguna enfermedad remanente por el aire del hospital o al contrario, como si pudiéramos nosotros llevar alguna que acabara de rematar al abuelo. Aquellas navidades las volví a pasar en su casa, desde luego era mejor que pasar frío y aburrimiento en el orfanato aunque la peor parte eran los regalos, me sentía incómodo aceptándolos, sé que me querían como a un hijo pero aún así no me hacía a la idea de que un pobre chico hubiera tenido tanta suerte y hubiera calado tan profundamente en sus corazones. Uno de esos días volví a entrevistarme con mamá, Gisela y sor María. Mi madre biológica siguió limpia, al contrario de lo que quería ya que lo último que deseaba era acabar viviendo bajo el mismo techo que ella. Tampoco cambió su manera de actuar delante de la monja María, sosegada y calmada, parecía que estuviera armando un plan; ataviada tras una máscara como la bruja de Hansel y Gretel. O tal vez ya mi inestable cabeza daba por hechos sucesos que aún se tenían que formar.

El último curso de la primaria fue un placentero viaje por más mares de saberes, sin demasiado esfuerzo llegó el final de curso. El abuelo había recaído algunas veces de su enfermedad, que Gisela mantenía en secreto, es más; posiblemente ni ella misma llegó a conocer la magnitud del asunto pero se le veía casi igual que siempre, puede que un tanto más cansado pero por las horas que pasaba en el hospital, que se le hacían tan pesadas como yunques de hierro. A Judit empecé a verla con otros ojos, nunca le había considerado mi hermana ni muchísimo menos, más bien como a mi mejor amiga pero estaba claro que estábamos dejando de ser niños, pasando a empezar a comprender cómo giraba el mundo.

Fue el último día de curso cuando el abuelo fue a buscarme para ir a casa cuando noté que le ocurría algo. Estaba más serio que de costumbre más distante del mundo en general pero al ver que me estaba preocupando por él empezó a comportarse como siempre. Ese verano también fuimos a la masía, teníamos planeado estar todo el mes de julio ya que a Gisela le iba genial en el trabajo. El día antes, Judit y yo mientras jugábamos a las Nintendo, de forma casual salió el tema del abuelo.

-Oye, ¿Tú has notado que el yayo...?- me preguntó Judit mientras tecleaba una serie de combinaciones en la consola.

Sin dejar de mirar el combate que llevábamos a cabo en el mundo virtual, le contesté:

-Está... ¿Diferente?-

Ella dejó pasar unos segundos.

-Sí, es como si fuera el mismo pero no sé, a la vez alguien distinto, nunca le había visto así y pensaba que sólo eran cosas mías-

Yo también quería que fueran paranoias internas pero la realidad reflejaba algo distinto, un sentimiento de tristeza inundó de golpe una parte de mi pecho.

-Bueno, no sé, tal vez sólo sea que estos meses ha estado muy cansado y todas las cosas que ha tenido le han bajado las defensas o algo parecido-

-Puede ser... Pero es que me da miedo, ya sabes, que le pase algo malo- dijo afligida.

-Ya... Bueno, piensa que si Gisela está tranquila es porque no tiene nada- le dije.

En ese momento, Judit se apoyó en mi hombro, ambos estábamos atemorizados por la posible enfermedad del abuelo, un fantasma que acechaba constantemente, aunque ni si quiera sabíamos ni si era real. Esa noche volví a dormir observando la virgen de la basílica, reposando en el remate de piedra de la pared llevando en sus férreos brazos a Jesús, esa benévola persona de la que tanto había escuchado hablar pero que jamás había podido llegar a ver, eso era lo que llamaban fe y sin lugar a dudas en esos momentos la necesitaba más que nunca por ello esos días había comenzado a leer la Biblia. Me parecía un burdo libro que costaba horrores leer, comprender cada una de sus metafóricas parábolas me agotaba pero necesitaba llegar al punto de obtener esa fidelidad ciega; pero realmente el camino que me esperaba iba a estar lleno de trampas.

A la mañana siguiente, un radiante y soleado día nos saludaba desde el cielo. Un cielo azul, puro y cristalino nos abrazaba dejando clara su inmensidad sin una sola nube. Los residuos del combustible de los aviones formaban unos bonitos patrones que parecían las escaleras o los albinos senderos celestes.

-¡Tened cuidado! Estos niños van a acabar conmigo de verdad, ya no sé cómo decirles que bajen las escaleras poco a poco... ¡Qué os vais a caer, joder!- exclamaba Gisela.

Nosotros no le hacíamos caso, ya hacía muchísimos meses que me había habituado a ser uno más. Si el hábito hace al monje, bajar las escaleras corriendo como si de una escena de Indiana Jones se tratara era nuestra sotana.

