RASSEN I

YolandaNavarro7 द्वारा

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Luna no recuerda nada de su pasado, aún así, terribles pesadillas nocturnas la ayudan cada noche a hacerse un... अधिक

RASSEN ARGUMENTO TRAMA PRINCIPAL TRILOGÍA
RASSEN ARGUMENTO <<LUNA>> Vol.1
Árbol genealógico (Relaciones entre los personajes)
INTRODUCCIÓN
CAP.1
CAP.3
CAP.4
CAP.5
CAP.6
CAP.7
CAP.8
CAP.9
CAP.10
CAP.11
CAP.12
CAP.13
CAP.14
CAP.15
CAP.16
CAP.17
CAP.18
CAP.19
CAP.20
CAP.21
CAP.22
CAP.23
CAP.24
CAP.25
CAP.26
CAP.27
CAP.28
CAP.29
CAP.30
CAP.31
CAP.32
CAP.33
CAP.34
CAP.35
CAP.36
CAP.37
CAP.38
CAP.39
CAP.40
CAP.41
CAP.42
CAP.43
CAP.44
CAP.45
CAP.46
CAP.47
CAP.48
CAP.49
CAP.50
CAP.51
CAP.52
CAP.53
CAP.54
CAP.55
CAP.56
CAP. 57
CAP.58
CAP.59
EPÍLOGO
LA NOVELA ESTÁ SIENDO REEDITADA Y CORREGIDA
IMPORTANTE: LA HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA. POR FAVOR, ÉCHALE UN VISTAZO.

CAP.2

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YolandaNavarro7 द्वारा


Casa de la familia Munt

Bruma

Luna se sentía muy estúpida por haber pensado que podría curarse. Después de una pequeña tregua  durante el verano, había llegado a confiarse, pero su positivismo se había esfumado tras sufrir tres crisis agudas de su enfermedad, en menos de ocho semanas. Desde hacía un tiempo, comenzaba a temer, ya no solo por su integridad, sino también por la de los demás. No en vano, esquizofrenia y violencia solían ir tomadas de la mano en innumerables ocasiones. Y aunque sabía que jamás le haría daño de forma consciente a otra persona, no estaba muy segura de hacia dónde podían conducirla sus trances. Esa era una de las muchas razones por las que se había propuesto acabar con todo. Miró a un lado y a otro de la calle, que seguía desierta. La noche había caído ya por completo. Ni la oscuridad ni la soledad la hicieron sentirse desamparada. Con toda probabilidad, la ausencia de miedo era la primera consecuencia positiva de la determinación que había tomado. Esa falsa sensación de autocontrol la hizo sentirse libre, fuerte y excitada. Sin saber por qué, la voz de Martín resonó en su cabeza:<<El único Dios que exista para ti ha de ser tu conciencia. El único demonio al que debes temer es al propio miedo>>. Aquellas habían sido las últimas palabras de su padre adoptivo para ella, antes de su inesperado viaje. Por alguna razón, se las había dejado escritas en una servilleta de papel, sobre la mesa de la cocina.

—Menuda despedida para una hija—se autocompadeció.

Mientras ella se perdía en sus divagaciones, un repentino sirimiri le había devuelto al aire el agradable olor a tierra mojada. Poco a poco, el insoportable bochorno que reinaba en el ambiente desde hacía más de una semana, desapareció. Lejos de buscar cobijo, enfrentó cara a cara el cielo azul oscuro, cerró los ojos, y dejó que la lluvia barriera sus lágrimas.

