La Destrucción de Nuestras Al...

By AnastasiyaPompeir

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¡ZOMBIS, TENSIÓN SEXUAL Y UN AMOR IMPOSIBLE! A Aurora no debería atraerle el novio de su hermana mayor, pero... More

Prólogo
Capítulo 1: Aurora y Minnie
Capítulo 2: El Caso Mendoza
Capítulo 3: El Sonido de Huesos Rotos y Succión de Tuétanos
Capítulo 4: La bañera es mi única compañía
Capítulo 5: Diego, el novio perfecto
Capítulo 6: ¿Asesino o Príncipe Azul?
Capítulo 7: Tierra removida
Capítulo 8: Medicina Express
Capítulo 9: Abercrombie & Flébil
Capítulo 10: ¿A todos les molesta que siga viva?
Capítulo 11: La culpa está en mis cicatrices
Capítulo 12: El Ogro
Capítulo 13: El nuevo Marcos
Capítulo 14: Los bidones de agua son una trampa
Capítulo 15: Pelea de Barro
Capítulo 16: La última hora
Capítulo 17: El comienzo del adiós
Capítulo 18: Cómo Robar Gasolina y No Parecer Estúpida
Capítulo 19: A la mitad del viaje
Capítulo 20: El Incidente, la pica y la pistola
Capítulo 21: Humillado
Capítulo 22: El Nuevo Juramento Hipocrático
Capítulo 23: Minnie se esfuma en la oscuridad
Capítulo 24: Saltan las chispas (y no es el motor del coche)
Capítulo 25: Cómo meter a 8 personas en un Jeep
Capítulo 26: "Cómo conoció a tu cuñado"
Capítulo 27: Cerrando un corazón y abriendo otro
Capítulo 28: Atrapados
Capítulo 29: Cuando no hay nada más que hacer salvo jugar al parchís
Capítulo 30: Se despierta el monstruo
Capítulo 31: El test de Bechdel
Capítulo 32: Planes de Huida
Capítulo 33: El juego de los espías y los mafiosos
Fin de la Parte I: La Reanimación
Capítulo 34: Desinfección
Capítulo 35: El primer día
Capítulo 36: El cuchillo
Capítulo 37: La mañana del Baile
Capítulo 38: La Tarde del Baile
Capítulo 39: El Baile
Capítulo 40: Secuelas
Capítulo 41: Alta Seguridad
Capítulo 42: Sacrificios por la Humanidad
Capítulo 43: Infección
Capítulo 44: Nadie muere por un catarro
Capítulo 45: El Torbellino
Capítulo 46: Sombras del pasado
Capítulo 47: La lotería de las conscripciones forzadas
Capítulo 48: Primera Línea de Batalla
Capítulo 49: Evacuación
Capítulo 50: La Ola de Zombis
Capítulo 51: Los Niños de la Varicela
Capítulo 52: El Tanque de Agua
Capítulo 53: Agua Pútrida
Capítulo 54: Empujones y Caídas
Capítulo 55: Barajea tus opciones y elige a quien sacrificar
Capítulo 56: Confía en mí
Capítulo 58: Una Pelea en el Bosque
Capítulo 59: Nadie
Fin de la Parte II: La Disolución
Tiempo Perdido
Capítulo 60: Una Bala Perdida

Capítulo 57: Humanismo

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By AnastasiyaPompeir

En algún lugar de su mente, Marcos Mendoza sabe que si es fácil perder contra un zombi, mucho más será contra tres. Solo tiene un bisturí en sus manos y no sabe como utilizarlo. Estudiar medicina no le ha preparado para matar, sino para curar. Por descontado, ahora que lo reconsideraba, la Base le había enseñado a abrir cerebros por la mitad, estudiar cada neurona y buscar respuestas, aunque fuera a costa de cientos de vidas.

Un sacrificio que está dispuesto a asumir.

El zombi central se alza por encima de los demás, varias cabezas más alto. Debe de haber comido recientemente, porque su estomago está a rebosar, con forma de brazos y manos bajo la fina piel llena de azuladas estrías. Es el más peligroso, porque al contrario que los humanos, aquellos zombis que acaban de empacharse a carne están más despiertos, con calorías para mover bien sus articulaciones y músculos, y al tener menos hambre, más se enfocan en infectar.