-Son niños, si se caen rebotarán- dijo riendo el abuelo.

-Ya papá, seguro que rebotarán cuando se descalabren la nuca contra el suelo-

-¡Corre, corre!- grité.

-¡No Saúl, no salgas por esa...!- dijo Gisela, parándose en seco al ver a la persona que tenía delante.

Mi madre se encontraba a punto de llamar al timbre, con un cierto grado de sorpresa, dio unos pasos hacia atrás en señal de respeto. Iba vestida con una camiseta de tirantes blanca y unos tejanos azules, en verdad hacía bastantes días que parecía una persona normal y educada, reinsertada en la sociedad.

-Oh, hola- dijo al ver que mi madre llegaba al último escalón.

-Hola, ¿Quiere algo?- le preguntó Gisela.

-No, bueno, en verdad sí- titubeó -Sor María me dijo que iban a ir a su masía y yo quería hablar con usted por un asunto que me ha comentado- dijo sonriendo.

Gisela era una mujer de carácter fuerte y al ver la mirada que le lancé supo las palabras exactas que decir:

-Tenemos prisa, si no salimos ahora nos encontraremos con un atasco enorme en la autopista- dijo tirando de ingenio.

-Ya... Lo sé, he intentado llegar lo más rápido posible, de hecho me parece totalmente bien que os vayáis de vacaciones, es algo necesario...- mencionó intentando capturar a Gisela para que la escuchara -Pero si tan sólo pudiera hablar con usted un par de minutos se lo agradecería muchísimo, por favor- dijo casi juntando las manos en forma de plegaria.

Me resultó muy extraña la visita de mi madre pero Gisela accedió a concederle unos pocos minutos, apartadas de nosotros tres por una veintena de metros.

-Bueno, sor María, además de decirme lo de la masía, ayer por la noche me llamó para comunicarme que tienen intenciones de adoptar a Saúl...- dijo.

-Sí es cierto, en nuestra familia se siente uno más, es feliz y...- replicó a la defensiva Gisela, la cual fue cortada por mi madre.

-Lo sé, sé que es feliz, y también sé que por eso mismo si es tan feliz con ustedes debe quedarse con ustedes, a él no le he causado más que problemas desde el día mismo en que nació y veo muy injusto por mi parte querer interceder ahora, mi hijo no es una mercancía y por ello quiero que se quede donde él sea más feliz aunque por ello tenga que odiarme el resto de su vida- expresó sollozando mi madre.

Gisela, al ver tan afligida a mi madre intentó sacar hierro al asunto.

-Saúl tampoco le odia, no se equivoque, pero le abandonó y eso hizo huella en él, piense que ha vivido recluido en un orfanato de mierda toda su vida pero no le odia...-

-Sí, sí que me odia, y yo también lo haría si estuviera en su lugar... Por eso me quedaré al margen pero por favor, sigan cuidando de él-

El telón corrió sobre mis ojos durante toda la transición de esa escena gracias a mí abuelo, que nos mantuvo ocupados contándonos adivinanzas. Por suerte o por desgracia, jamás pude llegar a escuchar las palabras que dijo mi madre sobre mí; destapando su careta.

Recuerdo la estancia de ese año en la masía como la más especial. Ya desde la llegada noté que la pequeña finca estaba rodeada de un aura especial, ni buena ni mala, pero notaba algo en el ambiente, una sensación que jamás volví a tener hasta muchos años después, una sensación de que el tiempo permanecía estático, donde debía de estar, manteniendo un ilógico e imposible orden, de hecho los días me pasaban extremadamente lentos pero no me resultaban soporíferos sino más bien al contrario, cada jornada sin variar mi rutina era en si mismos diferentes. Me sentía totalmente a gusto, todo lo feliz y a gusto que una persona podía estar.

Uno de esos días, rondando ya la segunda semana, hicimos una barbacoa nocturna a la luz de la luna, que lucía esplendorosa en el limpio cielo nocturno. Judit y yo nos entreteníamos tirando pequeños petardos y encendiendo bengalas que iluminaban de distintos colores el florido jardín, impregnado del olor de las tantísimas flores distintas que había que se mezclaba con el olor a carne a la parrilla. La cena distendió entre risas, se alargó un poco más de lo esperado por la tardanza del abuelo en bajar al jardín.

-Saúl, ves a llamar al yayo y dile que baje, que tenemos hambre y al final vamos a cenar a las doce- me dijo Gisela.

-¡Voy contigo!- dijo Judit.

-No, tú ayúdame a poner los platos- le ordenó Gisela.

Judit refunfuñó pero yo ya estaba prácticamente entrando por la puerta vidriada de la masía que daba al jardín.