—Mi última vez bajo la lluvia...—murmuró. Y todas las pequeñas cosas que había amado desfilaron con avidez por su mente a modo de pequeño resumen y recordatorio: el olor del café recién hecho, el tacto de la hierba fresca escurriéndose entre los dedos de sus pies descalzos, un baño caliente con jabón de rosas, ver la puesta de sol desde la azotea, los paseos por el bosque, el pan recién hecho derritiéndose en su boca... Las manos callosas de Martín, los ojillos miopes de Sor Constanza, la risa contagiosa de su amiga Mina, las ocurrencias de Lucas, el perfume afrutado de Clara Vega, su psicóloga y tutora, el optimismo y carisma de su hijo Gabriel, que se había convertido en su inalcanzable amor platónico antes de marcharse a estudiar fuera del país... Se lo llevaría todo con ella, aunque ya no fuera a necesitar nada de eso para volver a disfrutar de fugaces instantes de felicidad.

La añoranza incrementó en Luna el sentimiento de culpa que no la dejaba respirar; sabía que la hermana Constanza (junto con Clara lo más parecido a una madre que había conocido), se sentiría muy decepcionada cuando la informaran de lo que iba a hacer. Sin duda, la monja sentiría traicionadas su confianza y su fe. Y ella lo lamentaba, pero estaba demasiado cansada de todo, como para pretender hacer nada al respecto.

Tener que mediar durante años entre un científico ateo como Martín, mucho más cercano de los paganos cultos a la madre tierra y al sol que a la corona de espinas, y la devota madre superiora de las Hermanas De Las Cinco Llagas, le había creado demasiados conflictos emocionales. Por fortuna, con el tiempo había desarrollado la templanza suficiente como para buscar su propia perspectiva de las cosas al margen de las de ellos dos. Desde luego, no sin cierta dificultad. Pero había logrado encontrar el equilibrio interior; un punto medio que la libraba de posicionarse junto a uno de sus dos queridos tutores durante sus interminables discusiones sobre ciencia, política y religión.

Gracias a aquella extraña pareja su mente se había expandido y eso la había enriquecido como persona, lo que no quitaba que también la habían hecho sufrir de forma inconmensurable en algunas ocasiones. <<Sigue tu instinto>>, le decía siempre Martín, <<Evita tener prejuicios>>, puntualizaba Sor Constanza, cada vez que se intentaba guiar por él. Y ella les había hecho caso a los dos, porque no sabía lo difícil que era confiar en uno mismo y lidiar con los prejuicios de los demás cuando se luchaba por desprenderse de los propios.

Luna sonrió de forma inconsciente al recordar la última vez que aquel par de viejos amigos se habían enfrentado en una de sus múltiples pendencias. La pelea había tenido lugar en el jardín trasero del convento, mientras ambos hacían lo indecible por librar el huerto de una voraz plaga de pulgones. En un momento dado, su padre adoptivo había sacado de alguna parte una caja repleta de hermosas mariquitas, y eso había sido suficiente para desatar una pequeña tormenta: << ¿A eso llamas tú pesticida ecológico, viejo loco?>>, le había recriminado con una sonrisa cáustica Sor Constanza a Martín. << ¿Más bichos para mis pobres verduras? ¿Qué será después? ¿Una bandada de golondrinas para acabar con estas moscas coloradas?>>. Tras escuchar aquel último reproche, su padre se había reído a carcajadas, y después la había buscado con una mirada de cordero degollado para que saliera en su defensa, pero ella no se había atrevido a opinar. <<Las mariquitas no son moscas, son escarabajos. Y estos, en particular, solo comen pulgones. Así que sus verduras estarán a salvo durante una buena temporada>>, había contestado él con suficiencia, haciendo una vez más que se sintiera tremendamente orgullosa de su ilimitada sabiduría.

Cuando Luna quiso darse cuenta, le temblaban las manos de manera frenética y el corazón estaba a punto de salírsele del pecho, aunque no estaba muy segura de si eso era por el frío que sentía o por la emoción de saber que de un momento a otro alcanzaría la libertad que tanto anhelaba.

—Libre—murmuró para sí. Libre de un universo paralelo al suyo, libre de un lugar donde, inocencia e ignorancia podían ser palabras sinónimas, al igual que bondad y estupidez... Libre por fin. Nadie podría evitarlo.