A su espalda, como un cortejo, se mueven los otros dos zombis. El izquierdo cojea con un torniquete mal hecho. Alguien debió de querer salvarle la vida sin saber que estaba infectado. El derecho es un hombre desnudo, con los huesos del brazo expuestos. El hueso está demasiado limpio, con signos de mordiscos y cortes. Lo más probable es que fueran carcomidos por otro zombi aún cuando el soldado seguía vivo.

Son soldados antiguos, probablemente infectados al comienzo. Marcos lo sabe por la antigüedad de su piel; por haber estudiado incontables casos de infección en distinto grado de putrefacción. La Base tiene un suministro de zombis expuestos cerca del crematorio, y cada día algún interno se encargaba de extraerles muestras de sangre. Más de uno era mordido; por chulería, por negligencia o por curiosidad. ¿Pueden haber escapado de su prisión? ¿Alguien les liberó? ¿O vienen del exterior?

Su mano tiembla más que cuando practicaba saturaciones durante ocho horas en su voluntariado en Brasil.

Marcos decide ir a por el de la derecha. El punto más débil, si podía...

—¿Marcos? —la voz de Minnie, suave y apagada, le distrae.

—Ponte detrás de mí, no te...

Alza la pistola al lado de su cabeza y Marcos tiene el auto reflejo de apartarse y pegarse a la pared. El estruendo le hace taparse los oídos y hasta que no vuelve a abrir los ojos de nuevo, no ve a Minerva fallar la siguiente ráfaga de tres balas. Da al grandullón y después Minerva resopla, se limpia las manos en los pantalones y dispara de nuevo en una ráfaga de cinco balas, hasta impactar en la cabeza de los zombis, hasta que no queda ninguno en pie.

Marcos sigue tapándose las orejas.

Minerva se acerca a su cara y se las quita; limpiando las lágrimas que caen de sus mejillas.

—Estoy un poco roñosa —dice—. Papá una vez me llevó de prácticas, ¿no te lo dijo? Dijo que era tan guapa que debía aprender a disparar a cualquier posible violador. Tenía planeado regalarme mi primera pistola a los veinte y uno.

—Has tardado... una barbaridad.

—He encontrado la pipa cuando estaba rebuscando en el cajón de llaves.

—¿Vas a llamar a tu pistola pipa?

—¿Es muy gánster? —y gira la pistola como si estuviera en una película americana, pero Marcos no le ríe la gracia porque está a punto de desmayarse sobre sus rodillas. No lo va a admitir por eso se apoya contra la pared.

—¿Tienes las medicinas?

—Todo en orden. ¿Enserio que ibas a proteger a Verónica con un bisturí?

Todavía lo tiene en su mano. Todavía le tiemblan al ritmo de su latido.

—Me lo hiciste jurar —susurra.

—Tan cobarde como siempre. Ayúdame con Verónica.

Marcos le intercede el paso con los brazos abiertos.

—Minnie, lo que le has hecho a Verónica... en ocho meses no hemos avanzado con la cura, solo hemos ralentizado el avance de la infección. Los efectos secundarios son graves: desde amnesia selectiva a alzhéimer precoz. Después signos de locura, demencia... La semana pasada un hombre decidió cortar las lenguas de sus compañeros de habitación, delirando y diciendo que así se callarían. Daba igual que fuesen niños o adultos.

Marcos lo recuerda bien. Tuvo que beber esa noche hasta poder olvidar la carnicería y después acabó tumbado sobre Minerva vomitando el contenido de su estomago.

No me importa. No me importa, Marmar. Es un rayo de esperanza.

Un rayo que acabará matándoles.

—No es una estrategia. Es un suicidio. Podría...

—Por encima de mi cadáver, Marmar, deja en paz tu lógica de hielo. Sabes que estoy hablando en serio. Sabes qué tan enserio estoy hablando —baja la voz hasta que solo es un susurro—. Me conoces.

Marcos no baja la mirada para saber si Minerva está alzando la pistola. No aparta sus ojos de los suyos. Entonces Verónica se despierta y sabe que ha perdido su oportunidad. Pero le agarra el antebrazo. Tiene que decirlo, aunque solo sea para abrirle los ojos.

—Crees que no te pareces a Aurora o a tu madre. Pero te pareces demasiado.

—No digas eso.

