La memoria de Daria

By AnnRodd

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Brisa es arrastrada a través del tiempo a 1944, donde un chico fantasma en su propio año aún está vivo. Ahora... More

Prefacio
Capítulo 1: Lo que el río se lleva
Capítulo 2: Daria Dohrn
Capítulo 3: La mejor opción
Capítulo 4: El señor Hess
Capítulo 5: La cena de planificación
Capítulo 6: Voces en el camino
Capítulo 7: Amigos en el río
Capítulo 8: La decisión de Daria
Capítulo 9: Lo que se dice en el bosque
Capítulo 10: La dulzura de un sueño
Capítulo 11: Cuando la muerte toca la puerta
Capítulo 12: Los dichos del más allá
Capítulo 13: Conversaciones de cama antes de la boda
Capítulo 14: El nombre que no sabría nunca
Capítulo 15: Detrás de la puerta
Capítulo 16: Guerras internas
Capítulo 17: Golpes en el alma
Capítulo 18: La Brisa que quedó
Capítulo 19: Cuentos de tragedia
Capítulo 20: Ciclos para cerrar
Capítulo 21: Desaparecer
Capítulo 22: En la piel de una Dohrn
Capítulo 23: Verdades en la cara
Capítulo 24: La manera inesperada
Capítulo 25: Telegramas
Capítulo 26: Granos de arroz
Capítulo 27: Una vida juntos
Capítulo 28: Hilos del pasado
Capítulo 29: Cenizas
Capítulo 30: Un lindo nombre
Capítulo 31: Cerca
Capítulo 32, parte 1: El alma vacía
Capítulo 32, parte 2: El rostro de la foto
Capítulo 33: Una estrella en la oscuridad
Capítulo 34: Esperanzas
Capítulo 35: Encontrarse
Capítulo 36: Recuerdos turbios
Capítulo 37: En las buenas y en las malas
Capítulo 39: La hora de la verdad
Capítulo 40: Voluntad
Capítulo 41: Justicia
Capítulo 42: Libres

Capítulo 38: Volver a casa

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By AnnRodd

Capítulo 38: Volver a casa

Cuando llegamos al hotel en la noche, el muchacho de la recepción me avisó que mi campera ya estaba lista y que podían enviarla a mi habitación. Le dije, sin vergüenza alguna, que no iba a pasar la noche ahí porque como me había encontrado con mi viejo amigo de la infancia, iría de vuelta a su casa. Después de todo, ellos no tenían nada que perder. Las noches estaban pagas.

—Vamos a cenar en el restaurante —avisé.

—Ah... —dijo el chico, un poco cortado—, pero usted tiene una cena incluida...

—No te preocupes —le dijo Daniel—. Yo voy a pagar mi parte.

Ya habíamos hablado y habíamos quedado en no desperdiciar eso. Daniel solo pagaría su parte y yo iba a aprovechar la que estaba incluida con la estancia. Dicho y aclarado eso, el chico aceptó y dijo que iba a mandar la campera a la habitación y acepté ir a buscarla ahí después.

Pasamos al restaurante y nos sentamos en una mesa junto a las ventanas y nos miramos con sonrisas cómplices.

—Es loco, ¿no? Que la última vez que salí a cenar con una chica fue con vos hace casi ochenta años.

Estreché los ojos y lo miré con suspicacia.

—¿Qué tantas cosas te acordás? —pregunté, apoyando los codos en la mesa y la barbilla en las manos—. ¿Qué sabes de las veces que fuimos a cenar? No fueron muchas, no teníamos mucha vida fuera de casa.

Daniel se encogió de hombros.

—Tengo una imagen en mi cabeza, de los dos comiendo con un vino. Se ve que el vino era horrible porque lo escupiste en una servilleta.

Yo sonreí.

—Estaba embarazada ya —dije, corroborando su historia—. Lo probé porque vos decías que era buenísimo, pero a mi nunca me gustó el vino y no fue la excepción. Apenas mojé la lengua y me sentí muy culpable por exponer a nuestro bebé al alcohol.

Se me borró lentamente la sonrisa y miré fijamente la mesa. No tocamos ese tema el resto de día y me había esforzado, sobre todo después de haber hecho el amor, de apartar cualquier cosa que me lastimara. Pero en momentos así, costaba mucho. Por puro reflejo volví a tocarme la panza vacía.