-¡Abuelo! ¡Abuelo!- le llamaba sin obtener respuesta -¡Abuelo, que la comida se enfría!-

Rebusqué por las campestres habitaciones típicas de las casas de la zona rural catalana pero no pude encontrarle, harto y con las tripas vacías, decidí sin darme cuenta entrar en uno de los lavabos de la casa.

-¡Abue...!- balbuceé sorprendido -¿Qué... qué estás haciendo?-

Al entrar, vi al abuelo inyectarse un líquido a través de una jeringa, un líquido blanco cristalino que no tenía ni la más remota idea de lo que podía ser. Nada más verme, de un movimiento casi instantáneo, guardó la caja que contenía el medicamento en el armario de las medicinas y tiró la pequeña jeringa por el váter. Su nerviosa cara y el sudor que emanaba de ella me hacía pensar que alguna cosa no iba del todo bien.

-¿Qué te pasa?- dije preocupado.

Él intentó rápidamente volver a su característico tono serio.

-Nada hombre nada, ya soy viejo y algunos medicamentos me hacen más efecto si me los inyecto, no pienses nada raro- dijo riendo.

-¿Seguro?- le dije inspeccionándole con la mirada, tratando de voltear mi cuello para ver si detrás suyo se escondía cualquier otra sorpresa.

-Sí, a ti también te pasará cuando seas un viejo decrépito, verás, verás, en vez de Dalsy te tendrás que pinchar con una aguja de caballo una dosis enorme- dijo retóricamente enseñándome el botecito de medicina -En el culo, te va a doler...-

-Bueno, bueno, ya te he entendido, dice Gisela que vengas a cenar, llevamos ya un buen rato esperando-

El abuelo se abrochó de nuevo su blanca camisa con un estampado de anclas y me acompañó hasta el jardín.

-Hombre, mira quién aparece por aquí- ironizó Gisela.

Me fui fijando durante la cena en que el abuelo estaba un poco ausente, se rascaba disimuladamente la parte donde se había inyectado el medicamento pero quise mantenerlo en secreto. No quería alarmar a ellas dos ni mucho menos "traicionar" al abuelo. Después de la opulenta cena, Gisela, Judit y el abuelo orquestaron el plan que llevaban ya tiempo hilando. Gisela se acercó a mí y mirándoles mientras exhibía su brillante dentadura dijo:

-Saúl, como supongo que te habrás dado cuenta, últimamente el trabajo me está yendo muy bien y llega bastante dinero a casa. También sabemos cómo te sientes cuando estás con nosotros y bueno...- ella me miró y se quedó sin palabras -Bueno, voy a ser directa, ¿Te gustaría vivir con nosotros?-

Entonces la perspectiva de mi mundo cambió radicalmente, de golpe se paró el tiempo y me entró un escalofrío; por fin, después de tantos años y después de tantísimas veces que había soñado con ese momento, esbozándolo mentalmente en mi imaginación durante os momentos más oscuros y tenebrosos de mi vida había llegado el momento. Noté como el corazón me bombeaba sangre y la adrenalina que sentí irrigó todos los músculos de mi cuerpo, a partir de ese instante sentí un cúmulo de emociones, una explosión de combinaciones difícil de explicar.

-¡Sí! ¡Sí! ¡Claro que me gustaría!- dije saltando a abrazar a Gisela.

-¡Bien!- gritaba Judit.

El abuelo, riendo, no se levantó pero sí que dejaba patente en su cara la felicidad que sentía. Casi de manera automática empecé a llorar de la emoción, las cristalinas lágrimas drenaban todos esos años pasados en soledad que a partir de ese día sólo quería guardar con llave en un apartado y recóndito escondrijo de mi memoria, sepultados tras una enorme capa de olvido. 

-Gracias...- llegué a decir.

Aquella noche apenas pude dormir, era tanta la emoción que brotaba de mí que el trepidante subidón de adrenalina había taponado los túneles del sueño. Aquel día había llegado a la gloriosa cima de la montaña rusa de la felicidad pero como todo el mundo sabe; todas las montañas rusas acaban bajando: todo lo que había subido, tenía que bajar en un amargo descenso.

Los días transcurrieron de una forma tranquila mientras las horas de sol se hacían más escasas pero aumentaban las que teñían el cielo de una oscura neblina infinita. La época de mediados de agosto ya me producía cierto fastidio, además del acortamiento de las horas diurnas ya empezaba a asomar el otoño, tímidamente pero podíamos intuirlo cerca. Aquella noche Gisela nos propuso a Judit y a mí de acampar en el jardín y dormir en una pequeña tienda de campaña al aire libre después de la cena, a la cual el abuelo no pudo asistir porque se encontraba mal de nuevo. Ese tema fue precisamente por el cual estuvimos casi la noche entera en vela, mirando el punteado firmamento.

