Queen of Shadows

By wickedwitch_

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«... Y entonces el Enviado apareció en mitad del caos, controlando a sus bestias y ordenándoles que no siguie... More

prólogo.
uno.
dos.
tres.
cuatro.
cinco.
seis.
siete.
ocho.
nueve.
diez.
once.
doce.
catorce.
quince.
dieciséis.
diecisiete.
dieciocho.
diecinueve.
veinte.
veintiuno.
veintidós.
veintitrés.
veinticuatro.
veinticinco.
veintiséis.
veintisiete.
veintiocho.
veintinueve.
treinta.
treinta y uno.
treinta y dos.
treinta y tres.
treinta y cuatro.
treinta y cinco.
treinta y seis.
treinta y siete.
treinta y ocho.
treinta y nueve.
cuarenta.
cuarenta y uno.
cuarenta y dos.
cuarenta y tres.
cuarenta y cuatro.
cuarenta y cinco.
cuarenta y seis.
cuarenta y siete.
cuarenta y ocho.
cuarenta y nueve.
cincuenta.
cincuenta y uno.
cincuenta y dos.
cincuenta y tres.
cincuenta y cuatro.
cincuenta y cinco.
cincuenta y seis.
cincuenta y siete.
cincuenta y ocho.
epílogo.
the goodbye's letter.

trece.

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By wickedwitch_

—¿Has tenido un buen día, Eir Gerber? —apenas me había aposentado sobre mi silla y el Señor de los Demonios ya estaba inclinado en mi dirección, apoyado sobre la mesa y rompiendo el silencio.

Me encogí de hombros. Después de que nuestro picnic fuera arruinado por la interrupción de la Maestra, el humor de mis doncellas también había decaído; me habían escoltado hasta mi dormitorio y Bathsheba se había quedado en la terraza mientras Briseida se disculpaba para abandonar mi habitación, alegando que tenía que bajar a las cocinas para devolver la cesta.

—Normal —contesté.

La mesa estaba lista, a expensas de que chasqueara los dedos y la comida apareciera por arte de magia. Su cercanía ya no me ponía nerviosa, e incluso había aprendido a mantener la compostura cuando tocaba temas sensibles y ya no me marchaba hecha una fiera del comedor; como tampoco mordía mi lengua a la hora de dar réplicas al Señor de los Demonios, quien no parecía enfadarse al escuchar mis filosas palabras. Tenía la sensación de que disfrutaba de nuestras discusiones, que siempre trataba de buscarme las cosquillas para que la conversación se transformara en un cruce de comentarios ácidos que intentaban convertirse en golpes bajos.

Cogí la servilleta que había sobre mi plato vacío y la coloqué sobre mi falda.

—He notado un ligero cambio... en ti —comentó el Señor de los Demonios, escrutándome con sus ojos anaranjados.

Ladeé la cabeza.

—¿Os referís a que he abandonado mi huelga de hambre? —pregunté con fingida suavidad.

Si quería salirme con la mía y cumplir mi amenaza, necesitaba recuperar las fuerzas... y negándome a comer no ayudaba en absoluto. Los ojos del Señor de los Demonios se estrecharon, continuando con su escrutinio; yo mantuve la calma, sin apartar la mirada ni un solo momento. Desafiándole a que hiciera algún comentario al respecto.

El Señor de los Demonios inclinó levemente el cuello.

—Ya no tienes el mismo aspecto apagado y consumido que mostrabas —apuntó con cautela, sabiendo que estaba caminando por una zona pedregosa entre ambos que podía estallar en una discusión.

Pestañeé.

—¿Eso quiere decir que... te encuentras cómoda aquí? —continuó.

Contuve una mueca, intentando que mi rostro no reflejara nada en absoluto.

—¿Si dijera que sí retirarías tu orden de que todos los que viven aquí se dejen ver? —repliqué—. ¿O temes que... haga algo? Como una de las chicas que elegiste, creo recordar.

El rostro del Señor de los Demonios se ensombreció ante mis osadas palabras. Había decidido usar como arma arrojadiza la insinuación que había dejado en el aire Bathsheba sobre qué había provocado que una de las elegidas viera lo que escondía las entrañas del castillo. El servicio del señor.

—La curiosidad no suele ser buena compañera, Eir Gerber —comentó.

Chasqueó los dedos con desgana y la cena apareció justo en el momento que empezó a incomodarse con el rumbo que estaba siguiendo la conversación. Miré la comida con un gesto torcido, nada conforme con la excusa a la que había tenido que recurrir para esquivar el tema.

Empecé a servirme en silencio, torciendo los labios en una mueca.

—No hay mucho más que hacer por aquí, mi señor —contesté, refiriéndome a su anterior comentario.

Recibí una larga mirada por su parte.