Daniel se dio cuenta y se apresuró a llamar mi atención, golpeando el plato limpio de losa con el tenedor.

—¿Te pasa como a mi? —preguntó.

Yo levanté la cabeza, confundida.

—¿Qué cosa?

—Tus memorias como Daria —dijo, ladeando la cabeza—. ¿Te pasa como a mí, que las ves turbias y lejanas?

Abrí y cerré la boca varias veces.

—Yo... —Los de Daria estaban borrosos desde que había vuelto al 2017, pero los de Brisa siendo Daria de nuevo no—. Ahora sí —aclaré, finalmente—. Pero no lo entiendo. Cuando recuperé toda la memoria, fue toda. TODA —expliqué—. Directamente no había ni un espacio entre ser Daria y saltar al río y ser Brisa décadas después. Con las salvedades de que mis recuerdos de chiquita ya dejaron de ser claros con los años, digo. Y ahora... se sienten justo así, como si intentase ver mis recuerdos de la infancia muy borrosos. Incluso ya no me acuerdo bien todo lo que te dije cuando nos conocimos, o las veces que te traté mal.

O las veces en que Gunter me violó, pero eso era bueno, en realidad.

Daniel iba a responderme justo cuando llegó un mozo, nos dio una carta y nos preguntó qué queríamos beber. Pedimos rápido y apenas nos quedamos solos, seguimos con el hilo de nuestra conversación.

—Pero... te acordaste de que eras Daria... siendo Brisa, de vuelta en el cuerpo de Daria —recapituló él, lentamente, arrugando la frente mientras lo procesaba—. Es podría tener algo que ver, ¿no?

Fruncí el ceño, pensativa. La única respuesta posible era que ya no estaba en mi primer cuerpo.

—Podría ser —respondí—. Que, al estar en el cuerpo de Daria, físicamente tuviese acceso a sus memorias. Es decir, a lo que está almacenado en el cerebro, cerebelo, lo que sea.

Daniel me sonrió.

—Algunas cosas sí se guardan en el cerebelo —contestó, haciendo alarde de sus estudios de médico—. El hipocampo es el que gesta y almacena recuerdos biográficos, pero la amígdala, que también está en el lóbulo temporal, es la que le da sentido emocional a esos recuerdos. Todo lo que tenga emociones fuertes lo hace difícil de olvidar.

Apoyé la mejilla en mi mano y arqueé las cejas en su dirección. El discurso le había salido tan limpio y elocuente que, sumado a su sonrisa de suficiente, supe que estaba alardeando, de nuevo.

—Ajá, okey, genio. Pero mi cerebro no es el de Daria ahora, así que, ¿cómo retengo esos recuerdos, eh?

Él junto las manos por encima de la mesa.

—Bueno, creo que ese es el punto. No es que haya una explicación científica para esto, pero justamente porque no tenemos el mismo cuerpo, no podemos retener todo lo que pasó con mucha claridad.

—¿Y por qué no me acordé antes, como vos? —seguí—. Durante toda mi vida y también durante mi primer tiempo como Daria, no supe nada de lo que había pasado.

La mirada de Dan se transformó, se llenó de pena.

—Porque seguro fue un mecanismo de defensa. Todo lo que te pasó fue traumático, emocionalmente muy terrible. El suicido también es traumático. Evidentemente, así te protegías. Yo, en cambio, renací en mi misma familia y estuve expuesto siempre a toda la historia. De alguna manera me tenía que acordar...

Suspiré y no dije nada. Justo en ese instante apareció el mozo con nuestras bebidas y preguntó que queríamos ordenar. Yo ni había abierto la carta, así que pedí lo que se me antojó más obvio: Milanesa con papas fritas. Dan me imitó sin inmutarse.

—Supongo —dije, cuando el mozo nos dejó—. Es lógico, me parece. Siempre te viste en las fotos, tu abuelo es tu anterior hermano. Yo no tuve nada que ver con los Dohrn. Probablemente, porque Klaus no tenía más hijos y se habrá muerto sin descendientes.

—Yo también creo que fue por lo mismo.

—Lo que me parece un alivio. Porque volver a ser una Dohrn... Uf, no. Ya tuve suficiente con una sola vez.