—Eres peor, Minnie, eres peor.

Minerva se aleja trastabillando y en sus brazos alza a Verónica encima de una camilla abandonada.

—Los dos lo sabemos.

Marcos desea no conocerla tan bien. Lo desea por primera vez y Minnie le da palmadas a Verónica hasta que reacciona. Cuando escupe más agua pútrida, su mano va directa a su cuello y toca la zona inflamada.

Un quejido, tan innatural en Verónica, escapa de sus labios.

—¿Qué has hecho? —grita al recordar la inyección y Minerva tiene que taparle la boca.

—Vas a atraerlos.

Al apartarle las manos, Verónica está llorando. Marcos no cree haberla visto llorar jamás. Ni cuando sus padres murieron en ese accidente automovilístico y casi le quitan la beca.

—¡Soy un zombi!

—Encontrarán un cura. Podemos con ello.

—No tienes ni idea de lo que has hecho.

—Te estoy dando tiempo, te estoy dando una oportunidad.

—No quería esto. ¿Crees que no puedo aceptar la muerte? Quería aceptarlo, quería... una muerte digna. —Incluso llorando; la nariz inflada y roja, sigue manteniendo ese tono de voz grave y duro—. ¿Por qué quieres esto para mí?

—Vero, al menos inténtalo —interrumpe Marcos—. Al menos hazlo por el bien de la medicina.

—No soy un experimento.

Minerva la alza entre sus brazos.

—Te quiero, Verónica, por favor, piénsalo, no aquí. Afuera, salgamos de aquí.

Ninguno de los dos podía resistirse al candor de su voz y Marcos sabía que Minerva lo utilizaría en su contra, para doblegar su voluntad, para moldearla a su gusto.

Verónica se levanta del suelo por su propio pie.

—Como si eso fuera tan fácil. —Después, como en cada ocasión que requiere pensar con calma, se enderece y carraspea incómoda—. Os daré tiempo, si hay que sacrificarse, al menos dejármelo a mí. No va a hacerme peor daño.

Cuando caminan por el pasillo, Verónica va en cabeza y Minerva le coge de la mano, quitándole el bisturí y metiéndolo en su bolsillo.

—Serás más un problema con eso armado que sin ello.

—Minnie...

Minerva le lanza una mirada de advertencia.

Claro, no le gustaba eso de que le llamara así delante de otras personas. Incluso si esa otra persona era su mejor amiga.

Al contrario que antes, Marcos huele el peligro en el aire y al asomarse por el otro lado del pasillo, ve más de esas criaturas moviéndose sin ton ni son al ritmo del hambre. Alguien debe de estar atrapado tras la puerta del almacén de residuos tóxicos.

—¿Te quedan balas? —pregunta Marcos.

—¿Estamos en una película de acción? Claro que no me quedan balas.

Verónica gruñe delante.

—Tenemos que pasar por esos cinco zombis. La salida está en esa dirección, ¿y ya sabes lo que tenemos que hacer, verdad? —pregunta Verónica. Minerva la observa con la cabeza ladeada, pensando—. Debemos crueles. Tenemos que hacer lo necesario.

—¿Qué estás sugiriendo?

—Hay que hacer lo necesario.

Marcos no tiene tiempo en asentir. Porque lo sabe, sabe muy bien que hay que hacer. Lo estaba pensando él mismo. Se odia por hacerlo.

—Podemos... encontrar otras maneras. —dice Minerva. Su voz está tan apagada que ambos saben leer lo que dicen de trasfondo. Minerva es como cualquier de ellos, sin conciencia, con la necesidad de sobrevivir por encima de los demás. Aunque finge mejor que ellos dos.

—¿Qué planeáis?

Verónica y Marcos comparten una mirada de entendimiento.

—Les convenceremos de salir, dejaremos que los zombis se los coman y entonces, cuando estén distraídos... saldremos corriendo. La salida está detrás de esa esquina.

Tan cerca, pero tan lejos.

—No... es... no es muy... —otra vez sin palabras, pero son suficientes para convencerla—. Dudo mucho que se lo crean. No saldrán, lo sabrán, escucharán los gruñidos, sabrán que siguen ahí.

—Déjamelo a mí —contesta Verónica. Después, al mirar a Marcos hablan sin palabras.