No se sintió satisfecha hasta que notó la humedad traspasando la barrera de su ropa interior e internándose dentro de su piel, hasta calar sus huesos, solo entonces se obligó a regresar al interior de la casa. Una vez bajo techo, se quitó las botas y los calcetines, ambos totalmente empapados, y los colocó con cuidado sobre el felpudo del recibidor. Descalza, se dirigía a la cocina, cuando un portazo en la planta de arriba hizo que se detuviera en seco; una vez más había olvidado cerrar la ventana de su habitación, al menos, eso pensó.

Escondido dentro de un armario, en el pasillo que conducía al dormitorio de Luna, Esteban Belmonte aguardaba ansioso volver a verla. Si algo se le daba bien al heredero de la constructora más prolífica del centro del país, era hacer de sus citas momentos inolvidables en la vida de una mujer y, según su criterio, la hija adoptiva del viejo Munt se había ganado con creces vivir otra noche mágica a su lado. Era su chica especial, no podía olvidarla sin más.

En la oscuridad, tras las puertas de delgados listones, no necesitó cerrar los ojos para revivir sus mejores momentos juntos. Tampoco necesitó tenerla cerca de nuevo para poder percibir su olor y su sabor. Se estremeció al recordarla entre sus brazos, suplicando, balbuceando su nombre y retorciéndose. Amaba y odiaba a aquella insignificante criatura a partes iguales; adoraba el modo en el que le provocaba con su fingida inocencia, tanto como detestaba la frialdad con la que le rechazaba después. Ella debía haber sabido que aquel juego era demasiado viejo como para que no lo conociera, y que una chica de su clase no podía aspirar a ser tomada en cuenta más allá del asiento trasero de un coche. Resultaba ofensivo que idolatrara al carcamal apestoso que la había adoptado, y, al tiempo, que fuera incapaz de ser cariñosa con él, que le había ofrecido una familia de verdad y un apellido decente tras el que esconder su vergüenza. Su maquiavélica amiga Electra, jefa de su padre y prima de la engreída Iris Blake, tenía razón: esa mojigata desagradecida de Luna, tan soberbia, a pesar de su insignificancia, necesitaba que le dieran otra lección, y aquella noche, estando ella sola y abandonada, resultaba idónea.

Luna notó como una ligera corriente de aire le erizaba la piel, agitaba su pelo y los visillos aceitunados de la pequeña y única ventana de la habitación, que comunicaba con el patio (reconvertido en invernadero). Era algo insólito, porque nada justificaba aquel golpe de viento. Se giró por puro instinto, y entonces una horrible sensación comenzó a ponerla nerviosa: no estaba sola. Sabía que, una vez más, su mente enferma le estaba jugando una mala pasada, aun así, haciendo caso omiso a todas las alarmas que se encendían en su cuerpo traicionero, decidió seguir con el plan previsto. Con ese propósito, tomó un frasco de sedantes del cajón de la cocina. En el acto, un puñado de recetas médicas cayó al suelo. Las miró con desdén; no se había dado cuenta de todas las que había ido acumulando. Era incapaz de recordar cuántos medicamentos distintos había tomado y a cuántos diagnósticos erróneos se había enfrentado, pero estaba segura de que aquellas píldoras que sostenía en su mano harían más apacible su último viaje.

—Demasiados fracasos—se dijo—, demasiados sueños rotos para llevarlos como bagaje en tan solo una vida.

Al encender la luz en el despacho de Martín, el centelleo del mango de la daga curvada que él usaba como abrecartas le ofreció un definitivo plan. Tragó saliva, apretó el arma en el puño, apagó las luces y cerró la puerta. En ese preciso instante, Istmo, el viejo cimarrón de Martín, ronroneó y abandonó su cómodo cojín en un rincón del salón, frente a la chimenea, para ir a deslizarse junto a ella y ponerse bocarriba entre sus pies descalzos.