-Saúl, creo que al abuelo le pasa algo definitivamente- me habló Judit, a apenas un palmo o menos de distancia.

Quería expresar todo lo que había permanecido en secreto en mi interior pero sabía que no podía traicionar al abuelo, él quería que todo se mantuviera entre nosotros dos. Era duro para mí tener que soportarlo pero mis labios permanecieron sellados a fuego.

-No lo sé Judit... Es que de verdad, no sé qué decirte... Supongo que si el abuelo estuviera enfermo de verdad lo diría o al menos nos enteraríamos- mentí piadosamente. 

Pero Judit tampoco era ingenua, ella obviamente se había percatado del estado de salud del abuelo.

-Pero es que Saúl, Nunca le había visto así, está débil...- dijo.

Trataba de mostrarme seguro pero no podía aguantarme, mi cuerpo quebraba a medida que su voz se veía afectada.

-Ya...-

Miré a las estrellas a modo de intentar calmar esa marea de pensamientos pero era demasiado para mí y para Judit, ese tema había abierto una brecha que costaría mucho de cerrar.

-Sinceramente, ¿Crees... que el abuelo se está...?- dijo entre tembleques Judit.

Mordiéndome el labio inferior para canalizar las ganas de llorar que sentía, ordené mi mente. Inhalé.

-No. Si tan mal estuviera seguro que no hubiera venido a esta masía, piénsalo, es más, ¿Tú crees que a una persona que está a punto de morir la dejan salir del hospital?- disfracé mi fragilidad tras una falsa risa de soberbia -Seguro que tendrá una mala racha o cualquier pequeña enfermedad de hombre... mayor y le habrán recetado que lo mejor es que se venga a la masía a descansar- 

Ella no se lo creyó, tampoco quiso indagar más en el tema por lo que en un acto instintivo me dio la mano y después de hablar sobre muchos más asuntos acabamos durmiendo unas pocas horas mientras el Sol iba imponiéndose sobre las sombras.

Al día siguiente, mientras me ponía el rojizo bañador para salir a la piscina mi abuelo entró en mi habitación, más blanco que de costumbre, pálido como si hubiera visto un fantasma. Gisela pensaba que nada más era una simple gripe veraniega.

-¿Qué tal te encuentras hoy abuelo?- le pregunté.

Él se posó en mi cama, sentado, con un libro entre las manos mientras yo me acababa de untar con la crema protectora. 

-Bueno... Aquí estamos, ¿No?- dijo sonriendo limitadamente -Mira, este es un libro que me compré hace ya bastantes años, me gustó muchísimo y lo más seguro es que si te lo lees no lo entiendas demasiado bien pero estoy completamente seguro que algún día podrás comprenderlo- dijo el abuelo ofreciéndome el libro.

Tenía un aspecto un tanto desgarbado debido a los años que lo acarreaban pero en general se conservaba decentemente. En la tapa se podía leer "1984". Yo me lo miré tratando de recordar si ya lo había visto antes pero no tenía ni la más remota idea. 

-Gracias abuelo- dije abrazándole.

Pero entonces sentí como su abrazo era endeble, como si su alma se estuviera escapando y sólo quedara el cuerpo, mirándole asustado, él sólo me dijo unas palabras que ya me había mencionado anteriormente.

-Saúl, no dejes que te pisen, tienes que ser fuerte y estar preparado para los golpes que te va a dar la vida aunque para la mayoría nunca lo llegues a estar, pero levántate siempre y jamás te des por vencido, jamás, venimos aquí sin nada para conseguirlo todo, no para perderlo, ¿De acuerdo?- discursó. 

Yo le miré a los ojos y aunque, conteniéndome las lágrimas, le abracé con más fuerza. 

-Las personas vienen y van Saúl, pero encuentra y quédate con aquella que nunca reniegue de ti porque te puedo jurar que vale su peso en oro, desde que te vi en aquel banco supe que lo único que necesitabas era un impulso, serás alguien grande en la vida ya lo verás, confío plenamente en ti- 

Explotando finalmente en un mar de lágrimas, conseguí articular palabras, balbuceando y moqueando como un recién nacido.

-¡Abuelo pero no te quiero perder!-

-Y no lo harás, mientras esté en tu recuerdo voy a seguir estando contigo, te lo juro, pero Saúl, nunca te rindas, no dejes que la vida te machaque como te hizo en el orfanato porque eres un chico estupendo que no puede echarse a perder, te quiero y estoy tan orgulloso de ti como si fueras mi propio nieto-

A partir de ese instante supe que no vería mucho tiempo más al abuelo, cada segundo mi corazón latía de manera más frenética y convulsa temiendo que llegase la fatídica pero ya señalada hora de su partida. Él cenó con nosotros y por las expresiones faciales que mostraban los demás supe que se olían algo, aunque puedo asegurar que no sabían que al abuelo le quedaban horas de vida. Tic-tac. Intenté aprovechar el número máximo de segundos para estar a su lado pero al llegar la medianoche, el abuelo se fue a dormir tambaleándose, trastocado pero por su propio pie, como un guerrero que jamás perdió su orgullo. Pese a estar en el jardín escuché la puerta de su habitación cerrándose: el abuelo ya había pagado su moneda al barquero.