—Lo harán, Minerva —susurra Marcos—. Están desesperados, no les queda otra opción que creer nuestras mentiras.

—Marcos —se agarra a su brazo—. Marmar, no está bien.

—Nada en este mundo está bien.

Quiere decirle que deje esta actuación vulgar, que no hay nadie importante para presenciarla, ni Aurora ni Diego para cambiar su perspectiva sobre ella, pero tiene los ojos vidriosos y Marcos la empuja contra la pared.

—Basta —dice contra su oído—. Esta no eres tú, déjala salir. ¿Me escuchas? —Alza su barbilla y le da un par de toques contra la sien—. Suficientes artimañas.

Su sonrisa está congelada, demasiado perfecta, y Verónica está distraída atrayendo a su presa al exterior. Marcos no sabe que hacer. En ese momento quiere hundir su rostro contra el hombro de Minerva para no escuchar. Pero sabe que es necesario, lo sabe tan bien que no puede evitar quedarse helado en ese instante.

—¿Hay alguien aquí? —pregunta Verónica. Deben de estar heridos, porque los zombis no reaccionan a su voz; obsesionados por lo que esconde el interior—. ¿Queda alguien con vida?

Enseguida unos gritos le contestan; angustiados y roncos de tanto gritar. Puede que dos mujeres y tres hombres.

—Somos los últimos que quedamos en la Base —dice Verónica en tono conciliador y profesional—. Los demás supervivientes han sido evacuados.

—¿Y los zombis?

—No queda alguno, nos hemos encargado de ellos.

—¿Cómo no pueden escucharlos? —murmura Minerva contra su pecho. Marcos no aparta la mirada. Observa a Verónica utilizar todo su encanto para atraerles, para que abran la puerta.

Escuchan voces apagadas discutir y Verónica meterse en medio.

—Hazle caso a ella —dice Verónica—. Mercedes tiene razón, es el último helicóptero. No vendrán más. Es vuestra ultima esperanza. Si los zombis estuviera aquí, ¿ya me hubieran comido, no?

Tal vez los zombis no puedan olerla, tal vez crean que ella es uno de ellos; la infección paralizada en sus venas, pero ahí, dormida, perenne; esperando a que las inyecciones pierdan su efecto para destruirla.

Cuando abren la puerta, un zombi anciano introduce su mano en la rendija y ya no hay vuelta atrás, Verónica se queda detrás de ellos, observando todo como si no perteneciera a este mundo. No cambia su expresión cuando alguien mete la mano para apartarlo, y el zombi muerde su nudillo.

Sin darse cuenta, Minerva suelta un quejido y Marcos afloja sus manos alrededor de ella.

El bramido, tan grotesco, se le queda clavado en su cabeza y Marcos se da cuenta que jamás ha escuchado a alguien ser mordido. No sabe si es la infección latente o la realización de estar perdido. O ambos.

El caos se apodera del pasillo y alguien grita, sacan el cañón del revolver por la rendija y apuntan a Verónica. El disparo le derriba de nuevo suelo y el agua se tiñe de negro rojizo.

Se levanta tambaleándose, cayendo una y otra vez, hasta que tiene al hombre bloqueado y le muerde. Le muerde hasta hacer sangre y caer sobre su boca abierta. Mientras, los zombis entran en el almacén a bocajarro.

—¡Poneros a cubierto! Tenéis que salir de aquí. Ahora, ¡Marcos, llévatela!

Marcos tira de Minerva, pero ella ya está corriendo hacia la salida; la luz verde intermitente rebotando contra las paredes. Un zombi tiene a una mujer contra el suelo, sus encías sangrando al meter su cabeza dentro del agua, ahogándola y comiendo hasta sacar sus órganos entre los dientes a la superficie.

—Teníamos que hacerlo —dice Minerva—. Teníamos que hacerlo... Lo siento, lo siento tanto...

Salta por encima de la mujer y sale corriendo.

Marcos se detiene en las escaleras de emergencia para buscar a Verónica, pero ha desaparecido.

Alguien chilla a su espalda y Marcos no tiene tiempo para reaccionar. Uno de los hombres le hace un placaje y Marcos cae redondo al suelo; golpeándose contra las escaleras. Sus manos están agarradas a la barandilla y el hombre le tira hacia el agua, hacia el agua contaminada. Sus brazos le asfixian la garganta y una ahorcada le sale de la boca, pero sus manos no se sueltan del metal, por más que le tire; sacudiéndole hacia atrás y retorciéndose.