—No te preocupes, viejo amigo, estoy segura de que Clara y Gabriel se ocuparán de ti—tranquilizó al felino, con los ojos cuajados de lágrimas, mientras acariciaba suavemente su generosa y suave panza.

Seguida muy de cerca por el hermoso animal, inspeccionó habitación por habitación, comprobando que todo estuviera en orden. Con los sentidos tan agudizados que podía oír como la madera crujía bajo sus pies, tan consciente de su alrededor, como para percibir el rumor de cada gota de lluvia que se deslizaba sigilosa desde sus ropas y su pelo, para ir a estrellarse contra el suelo, se dispuso a recorrer toda la casa. En ese estado de alerta, cerró todas las puertas y persianas de la planta baja, finalizando su recorrido en el recibidor. No hizo más que poner un pie en el primer peldaño de la escalera cuando la espalda de Istmo se arqueó y su suave pelaje cobrizo se erizó.

—¿Qué ocurre? ¿De qué tienes miedo? —le preguntó, sabiendo que no obtendría respuesta alguna.

El gato, que le obstaculizaba el paso, tenía la vista clavada en la planta superior. Luna dirigió hacia allí la mirada, pero no percibió en la oscuridad más que la silueta blancuzca de las puertas del armario del pasillo. El felino, por su parte, lanzó un fuerte maullido, enseñó su magnífica dentadura, y salió corriendo despavorido, en dirección contraria. Su comportamiento sin precedentes hizo que a su dueña le flaquearan las piernas, otra vez, pero no impidió que subiera a su habitación.

—¿Y si no estás tan loca...? —se dijo con voz temblorosa, mientras se agarraba con fuerza a la barandilla—. Han robado en tres casas del barrio... ¿Y si esta vez realmente no estás sola? ¿Y si el fantasma de la casona está cansado de merodear por el bosque? — negó con la cabeza, era absurdo intentar justificar sus paranoias de nuevo.

Puso un CD en el reproductor de su destartalada radio, y se desnudó mientras el agua caliente llenaba lentamente la bañera. La música siempre actuaba como un bálsamo sobre su alma atormentada. ¿Qué habría sido de ella si su amiga Mina no hubiera sido una violinista obsesionada con todos los tipos de música? Jamás terminaría de agradecerle que le contagiara su pasión.

—<<La locura nunca tuvo maestro para los que vamos a bogar sin rumbo perpetuo...>>—entonó, mientras las lágrimas comenzaban a resbalar por sus mejillas de nuevo. Esbozó una sonrisa irónica, aquella canción bien podría formar parte de la banda sonora de su vida.

Esteban se sentía tan excitado e impaciente, que había olvidado por completo que no estaban solos. Por un momento, le había gustado fantasear con la idea de que ella estaba preparando aquel baño para los dos. Mientras la observaba caminar desnuda de un lado a otro, se preguntó si los descerebrados de sus amigos y los fornidos e inquietantes amigos de Electra Delaras habían cumplido con su parte del trato. Un mensaje recibido en su teléfono móvil le aseguró que sí. Miró su reloj: en menos de media hora, ella bajaría a la cocina y conectaría la alarma; entonces se encontraría cara a cara con la escamosa y voraz sorpresa que le tenía preparada. Pero antes de que eso ocurriera, él debía salir de su escondite y abrirles la puerta a sus aliados, para que la hicieran entrar.