Atormentado por las pesadillas, un grito aterrador de Gisela me despertó por la mañana. 

-¡¡No...!!-

Entre lágrimas, me tapé la cabeza con la almohada intentando enmudecer los llantos de dolor de Gisela y posteriormente los de Judit, cerrando los ojos firmemente. Las venas del cuello ya no me transportaban sangre, en su puesto corrían por ellas miles de demonios tensándolas hasta el punto de explotar. 

Ese mismo día no me llevé nada a la boca, ni yo ni nadie de nosotros tres. La atronadora y vociferante sirena de la ambulancia no fue suficiente para despertarme de aquel delirio. En poco más de unas horas estábamos a la espera del diagnóstico forense: la enfermedad que había tenido fue un cáncer de huesos que aparentemente había cesado meses antes pero que volvió a reproducirse de manera incontrolada hasta llegar a una fase terminal que no quiso dar a conocer, no quería vernos sufrir por él. Después de unos días de conmoción en el piso de Barcelona, fuimos al funesto entierro de las cenizas del abuelo, un entierro en el que nadie pudo contener las lágrimas que se camuflaban entre las miles de gotas que caían esa mañana. Intenté buscar una manera de fraguar el dolor con los escritos de la Biblia que recitaba el cura pero no llegué a estar lo suficientemente concentrado como para entender lo que nos quería hacer ver Dios, solo sé que no quiso ayudar a mi abuelo.

Pero la vertiginosa caída no quedó ahí. Pensaba que ya no podía pasarme nada más pero, desdichado y como si de un maleficio se tratara, mis ya casi materializados sueños fueron destruidos y hechos añicos. Pocos días antes de empezar el nuevo curso Gisela se mantenía en un estado de depresión profunda, apenas hablaba y no iba a trabajar, pese a los esfuerzos míos y de Judit en devolverle algo del espíritu que se había llevado consigo el espectro que también se llevó a nuestro abuelo. Gisela era una mujer que también había estado combatiendo constantemente por sobrevivir y a duras penas había conseguido una etapa de estabilidad y confort en la que todo parecía ir correctamente, me identificaba mucho con ella y en especial en esa etapa de nuestras vidas. Uno de esos días, cuando Judit estaba en la ducha me vino a ver a la habitación.

-Hola Saúl- dijo casi entre lágrimas.

-¿Qué... Qué te pasa?- dije sentándome y apoyando mi cabeza sobre ella.

De manera muy suave y cuidadosa me apartó, acariciándome los cabellos como ya había hecho años atrás.

-Te prometo...- se entrecortó -Te prometo que esto me duele muchísimo Saúl y posiblemente me arrepienta el resto de mi vida...- dijo sollozando.

A partir de ese momento mi alma ya cayó al suelo, desplomada e inerte como cuando un boxeador cae noqueado tras un granítico puñetazo. Ya sabía perfectamente lo que iba a decir pero no lloré, ya no me quedaban las fuerzas suficientes para conseguir digestir todo lo malo que me había sucedido en mi vida. 

-"¿Por qué? ¿Qué he hecho? ¿Qué es lo que he hecho mal durante toda mi vida para merecer el purgatorio que sufría en mi vida? ¿Qué titánico e imperdonable pecado había cometido para que Dios me fustigara de aquella forma?"- conseguí pensar.

-... Te quiero casi como si fueras mi propio hijo pero ahora mismo apenas puedo mantenerme a mí misma y siento que a duras penas voy a poder sacar a Judit adelante, ya no tengo fuerzas para luchar y por eso no quiero que vivas con una familia de dos personas a la que me va a costar muchísimo sacar adelante...- ella siguió divagando pero yo paré de escuchar.

No quería frustrarme más. Comprendía hasta cierto punto la imposibilidad de Gisela de cuidar de una persona más cuando se le acababa de marchar una muy importante... Pero hasta cierto punto. 

Desde aquel día hasta el inicio del curso permanecí ausente en la casa, la relación entre Gisela y yo no había mejorado y Judit seguía consternada por la pérdida de su abuelo. La misma mañana que comenzaban las clases hice la maleta y compungido mientras subía al coche, miré por última vez el piso en el que esos años me había sentido como una persona normal, con familia y distanciado del sufrimiento. Nadie de nosotros tres quiso hablar, algo que ya se había transformado en habitual desde la muerte del abuelo. Los pocos minutos que restaban para entrar a clase mellaron en mi estado anímico de forma que volví a caer: lo que no quería el abuelo.