—Además, creo recordar que en las reglas que recibí el primer día no prohibía mi curiosidad —apostillé.

El Señor de los Demonios cogió una fuente, como si no me hubiera escuchado la segunda vez.

—Quizá deberíamos dejar a un lado las formalidades —dijo, con la vista clavada en la comida—. Es lo más adecuado, dado el tiempo que llevas aquí.

Lo observé con los ojos entornados, fingiendo estar valorando realmente la proposición de dirigirme a él de un modo más... cercano.

Luego me encogí de hombros con indiferencia.

—No creo que sea lo correcto —rechacé con firmeza, con la atención clavada en la comida de mi plato—. Os recuerdo que sois mi captor.

  ●  

Unté el dorso de mi mano con una leve capa de aceite que había traído Bathsheba al ser consciente de las quemaduras que me había provocado yo misma al encender noche tras noche las velas de mi dormitorio mientras observaba a mis dos doncellas, que mantenían un extraño mutismo; ninguna de las dos había tratado de romper el silencio desde que había regresado de la cena. Y tenía la sensación de que el motivo era la intrusión en nuestro picnic de la Maestra.

—¿Quiénes eran las dos niñas? —pregunté, con la vista clavada en el dorso de mi mano.

Espié por el rabillo del ojo a mis dos doncellas; Briseida dio un sobresalto y Bathsheba chasqueó la lengua con fastidio.

—No las había visto hasta... ahora —continué hablando ante el silencio—. ¿Siempre han estado viviendo aquí?

Quizá podían ser las hijas de la Maestra, a pesar de no haber encontrado ningún parecido físico entre las dos niñas y la mujer. Sin embargo, no quise hacer ese comentario en voz alta; principalmente temiendo que Bathsheba se burlara sin tapujos de mi ignorancia.

Recordé el tono del cabello de las gemelas, de un tono gris... el mismo color que relacionaba con mujeres de avanzada edad. Pero eso no era posible, pues el aspecto de las niñas era indudablemente joven.

—Son invitadas —contestó Briseida cuando creí que no iba a recibir respuesta por ninguna de las dos.

Enarqué una ceja y despegué los ojos de mis manos para poder clavarlos en las figuras de mis doncellas. Bathsheba también había dejado a un lado su misteriosa tarea con papel de colores; su mirada oscura estaba fija en mi persona, otra vez mostrando la misma molestia que cuando nos había visto a su hermana y a mí hablando en los jardines.

—Procura mantenerte alejada de ellas, Eir —podría haber pasado por una simple advertencia, pero conocía a Bathsheba lo suficiente para dictaminar que era una orden—. No te cruces en su camino.

Abrí la boca para lanzar mi siguiente pregunta, pero mis dos doncellas se pusieron en pie a la par —como si hubieran llegado a un acuerdo tácito—. Bathsheba anunció que había llegado el momento de que me dejaran descansar, una burda excusa para evitar seguir respondiendo mis preguntas; me despedí de ambas y empecé a encender las velas que cubrían cada palmo de mi dormitorio.

Mordí mi labio cuando llegué a los cirios que se encontraban más cerca de la puerta. Recordaba las normas que debía cumplir y que el Señor de los Demonios me había desglosado el primer día que puse un pie en el interior de aquel castillo; una de ellas me prohibía salir de mi dormitorio después de la medianoche.

Mi mirada se movió hacia un pequeño reloj que se encontraba encima de una de las cómodas. Quedaba aún una larga hora para que diera la medianoche y podía usar el tiempo que restaba para poder investigar por mi cuenta; ninguna regla me prohibía vagar por los pasillos antes de la medianoche.

Y la misteriosa llegada de aquellas gemelas había despertado mi curiosidad.

Cogí mi bata y salí del dormitorio con resolución. En el pasillo las antorchas iluminaban cada centímetro, ayudando a que las sombras se mantuvieran alejadas y sus susurros no paralizaran mis pasos; desde los ventanales podía ver la noche cubriendo los jardines y haciendo resaltar la niebla que ocultaba el Cementerio Infinito.

Bathsheba había tratado de apartarme de aquel lugar y Briseida había acrecentado mi curiosidad al confesarme que la familia real estaba sepultada en aquel lugar.

Sus nombres se habían perdido con el tiempo, aunque no sus hazañas. Desde niña había crecido leyendo Crónicas del Reino, un tosco volumen que reunía la historia de nuestro reino desde su formación hasta la llegada del Señor de los Demonios; conocía cada pasaje del libro y era capaz de repetir algunas partes sin necesidad de tener el texto delante.

Me apoyé en la balaustrada para observar la niebla. Aquel sitio era como un potente imán para mí y mi instinto me rugía que acudiera allí; el hecho de que Bathsheba hubiera puesto tanta energía de convencerme de que me mantuviera alejada indicaba que aquel rincón del castillo escondía más de lo que quería aparentar.