Entre el eco de la melodía, un rumor sutil sobresaltó a Luna. Parecía que alguien anduviese arrastrando un objeto pesado, aunque no tenía muy claro si podría ser afuera, en el interior de la casa o incluso en el tejado. << ¿Y si el asesino de la casona no murió abatido por la policía como se rumoreaba?>>, dudó. Nunca llegaron a encontrar su cuerpo, y eso podría significar que ese monstruo seguía vagando por ahí fuera. En la universidad, había oído decir a un grupo de chicos que ese tipo no había elegido a la familia Blake al azar, que no estaba loco, que había sido un acto de venganza y que no había de qué preocuparse, porque el asunto estaba zanjado. Como si el hecho de que seleccionase a sus víctimas le hiciera menos malo y peligroso. ¡Menudo razonamiento estúpido! Para alejar los malos pensamientos de su mente, la joven siguió tarareando la letra de la canción, demorándose un momento para examinar su rostro y su cuerpo en el espejo estrecho y alargado del armario de pared del baño. Se sentía como si hubiese envejecido diez años en pocos meses, y aquellas malditas cicatrices en su cuerpo no hacían más que acentuar esa decadencia física prematura. Recorrió con las yemas de los dedos la fina línea de piel blanquecina y abultada, que nacía en su tobillo derecho y subía por su pierna hasta rodearle la cintura, para luego atravesar su espalda, y morir tras su oreja izquierda. Después se miró la palma de la mano izquierda. La pequeña cicatriz aspeada seguía allí. Se preguntó una vez más quién demonios iba a marcar a una niñita de cinco o seis años con una cruz gamada en aquella época, qué tipo de bestia podía haberle hecho aquello y con qué fin. Sabía que, el causante de semejante brutalidad debía haber sido una de las dos personas que la habían engendrado, y eso significaba que compartía ADN con él. Tal vez por eso sentía que estaba podrida por dentro. Negó con la cabeza y chasqueó la lengua. ¿Se parecería a sus verdaderos padres? ¿Tendría su madre el cabello tan rubio y ondulado? ¿Por qué los muy desgraciados se habían olvidado de ella? ¿Acaso había sido una suerte que lo hubieran hecho? ¿Dónde estaría en esos momentos si hubiera crecido a su lado? <<Preguntas y más preguntas...>>, se lamentó. Hastiada, tomó un fino mechón dorado entre los dedos y lo alargó en toda su extensión hasta el pecho, luego lo soltó y este volvió a retomar su forma ondeada, entonces el vaho desfiguró y luego borró su reflejo en el espejo.

—Mucho mejor así.

Hacía tiempo que había comenzado a aborrecerse a sí misma, y eso también incluía la visión de su imagen en cualquier formato. Ni siquiera era capaz de recordar cuál había sido la última vez que había dejado que le tomaran una fotografía. Como le había reprochado Belmonte, en más de una ocasión, ella no era más que una pusilánime muñequita de porcelana, pálida y ojerosa, de ojos tristes y llanto fácil. No podía culparle: jamás había podido identificarse con la mujer del espejo, de hecho, lo detestaba todo en ella. Incluso su maldita voz era ridícula.

En cuanto encendió la vela de aceites, que Martín le había traído de Nueva Delhi como regalo de cumpleaños, la habitación se inundó de un agradable olor a vainilla y canela, y también de una cálida luz dorada. Se deleitó aspirando aquel aire tibio y perfumado, al tiempo que se introducía en el agua de la tina muy despacio, notando como el contacto con el líquido caliente relajaba uno por uno sus músculos y hacía crujir sus entumecidos huesos, empezando por los pies, dónde el cambio de temperatura resultaba incluso doloroso. Una vez hubo entrado en calor, cerró los ojos y contuvo la respiración, luego se sumergió por completo y permaneció así unos segundos, sintiendo como su cuerpo se aflojaba, escuchado el rumor de los latidos de su propio corazón y las vibraciones de la música a través del agua. En ese instante hubiese matado por un abrazo, por un beso, por una caricia, por un <<no lo hagas>>, por un <<te quiero>>. ¿Qué no hubiese dado por tener una familia normal? Una familia como las que aparecían en las viejas series de la tele... ¿Qué no hubiese dado por tener una pandilla de amigos como los que tenía la chica del anuncio de crema solar? ¿Qué no hubiese dado por ser tan afortunada como ella? ¡Con ese cuerpo perfecto, ese pelo liso y brillante, y esa piel dorada! ¿Qué no hubiese dado por poder conocer el mar? Aunque fuera de lejos...