Frente al orfanato pude ligeramente divisar al conserje Juan sin reparar mucho en lo que hacía. Fui el primero en bajar, cargando con la maleta como podía. Luego bajo Gisela. Me abrazó pero ni ella era la misma ni yo era el mismo, vacíos, sólo permanecían intactas nuestras cáscaras porque nuestras almas habían fallecido. 

-Saúl... Perdóname por haberte fallado pero es que no puedo... No puedo ni conmigo misma, sabes lo que he estado sufriendo y este golpe no sé si lo superaré, ya sabes lo que significaba para mí... Pero te prometo que en cuanto me recupere de esta haré todo lo posible para que vuelvas, te quiero- dijo abrazándome más fuerte.

-No pasa nada...- dije cansado.

Aprendida la lección, desconfié de las palabras de Gisela, no porque ella fuese una mala persona sino porque realmente no podía acarrear con mí responsabilidad en aquel momento, pero algo en mi interior se fragmentó a partir de ese día. Después de un largo abrazo, me dio un beso en la frente y subió al asiento del conductor, secándose las lágrimas con un pañuelo. Inmediatamente Judit salió de aquel coche.

-Me da mucha pena que te vayas, he intentado convencer a mamá pero no quiere- me dijo también afligida.

-Lo sé pero no pasa nada, ella está totalmente rota- le dije.

-Te voy a echar tantísimo de menos...- dijo estrujándome entre sus brazos.

-Y yo a ti también- contesté cerrando los ojos.

Las palabras sobraban. Ella había sido la única persona tan especial como para llegar a introducirme en su vida, para poder desvelarme de la profunda narcosis en la que vivía en el orfanato. Ella era Judit. Fue por ese motivo por el cual no hablamos más.

-Bueno Saúl, como ahora no me salían las palabras te escribí esta carta, ábrela cuando llegues a tu habitación- dijo entregándome un sobre blanco.

-Lo haré-

La despedida se acercaba. Mis últimos minutos en esa etapa de mi vida llegaban a su final. 

-Pero tengo miedo, miedo de no volverte a ver nunca más-

-Te juro que algún día nos volveremos a ver, te lo prometo, aunque pasen años conseguiremos encontrarnos-

Sin mirar atrás y con la cabeza caída fui entrando al orfanato. El final de esa etapa. No sería hasta años después que abrí la carta que me entregó Judit. 

Inmerso en mi propia realidad caótica y depresiva, los años en ese lugar fueron introduciéndome de nuevo en el amargo letargo que ya había experimentado. Mi madre seguía intentando acelerar los papeles que tramitaban mi posible adopción pero absorto del mundo real, ya no me importaba absolutamente nada en la vida y ni muchísimo alguien. Cada alucinógena reunión con mi madre y sor María no eran más que vagos recuerdos que una vez terminadas deambularían por mi mente, ofuscadas tal vez por la intención de mi cerebro de protegerme de lo que me estaba ocurriendo cada día. Miles de días que significaron el verdadero purgatorio para mí aunque carente de dolor, sólo ansiaba poder gozar de un giro brusco de acontecimientos como el ya para mí doloroso día del banco.

Ese giro llegó a los 16 años. Un duro mazazo que me hundió más en la miseria. Sabía que por aquellos meses mi madre andaba solicitando ya el visto bueno para mí adopción aunque me fuera indiferente. 

-Saúl, sor María- me levantó por la madrugada el conserje -¡Saúl! ¡Baja de una puta vez, te están esperando!- me gritó. 

Indistintamente de quién vociferase, poco a poco fui levantándome y vistiéndome. Dando tumbos causados por el inesperado desvelo, pocos minutos después me encontraba en la sala con sor María. Aunque viviese en una realidad paralela, hice el esfuerzo de mirar el reloj: las 5:30 de la madrugada, algo extraño e inusual tenía que pasar. 

-Hola Saúl, tú madre acaba de ser ingresada en el hospital, nos han comunicado que quiere hablar contigo y... está grave, ¿Quieres ir?- 

De golpe y después de casi 4 años pude conseguir sacar la cabeza del fondo del pozo en el que me encontraba. Impactado, no dudé en aceptar y en poco más de veinte minutos me encontraba en el antiguo y primitivo Seat beige del orfanato de camino al hospital. Otra vez el hospital. Liberado del yugo, intenté pensar qué era lo que le podría haber pasado a mi madre para que me hubieran llamado de manera tan urgente. La inutilidad del conserje también quedó demostrada cuando aparcamos, ocupando casi dos sitios pero yo, enfilado me dirigí al mostrador para poder saber la habitación en la que se encontraba mi madre. Jadeante, llegué corriendo hacia la habitación, de cuyo número ni si quiera recuerdo, y me quedé pensativo delante de la puerta.