Me encogí de hombros y sacudí la cabeza, señalándole que ya quería cambiar a otro tema. Daniel se rio por lo bajo y estiró su mano hacia mí, por encima de la mesa. Se la agarré sin dudarlo y su tacto me sacó toda esa sensación de repelús que me invadía al pensar en Klaus.

—¿Qué te parece si ahora planeamos a dónde vamos a salir cuando estemos en casa, eh?

Recuperé la sonrisa y asentí. Teníamos muchas cosas que hacer juntos por delante y disfrutar de la modernidad era solo el primer paso.

—¡Quiero ir que nos subamos a una montaña rusa! —exclamé y me carcajeé cuando noté la expresión en su cara: puro pánico absoluto.

Sí, ese era mi Daniel y, en el fondo, no había cambiado en nada.

Por la mañana, me fue imposible retener más la pena. Me desperté muchísimo antes que Daniel, incapaz de dormir más, pensando una y otra vez en que en unas horas tendría que partir de vuelta a Buenos Aires.

Volví a darle vueltas a todo lo que había pasado en ese fin de semana más largo de toda mi vida y no pude evitar recordar la última noche en 1944, cuando todavía sentía a mi hijo moverse y Dan y yo éramos muy felices esperándolo.

Me llevé las manos a la panza, sabiendo que ese sería un gesto que repetiría por años, y giré la cabeza hacia Daniel, que seguía durmiendo a mi lado. Aunque me había prometido llorar a nuestro hijo juntos, yo sabía que él no lo sentía de la misma manera. La pérdida no estaba cruda en él y además yo sola había podido sentir tan profundo a mi bebé.

Quizás era algo que solo las madres podían entender a ese nivel, pero estaba segura de que Dan hubiese sufrido lo mismo por perderlo si los dos hubiésemos sobrevivido en esa época, cuando sí podía evocar el sentimiento que tenía hacia nuestro hijo.

Inspiré profundamente y me tapé la cara con las manos. Ya estaba llorando de vuelta y no quería empezar así mis últimas horas en su compañía. No, quería acurrucarme contra Daniel y aprovechar hasta el más mínimo segundo. Durante todo el viaje de regreso iba a tener tiempo de hacerme otra vez la cabeza y llorar en silencio.

Mi celular me sobresaltó en ese momento. Hacía meses que no escuchaba el sonido estridente de la llamada. Lo agarré antes de que despertara a mi novio y le contesté a mi mamá en voz baja. Quería saber a qué hora iba a llegar esa noche.

—Como a las ocho y media a Retiro —contesté, ignorando el tono irritado con el que me trataba. Dan empezó a despertarse de igual manera y se giró en la cama. Le miré la espalda desnuda y eso me ayudó a tolerar más el reto. Mi mamá no tenía ni idea de que estaba desnuda en la cama de un pibe. No tenía idea de nada, en realidad.

—Ni tu papá ni yo vamos a ir a buscarte, así que pedíte un remís —murmuró ella.

—Es lo que pensaba hacer —contesté, consciente de que intentaba hacerse más la dura para que me haga cargo de mis macanas—. No te preocupes.

—¿Y cómo querés que no me preocupe? ¡Te fuiste sin avisarme!

Alejé el teléfono de la oreja para que no me perforara el tímpano.

—Má —musité, sacando los pies fuera de la cama. Daniel se dio la vuelta hacia mi esta vez y abrió un ojo—. Cuando llegue, te voy a explicar todo. Hay muchas cosas que tengo que contarte y quisiera que, a pesar de tu enojo por la cagada que me mandé, me escuches.

Mi mamá emitió algo parecido a un gruñido y nos despedimos. Cuando salí finalmente de la cama, Dan me preguntó si todo estaba bien y dejó caer la cabeza en la almohada. Me puse el pijama, que había dejado tirado en el suelo, para no morirme de frío, y caminé hasta el baño. Me lavé la cara y después le pregunté a Daniel desde ahí mismo si el calefón se podía usar así sin problemas. Saliendo de la habitación, él me dijo que tenía que prenderlo.

No hablamos mucho durante el rato del desayuno, mientras esperaba el agua para bañarme y solamente me dediqué a acomodar mis cosas en la valija. Después, me bañé y reflexioné sobre nuestra despedida. Sabía que era por poco tiempo, pero iba a pasar mucho hasta que pudiera verlo otra vez.