Enderecé los hombros y tomé una decisión.

Mis pasos se volvieron silenciosos mientras avanzaba por las alfombras que cubrían los suelos. En las escaleras focalicé en mi mente el vestíbulo, apresurándome a recorrerla antes de que alguien pudiera salir a mi paso; no sabía las rutinas de la Maestra o el Señor de los Demonios, pero lo más probable es que ambos estuvieran encerrados en su parte del castillo. El resto de los habitantes, por otro lado...

Me detuve con brusquedad al alcanzar el último escalón y llegar al vestíbulo. Todo estaba desierto y no se escuchaba ningún sonido a excepción de mi agitada respiración; a pesar de no estar rompiendo ninguna regla, tenía la sensación de que estaba cometiendo una pequeña infracción.

Fijé mi mirada —y objetivo— en la puerta que salía a los jardines y vigilé mi alrededor antes de lanzarme en una frenética carrera hacia el exterior; el aire nocturno me agitó el pelo, obligándome a meterme algunos mechones tras las orejas para que no siguieran entorpeciendo mi visión.

En los jardines todo se mantenía en un inquietante silencio, sin el habitual sonido de las aves nocturnas... o insectos.

Corrí hacia la cortina de niebla que había en la distancia, consciente del desenfrenado latir de mi corazón ante la posibilidad de ver qué se ocultaba tras ella. El Cementerio Infinito estaba protegido por una gruesa capa de niebla que impedía ver más allá; mis pasos sobre el césped emitían sonidos secos que parecían resonar por toda la extensión de los jardines a causa de la ausencia de cualquier otro sonido.

Crucé la niebla e intenté correr en línea recta, chocando frontalmente contra una enorme verja de hierro cuyas puntas parecían perderse en el infinito. Tragué saliva y retrocedí unos pasos para poder contemplar el modo en que los barrotes se doblaban para crear distintas formas.

Luego, con todo mi cuerpo temblando, posé una mano sobre ella, sintiendo la mordida del frío del metal. Con un chirrido agónico —señal de que nadie había visitado aquel lugar— las puertas se abrieron ante mi simple contacto haciéndome soltar una exclamación ahogada y que un escalofrío me recorriera de pies a cabeza.

Más allá de las puertas abiertas no era capaz de ver más que niebla condensada; miré a mi espalda, obteniendo la misma panorámica: más niebla. La sensación que me unía a aquel lugar se había intensificado ahora que tenía vía libre para poder acceder al interior del recinto, y de un modo bastante sencillo. Sin ningún tipo de obstáculo.

Paso a paso, fui internándome en el Cementerio Infinito, adentrándome en aquel tétrico lugar cubierto por aquella capa de niebla. Jadeé a causa de la impresión cuando traspasé las puertas abiertas y vi que la cantidad de niebla había disminuido de golpe, permitiéndome ver entre brumas una prolongada hilera de lápidas idénticas; mis ojos se quedaron clavados en las que tenía frente a mí.

Eran nombres femeninos, además de las fechas de nacimiento... y muerte.

Recorrí la primera línea, comprobando que todas las personas que se encontraban allí sepultadas eran mujeres. Mujeres que se ajustaban perfectamente al intervalo establecido por el Señor de los Demonios para participar en el Día del Tributo.

La cena se me agitó en el estómago con violencia al comprender quiénes eran todas aquellas chicas.

La certeza de conocer mi destino hizo que las rodillas me temblaran. Había preguntado al Señor de los Demonios sobre el paradero de todas mis antecesoras, sin lograr arrancarle ni una sola palabra; sin embargo, sí que había logrado saber que ninguna de ellas había salido con vida de aquel castillo.

Y ahora tenía frente a mis ojos la confirmación de qué sería de mí una vez finalizara aquel año que me quedaba, tras haber salido elegida en el Día del Tributo: otra lápida más en aquel lugar con mi nombre y mis respectivas fechas.

Otra víctima más del retorcido juego del Señor de los Demonios.

Vagué por el interior de aquel cementerio sin rumbo alguno, leyendo los nombres de todas aquellas chicas que, como yo, habían tenido la mala suerte de haber sido elegidas por el demonio que vivía en aquel castillo de piedra.

Eché a correr por el cementerio, con un nudo en la garganta y con ganas de vomitar. Una multitud de nombres y rostros desdibujados me atacaban sin piedad mientras trataba de huir; aquí era donde reposaban los cuerpos de todas las víctimas.

Aquí es donde yo iba a terminar.

Casi me di de bruces con una enorme edificación construida también en piedra. Recordé lo que era, pues mi padre me había explicado en una ocasión, cuando yo le había preguntado al respecto siendo niña: un panteón.