-"¿Por qué estoy tan preocupado por mí madre? Nunca he sentido tal apego a ella como para actuar así, descontrolado"- pensé.

Y era cierto. En mi mente fabriqué la rápida idea que tal vez, y sólo tal vez, la veía como mi única vía de escape de aquella prisión pero era un sentimiento mucho más fuerte e intenso, fue entonces cuando comprendí mi reacción: mi madre biológica no me había querido en su momento pero era la única persona durante los últimos años que se había interesado por mí, la única persona en toda aquella realidad que me había tratado de rescatar de ese continuo desierto infinito por el cual vagaba porque desinteresadamente me quería. Al pensar esto, tragué saliva que había quedado incrustada en mi garganta y decidí entrar. El final, de nuevo, ya lo preveía antes de entrar. 

-Hola madre- dije sin poder llegar a llamarla "mamá".

-Oh, has venido, si te soy sincera pensé que no vendrías- dijo sonriendo, pálida como el hielo.

Yo me la quedé observando, estaba entubada y unida a una máquina que le irrigaba suero y otros medicamentos, conectada a un electrocardiógrafo que reflejaba sus débiles pulsaciones. El mío en cambio aceleró, retumbando todas las cavidades de mi cuerpo.

-Sí, aquí estoy-

Ella hizo un gesto para que me sentara junto a ella. Pese a tener encontronazos, dejé atrás los recelos que le tenía y acepté. 

-Sé que posiblemente me tengas asco, yo también la tendría si estuviera en tu lugar, por suerte o por desgracia nunca he llegado a saber qué te ha ido ocurriendo en el orfanato aunque estoy totalmente segura de que eras infeliz- 

En ese momento me extendió la mano en un acto de disculpas, yo puse la mía encima y ella me envolvió, buscando a alguien mientras se iba desvaneciendo.

-Puede que mi mayor fallo en toda mi vida fuese darte en adopción, Saúl, pero como ya sabes, en ese momento no podía cuidarte, era una drogadicta y estaba atrapada en una mafia y por muy mal que estuviera de la cabeza entonces tenía claro que tenía que sacarte de ese mundo en cuanto pudiera para alejarte de ese infierno. No estoy pidiendo que me perdones porque entiendo que te marcará el resto de tus días pero quería hablar contigo antes de... Bueno, ya ves las secuelas que me dejó-

En ese momento no sentí terror por perderla. Por mucho que fuera mi madre tampoco la había conocido demasiado pero sí que sentí un dolor por haberme cegado a mí mismo y por no haber podido estar más con ella, pero tuve que aceptar la situación de que ya era demasiado tarde como para abrir los ojos. 

-Antes era más pequeño y no comprendía la situación pero ahora supongo que es demasiado tarde como para remediarlo, pero no me pidas perdón, no hace falta, comprendo lo que hiciste y sobretodo el por qué lo hiciste mamá- dije firmemente. 

Estuvimos hablando sobre todas aquellas lagunas del tiempo que la diosa Mnemósine había creado, espacios del tiempo de los que mi propio cerebro me había resguardado. 

-Pero Saúl, no puedes seguir obviando este mundo, por mucho que te duela vives en él- dijo ya agarrada por el espectro de la muerte -Y sí, la vida intentará acabar contigo de todas las formas que pueda pero...- 

Un flashback vino a mi memoria, casualidad o no, el destino había querido que mi madre dijera casi exactamente lo mismo que el abuelo, en casi las mismas circunstancias; no podía ser una coincidencia, pensé una vez acabado todo el calvario que pasó mi madre en aquella habitación en si realmente era una señal divina o un mensaje oculto que debía desvelar, pero algo estaba claro, por fin comprendí lo que ellos dos quisieron transmitirme. 

-Mamá...- exclamé.

Sujeté firmemente su mano, peleando con la mismísima muerte por quedarme con ella pero era una lucha en la que no tenía ninguna posibilidad.

-Saúl, cuando caigas vuelve a levantarte, siempre, nunca te des por vencido, siempre voy a estar contigo cariño, te quiero...-

-Yo también te quiero mamá, te quiero- repetí mil veces.

En ese instante los médicos entraron rápidamente, intentando separar la mano de mi madre de mí pero no la retiré hasta el momento en el que sentí que su cuerpo exhalaba su último pedazo de alma: Dios se llevaba a mi madre, se había llevado al abuelo y a la única familia que conocí pero me había devuelto a mí vida y el contador se había reiniciado de nuevo a cero.