—Voy a salir hoy mismo a Buenos Aires —me dijo, cuando volví a la habitación después del baño. Tenía la foto de nuestro casamiento del civil en las manos—. Estuve pensando que quizás me quieras con vos para explicar todo. Pero... te lo dejo a tu criterio —añadió, entregándomela. La tomé, sin entender—. Para que se las muestres y puedan entenderte mejor.

Apreté los labios. No sabía cómo iba a decir todo eso a mis papás, pero tenía varias horas en el viaje para pensar las palabras exactas y medir todos los escenarios; además de llorar, claro.

—Gracias.

—Si querés que esté con vos, solamente avisáme.

—No creo que llegues... Aunque dudo que hablemos todo hoy. Es lunes y papá llega cansado. Capaz sea mejor mañana. Y ahí sí podrías venir. Si te vieran, se convencerían más, ¿no?

—Sí, supongo —añadió, encogiéndose de hombros.

Me estiré para abrazarlo y él me sujetó con fuerza. Después de ese corto gesto de necesidad y amor, terminé de vestirme y me estrujé bien el pelo con la toalla. Guardé la foto y cerré la valija, me puse el gorro de lana y la campera y estuve lista. Mis botas, que todavía estaban húmedas, se las iba a llevar Daniel en su auto, para que no me mojaran el resto de la ropa en el viaje en micro.

—Bueno, vamos.

Salimos de la casa y fuimos en el auto hasta la zona de embarque de los micros de larga distancia. Guardaron mi valija y entonces llegó el horrible momento. Miré a Daniel a los ojos y reprimí un gemido de angustia.

Él me acarició la cara, para reconfortarme.

—Mañana te veo, mi amor —suspiró, acercándome para otro abrazo. Al separarnos, le agarré la cara y lo besé con todas mis fuerzas. Despedirse después de todo lo que había pasado era un golpe bajo en el estómago, pero tenía la confianza de que mañana estaríamos bien y que las cosas con mi familia serían distintas.

—Tené cuidado en la ruta —le pedí, echándole los brazos alrededor del cuello—. No vayas a los pedos.

—No —contestó, acariciándome la espalda—. Ahora cierro bien la casa y salgo. Quedáte tranquila. A la noche hablamos; cuando llegue a mi casa te mando un mensaje.

Y así, nos separamos. Nos miramos una vez más y Daniel me sonrió y me saludó con la mano. Subí al micro y tomé mi asiento, que desgraciadamente no estaba contra la ventana. Me asomé para ver a Dan desde ahí y le devolví la sonrisa con un poco de pena. El viaje iba a hacerse eterno.

Salimos de La Cumbrecita, me recliné en mi asiento y agarré el celular. Lo primero que hice fue mandarle un WhatsApp y recordarle lo mucho que lo amaba. Me respondió al instante con lo mismo y me envió una carita feliz. Por alguna tonta razón, me sentí mucho más tranquila después de eso.

Sin embargo, aunque quise retrasar otra vez el momento de la crisis, terminé fallando catastróficamente. Repasé en mi cabeza la conversación que iba a tener al día siguiente, después de que esta noche me gritaran por una eternidad. Seguro iban a querer explicaciones que no iba a poder darles de forma inmediata y eso podría hacernos pelear más. No tenía ni idea de cómo iba a hacer que aguantaran hasta que Daniel viniera a casa.

También pensé mucho en lo que hablamos el día anterior, sobre los recuerdos borrosos y la forma en los retuve con claridad estando en mi primer cuerpo. Me planteé nuevamente los motivos por los cuáles Dan podría haber reencarnado esta vez y no encontré una explicación que me satisficiera. Sin respuestas de ese tipo, tampoco podía estar segura de que mi bebé fuese a reencarnar en mi próximo hijo, porque él ni siquiera había llegado a nacer.

Eso dejaba abiertas las posibilidades de que Gunter pudiera reencarnar, pero dejaba a la vez muchas dudas sobre el resto de los fantasmas de La cumbrecita. Me acordé de María y me sentí culpable por no haberla buscado mientras estuve ahí. Aunque ya nos habíamos despedido hacia mucho tiempo, hubiese querido ver cómo estaba, ver si de alguna forma se sentía mejor.

Horas después, mamá me llamó por teléfono de nuevo, preguntándome si la hora de llegada era la misma que le dije en la mañana. Para esa altura del día, yo estaba echa un estropajo anímico, llena de ansiedad y con ganas de tirarme por la ventana del micro, así que mi contestación fue bastante vaga.