Minerva se alza a sus pies y con el bisturí que le quitó se lo clava en el ojo; removiéndolo en la cuenca hasta que los puños del hombre le sueltan y Marcos está arrastrándose por las escaleras hacia la salida.

—Tienes que luchar, Marmar, tienes que hacerlo.

Uno de sus hombros no deja de vibrar, su clavícula está ardiendo y su garganta... no puede hablar. Minerva tira de él. El bisturí cae al suelo, replicando por cada escalón por el que desciende.

El hombre tose, cae, y vuelve a levantarse, cubierto de pies a cabeza de agua contaminada.

—¿Por qué habéis hecho eso? ¿Por qué? —susurra y Marcos sabe en ese momento que jamás olvidará esas palabras.

—Necesitamos sobrevivir —responde Minerva.

El hombre profiere una risa histérica.

—Seréis la destrucción de la humanidad.

Y se deja caer en los escalones, su mano contaminada sobre su ojo; llorando gotas de sangre.

Minerva tiene que empujarle hacia la salida. Allí afuera, Marcos se tira de rodillas al suelo. Esperan a la salida, la puerta cerrada a cal y canto, y esperan hasta que Minerva va a su lado y llora contra su pecho y esperan y esperan.

Siguen esperando cuando salen los primeros rayos de sol entre las montañas del horizonte; tiñendo el cielo de un rojo anaranjado, demasiado bonito para no evitar alegrarse de estar vivo en este momento.

—¿Crees que...? ¿Crees que ella...?

—Verónica vendrá, nada ni mucho menos nadie puede con ella.

—Tenemos que comprobarlo, tenemos que encontrarla, ¿y si no puede andar? Y si...

—Vamos a esperar. Lo dijo ella, tenemos que esperar.

Minerva hipa y tiembla. El sol parece reacio a salir, alargando poco a poco sus rayos hasta que las sombras del bosque desaparecen. Marcos se quita la chaqueta de médico.

Entonces golpean la puerta; tres veces.

—¿Vais a abrir? —exclama una voz molesta. Cubierta de sangre, de pies a cabeza, Verónica parece sacada de una película de terror. Tiene la marca de uñas en sus mejillas y varios moratones por su cuello y pecho—. Al menos me habéis esperado tanto como yo os esperé en el quirófano. Lo aprecio —lo dice con sarcasmo. De su brazo sobresale unas vendas manchadas—. He tardado tanto porque debía encárgame de esta molestia.

—Podría haberlo hecho yo —contesta Minerva, dando un paso hacia ella, pero Verónica recula hasta estar tan lejos de ellos como es posible.

No está hablando de heridas de bala.

—Debía encargarme yo sola. Creo que no lo has entendido, Minerva, lo que has hecho. Ahora mi sangre está contaminada. Qué egoísmo por tu parte dejarme con vida. ¿Para qué? ¿Para servirte de entretenimiento? Nadie puede tocarme. Es tan simple como eso. No quiero tonterías—. Al acercarse a la bolsa nevera, se inyecta una nueva dosis con manos expertas—. Encontraremos a los militares y nos encargaremos de este problema y hasta entonces nada de achuchones ni muestras de cariño.

—Una escusa para librarte de mis abrazos de oso —dice Marcos para aflojar la tensión. No tiene efecto. Minerva se deja caer contra la pared.

—No, lo entiendo —continua Verónica—. Me necesitáis para librarme de ese atolladero que tenéis aquí armado.

Los zombis se arremolinan a sus pies y al asomarse, les ve distraídos en algo en la distancia.

Algo que llama su atención. Reconoce las dos figuras corriendo, subiendo una valla y alejándose hacia el sol naciente. Mientras, la oscuridad les rodea; ocultando su expresión de Minerva quien sigue apoyada contra la pared, respirando entre bocanadas y con los ojos cerrados.

—¿Les ves? —pregunta en un susurro Verónica. Marcos asiente—. ¿Diremos algo?

Marcos no tiene que contestar, porque ambos marchan hacia Minerva sin mirar por encima de sus hombros a las dos figuras adentrarse en el bosque quemado en dirección a las montañas.

Lejos.

Perdidos. 

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