Por el mediodía volvimos al orfanato. Sor María había rezado durante todo el trayecto para que su Dios reservara un hueco para mi madre pero yo no la escuchaba a ella, meditaba sobre qué tenía que hacer el resto de mi vida. 

Al llegar al orfanato me encontré con el grupo de chavales que desde la más tierna infancia me habían acosado, me miraron con malicia pero al ser escoltado por la hermana y por el conserje no me dirigieron palabra. No hasta la noche. Aquella noche que decidí abrir la carta que hacía 4 años me había dado Judit y que yo fallando en la promesa no había leído.

-"De Judit. Saúl, he escrito esta carta porque no tengo ganas ni fuerzas suficientes como para expresarte todo lo que siento. He intentado convencer a mamá de que te adopte para que te quedaras con nosotros pero ella tampoco se siente en condiciones como para tener a otra persona a cargo. Has sido una persona totalmente especial para mi vida y que por mucho que estemos separados va a ser imposible que me olvide de ti. No te olvides tú tampoco de mí, ¿Eh? Va a ser muy duro no verte más."- 

Aquella carta, aún denotando los 12 años que tenía Judit por aquel entonces, marcaría mi futuro, a partir de ese momento supe que debía encontrarla, me costara lo que me costara y aunque no tuviera ni la más remota idea de su paradero actual. Como dijo el abuelo: tenía que encontrar aquellas personas que valían su peso en oro. Pero ese momento se vio interrumpido por la brusquedad con la que irrumpió el "cabecilla" del grupo de jóvenes en mi cuarto acompañado por un amigo suyo. 

-Ey, ¿Qué tal Saúl?- dijo acercándose -Vaya... Si tiene admiradoras secretas, míralo que calladito se lo tenía, tan calladito como si fuera una... Puta- dijo.

Claramente tenía intenciones de hacerme daño sacando el tema de mi madre. 

-Lárgate- le dije dejando la carta en el escritorio.

-¿Perdona? ¿No te he escuchado bien? ¿Qué ha dicho Álex?- preguntó acercándose a mí.

-Ha dicho que te largues, eso en mi pueblo es pelea- metió cizaña el cobarde que se resguardaba tras la puerta.

-Con que me largue eh... ¿De verdad quieres que me largue? ¿No quieres ser mi amigo, rarito? ¿No estás ya cansado de que la gente se largue de ti y te abandone? Primero la familia esa, menudo por culo les debiste de dar...- se carcajeó.

Una furia desmedida iba apoderándose de mí, una furia que apenas podía retener.

-Te lo repito, lárgate y ni se te ocurra meterte con esa familia-

Entonces intentó llegar hasta la carta pero me interpuse en su camino empujándole varias veces.

-Vaya, vaya, con que al final sí que tienes manos, Álex, graba esto- rió mientras el otro sacaba un destartalado móvil antiguo -Mira, primero, te abandonó esa familia y como sé que también se ha largado tu madre... Ah no, espera, que eso fue hace años, no se ha largado no... Se ha muerto-

Entonces supe que iba a ser el momento perfecto para poder abrir una nueva etapa en mi vida, probablemente como excusa, decidí liberar todo el ardor que había acumulado esos años, todo el fuego que rugía candente en mí lo saqué a modo de puñetazos en la cara de aquel chico, un chico del que ya no me acuerdo ni de su lastimada cara. Mi primer golpe ni si quiera lo vio venir, un expreso directo a su nariz que le dejaría tambaleante en el suelo pero no podía retenerme, todos los diablos que habían invadido mi cuerpo durante toda mi infancia y adolescencia conformaron uno sólo que se apoderó de mí. Golpe tras golpe, ciego de ira hasta acabar extasiado, cada impacto representaba el sufrimiento que me habían hecho pasar, agotado, había estallado. Finalmente, después de dejar la cara totalmente ensangrentada de ese chaval que yacía inconsciente en el suelo su amigo nos separó. Transpirando me miré el puño: lleno de aquel líquido rojo, cogí su sudadera y me limpié con ella para posteriormente echarles a patadas de mi habitación; había llegado la hora de partir del orfanato. Rápidamente hice una mochila enorme con todo aquello imprescindible y corrí por los pasillos. El fuerte dolor que sentía en el puño no me impidió llegar a mi meta: el hueco que había descubierto hacía ya ocho años, mi vía de escape hacia una nueva vida. Logré escuchar los gritos de la gente del orfanato pero me era indiferente, por ello al salir de los muros de aquel maldito convento lo primero que hice fue llenarme con una enorme bocanada de aire. Y exhalar, expulsando todo el daño ocasionado por la tortura sufrida.


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