—Creo que sí.

—¿Crees? —terció mamá—. Nada de esto es un chiste, Brisa.

Apreté los labios y me hice un bollito en el asiento. La mujer que venía sentada al lado mío me dirigió una mirada bien fea, solo por subir los pies.

—Ya sé, no creas que no. Es que... —tragué saliva. Si le decía que estaba pasando un momento de mierda, me iba a decir que era culpa mía. Cerré la boca a tiempo.

—¿Es que, qué? ¿Y qué es eso de lo que tenés que hablar?

—Creo que vamos a hablar de eso mañana —contesté—. Para hacerlos más tranquilos. Hoy se va a hacer tarde. Te voy a decir todas las razones de porqué hice esto... La verdad, digo.

—Es decir que el viernes me mentiste —gruñó mi mamá y yo hice una mueca, pegándome más el teléfono contra la oreja.

—No sabía cómo explicárselos. Además, tampoco sabía qué me iba a encontrar. Hay cosas que estuve callando por meses y solamente van a entender mañana, cuando les muestre lo que tengo —resumí. Tampoco iba a darle detalles escabrosos en pleno viaje.

Mamá gruñó de nuevo como en la mañana y después me dijo que papá iba a ir a esperarme a Retiro. Agradecí, con un poco de vergüenza por el gesto, y nos despedimos. Al fin y al cabo, ellos eran mis papás y seguían cuidándome, para que no volviera sola en plena noche desde la terminal, por más que no me lo mereciera.

En algún punto, me quedé dormida. Eso hizo más amenas las horas que me quedaban, por lo que cuando oscureció y llegué al Buenos Aires moderno que conocía, me dí cuenta de que lo había extrañado horrores, que estaba desesperada por ir a casa, por ver a mi familia y abrazar a mi perrita. Que quería meterme en mi cama, ponerme mi ropa y salir a tomar frappuccino a Starbucks.

Me bajé apenas el micro se detuvo en la terminar de Retiro. Busqué a papá con la mirada, llena de necesidad de abrazarlo, pero tuve que contenerlas cuando lo encontré cerca de la puerta de salida, con una expresión que no supe identificar. Contento, no estaba; enojado, ni tanto. Me paré en frente y lo saludé, con un poco de timidez. Reconoció mi actitud como miedo y suspiró.

—Llegó a tiempo —me dijo, nada más. Agarró mi valija y me guio hasta los estacionamientos, donde había dejado el auto.

—Perdón por hacer que... vengas hasta acá —murmuré, cuando estaba metiendo la valija en el baúl. Mi papá me dirigió una mirada un poco ofuscada. Ahí sí toqué la llaga.

—Para empezar, no hubieses hecho nada de esto.

Apreté los labios y me quedé callada. Me subí y seguí con la boca cerrada todo el viaje, en medio de ese ambiente incómodo que habíamos sembrado entre los dos. Entonces, cuando estábamos por llegar a Villa Crespo, papá me preguntó si había hecho mucho frío.

¡Ni se imaginaba! El agua de La Cumbrecita en invierno era puro cubito de hielo. Le contesté apenas y lo ayudé a abrir el portón del garaje para guardar el auto en cuanto terminó el viaje. Entramos en la casa y me encontré con la mirada filosa de mamá y la curiosa de Luna.

—Entonces hoy no pensás explicar nada —me saludó e hice una mueca.

—Creo que va a ser mejor mañana —murmuré—. Van a entender todo, se los juro.

Mamá decidió no hablarme más. Estaba tan enojada conmigo que era preferible así y yo lo entendía y lo respetaba. Me había mandado una cagada enorme y no pensaba excusarme, sino explicar las razones y quería que vieran a Daniel en persona para ayudar al relato.

Subí a mi pieza sin decir nada, arrastrando mi valija por las escaleras, mientras papá me decía que bajara a comer en cuanto me cambiara, y Luna vino corriendo detrás de mí.

—¿Y? —me preguntó, mientras Hanni nos alcanzaba, con toda su felicidad. Me permití agarrarla en brazos y abrí la puerta de mi habitación. Ahí, me quedé parada, recorriendo cada pedazo del cuarto con nostalgia. Era la segunda vez que sentía algo así por reencontrarme con mis cosas.