Me encontraba frente a un panteón familiar.

Reconocí el escudo grabado en las puertas de madera de las veces que lo había visto en mi copia de Crónicas del Reino: pertenecía a la difunta familia real. A mi espalda escuché un sonido susurrante que me puso todo el vello de punta y el instinto tomó las riendas, empujándome a buscar refugio en el interior de aquel edificio de piedra.

Mis ojos se abrieron de par en par al ver los nichos a unos metros de mí. Los recorrí a toda prisa, consciente de que los nombres estaban borrados, como si alguien los hubiera eliminado a propósito.

Di unos vacilantes pasos hacia la pared llena de nichos y rocé con la yema las primeras líneas grabadas en la piedra. Las antorchas prendidas casi por arte de magia me permitían ver los profundos arañazos que impedían poder leer las identidades de las personas que reposaban allí dentro.

Repasé una R grabada en uno de los nichos, lo único legible, además de la fecha que había abajo. La fecha en que ese desconocido había muerto; el resto de nichos —al menos la fila más reciente— tenían la misma fecha.

El día en que el Señor de los Demonios apareció para frenar la guerra contra los demonios y el rey nos condenó a todos.

Recorrí el interior del panteón mientras dejaba pasar el tiempo antes de regresar al exterior. Tras dar un par de vueltas como un animal enjaulado, me atreví a salir hacia el cementerio; me alejé de la relativa seguridad que me brindaba el interior del panteón y escudriñé lo poco que podía ver a mi alrededor, a través de la niebla.

Creí escuchar un nuevo susurro a mi izquierda y mi mirada se clavó en esa dirección, sin encontrar nada.

Di un inseguro paso más, internándome de nuevo entre la niebla, rodeándome de las tumbas de las chicas que me habían precedido. Casi podía escuchar sus voces, los lamentos de su desgracia; el corazón empezó a latirme con fuerza al encontrarme atrapada en aquel laberinto.

Contuve un quejido al ver una larga sombra humana, acercándose. De algún modo supe que aquella presencia no era buena para mí y que si lograba alcanzarme... estaría en peligro; eché a correr de nuevo sin tomar una dirección concreta, mis pasos intentaban alejarme de la sombra que había divisado a través de la niebla. De la amenaza.

Tropecé con una tumba y me tambaleé hacia atrás para no caer al suelo. Mis ojos recorrieron las líneas grabadas de aquélla y sentí que toda la sangre se me congelaba dentro de mis venas.

«Elara Lambe.»

El hecho de que aquella chica compartiera su nombre con mi tía... No conocía el apellido familiar de mi tía y madre, pero era imposible que esa tumba pudiera pertenecer a ella. Ninguna de las chicas que había sido elegida en el Día del Tributo había salido de aquel castillo, todas estaban allí. En el Cementerio Infinito.

Además, en caso de que hubiera sido mi tía... ¿No habría corrido el rumor? ¿No estaría todo el pueblo al tanto de ello? Había acompañado a Elara por el pueblo y ninguno de sus habitantes había tratado a mi tía de un modo distinto.

No era posible.

Se trataba de una horrible coincidencia, quizá de un truco por parte de aquel sitio para inquietarme. O atemorizarme.

Grité de horror cuando las primeras sombras empezaron a deslizarse desde sus oscuros rincones, reptando como serpientes hacia mí. Las voces que había creído oír antes no habían sido los espíritus inquietos... sino ellas; mis acérrimas enemigas, que estaban aprovechando cualquier oportunidad para intentar atraparme entre sus frías garras.

Los ojos se me llenaron de lágrimas cuando contemplé a las siluetas sombrías cortando distancias conmigo. No tenía forma de defenderme, pues no había velas que pudiera usar contra ellas; además, estaba perdida en el Cementerio Infinito.

No podía orientarme entre tanta niebla... y tumbas.

Dejé escapar un alarido de puro terror cuando algo me aferró por los brazos. De igual modo que sucedió aquella vez en mi dormitorio, empecé a debatirme para intentar liberarme del firme agarre; unos dedos que parecían ser reales me apretaron los antebrazos.

Entre lágrimas vi unos conocidos ojos de color fuego.

De mis labios brotó un sollozo lleno de alivio... y agradecimiento. A pesar del odio que albergaba hacia el Señor de los Demonios, su presencia allí —su firme agarre sobre mis brazos— era como una bendición; su rostro estaba más pálido que de costumbre y podía intuir su tensión.

El poderoso Señor de los Demonios temía el Cementerio Infinito.

Quizá los remordimientos de todas aquellas muertes le hacían sentir incómodo allí, rodeado de todas aquellas tumbas que debían recordarle a las chicas que había elegido antes de mí.

—Setan —le supliqué con la voz quebrada—. Sácame de aquí.

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