Suspiré y mi hermana se chocó contra mi espalda. Bajé a Hanni después de darle un beso y me volteé para abrazarla. Luna ahogó un gemido, sorprendida, y me devolvió el abrazo con torpeza.

—Por loco que suene —le dije—, te extrañé.

—Fueron tres días, Bri —masculló mi hermana, cuando la apreté. Me reí y la solté. La cara de Luna estaba desencajada—. ¿Qué te pasó?

—Volví a 1944 —le expliqué cortamente, mientras tiraba de ella hacia dentro y cerraba la puerta. Hanni empezó a correr por toda la habitación y se subió a mi cama para brincar más alto.

—¿QUÉ?

Me giré a verla y la vi totalmente perdida. Con los cambios temporales que había establecido en el último viaje, no tenía idea de qué tanto se acordaba ella.

—Eso mismo, logré volver. Esos tres días fueron meses para mí en 1944, otra vez —dije, probándola.

—No entiendo una mierda —soltó, boqueando como un pez y me agarró el nudito en la garganta de nuevo, pero esta vez por creer que me había quedado sin mi aliada. Capaz, realmente, Luna no se acordaba de nada—. Empezá por el principio —me dijo—. ¿Descubriste algo sobre Daniel...?

El alivio me hizo sonreír, pero igual agarré a mi hermana de los hombros y la sacudí teatralmente.

—¡Luna! ¡Te estoy diciendo que el sábado volví a 1944! Lo que vimos en la página web, de Daria muriendo en las escaleras de La Cumbrecita y a Daniel asesinado no pasó.

Parpadeó, más confundida todavía.

—¿Cómo que... no?

—No-pasó —repetí, como si le estuviese hablando a una nena de tres años.

Mi hermana me miró como si estuviese loca, por lo que yo volví a agarrar a la perra y la bajé de la cama, dándole tiempo para que lo procesara. Empecé a cambiarme mientras ella recalculaba como un GPS y entonces empezó a parlotear.

—¿No murieron? Pero... y entonces, ¿viajaste a 1944 y cambiaste el pasado? ¿Y cómo volviste? ¿Y Daniel? Porque si volviste... ¡Ihnnn! —inspiró ruidosa y agudamente—. ¡Moriste otra vez! —chilló.

Entonces corrió a prender la computadora. No dije nada mientras ella tecleaba y buscaba en la web la misma leyenda. Esperé para sacar mis conclusiones, hasta que mi hermana soltó el mouse y una palabrota.

—¿Qué? —pregunté.

—¡NO ESTÁ! La leyenda no está.

Me quedé callada. Mi hermana al final de cuentas sí se acordaba de todo lo que habíamos hablado, es decir que era consciente del cambio del tiempo. La duda era si seríamos las únicas, porque al final ese Daniel ahora tenía veintiún años de existencia; siempre él había estado ahí.

—No, cambié el pasado, te dije.

Luna se giró, con los ojos brillantes, pero con una expresión bien seria.

¿Qué pasó?

—Voy a hacértelo resumido —dije, poniéndome mis pantuflas—. Volví a 1944, salvé a Daniel en La Cumbrecita, pero el desgraciado de Gunter, el asesino de Daniel en la leyenda, que ni siquiera está mencionado, nos encontró meses después acá en Buenos Aires. Nos mató.

Luna tragó saliva, pero se enderezó y frunció el ceño.

—¿Quién es Gunter?

—Voy a explicarle todo a mamá y a papá mañana.

—¿MAÑANA? —se quejó—. No entiendo nada, Bri. Contáaaaame ahoraaaaaa.

Me levanté y inspiré antes de soltarle la última bomba:

—Daniel está vivo —dije. Luna casi se cae de la silla. Corrió hasta mí y empezó a gritar. Hanni se puso tan histérica que empezó a arañar la puerta para huir. Tuve que agarrar a mi hermana de los hombros y sentarla en la cama para calmarla—. Algo cambié que ahora no es más un fantasma, está vivo desde hace veintiún años y se acuerda de todo. Mañana viene a casa.

Me agaché para abrir mi valija y rebusqué hasta sacar la foto de nuestro casamiento. Se la puse en las manos y Luna casi se hace pis de la emoción.

—¿Se casaron? —gimió.

—Sí —le sonreí—. Y todavía me ama.

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