Cuando el CD del reproductor llegó a su fin, una vieja canción de Eurythmics sonaba en la radio. Se trataba de una versión extraña, interpretada por una voz masculina y torturada, que gritaba y susurraba por momentos <<dulces sueños>>. Luna comenzó a tararear esa nueva melodía mentalmente, cuando un fuerte golpe en la planta baja rompió de nuevo la paz inusual en la que se estaba recreando, haciéndola incorporarse tan bruscamente que parte del contenido de la bañera moteó casi por entero el suelo. Contuvo la respiración y aguzó el oído, intentando volver a percibir el más mínimo sonido, el más imperceptible atisbo de movimiento, pero solo se oía la música.

—¿Acaso estará la <<Sra. Pitbull>> rebuscando en los contenedores de basura? —bromeó en voz alta, consciente de que su respiración comenzaba a agitarse de nuevo.

Respiró y exhaló un par de veces. El aire perfumado parecía volverse más denso y pesado por momentos. Sacó la daga de su funda y contempló su hermoso mango de nácar, exquisitamente labrado y adornado con pequeñas incrustaciones de piedras negras, y una única piedrecita transparente. No se explicaba cómo era posible que nunca hubiese reparado en los extraños símbolos que la adornaban, entre ellos, el más llamativo: una cruz gamada, algo muy similar a la vergonzante marca que ella tenía en la mano. Alzó el objeto para verlo mejor, la hoja curvada de doble punta lanzaba destellos irisados cuando estaba cerca de una fuente de luz. Sus ojos enseguida se dejaron hechizar por semejante belleza.

—A casa...Volver a casa...

Aquellos susurros en su oído, no solo le erizaron el vello y le cortaron el aliento, también le recordaron qué se había propuesto. Giró la cabeza. No se sorprendió al encontrarse de nuevo frente al pequeño espectro que la acechaba; descalza, con su brillante melena de rizos cobrizos rodeándole el rostro, aquel óvalo pálido y traslúcido, en el que resaltaban los ojos más tristes y más azules que había visto jamás en una niña.

—Sí, las dos volveremos a casa esta noche. Dónde quiera que esté. Aunque sea en el infierno—le respondió, con un nudo en la garganta.

No sabía si poco a poco le había ido perdiendo el miedo a aquella aparición o si simplemente se había acostumbrado a vivir aterrorizada. El ente soltó una risilla tan vital como espeluznante. Una risa que comenzaba como música, que se volvía un eco lejano y terminaba con un silencio sepulcral, y con la habitación convertida en una nevera. Clara, su psicóloga, le había explicado en innumerables ocasiones que aquel ser, aquella aparición que la había acompañado desde que tenía uso de razón, no era más que un desesperado recurso de su mente para evitar la soledad. Intentó recordar una a una sus palabras, para intentar infundirse valor: <<Es normal que los niños tengan amigos imaginarios. Es cierto que en tu caso la cosa se ha ido un poco de las manos, pero tranquila, no eres la única a la que le ocurre. Ese espectro no es más que la proyección de tu yo infantil. Un espejismo del pasado. De algún modo, quieres compensar en el presente a la niña que fuiste, por todo lo que debió sufrir>>. Sí, eso le había dicho la mujer a la que quería como a una madre: que su fantasma era ella misma, después había cambiado de conversación y de alguna manera habían acabado hablando del incremento en su factura de la luz...

Un grito agudo y desgarrado sacudió la cabeza de Luna antes de que su pequeño verdugo se desvaneciera en un ligero golpe de viento. Lo había intentado muchas veces, pero sabía que jamás se acostumbraría aquello.

Los somníferos estaban tardando demasiado en hacer efecto. Armándose de valor, pero con mano trémula, deslizó la fría hoja afilada de la daga por el dorso de su brazo izquierdo hasta llegar a la muñeca. Se mordió el labio inferior hasta hacerse daño y luego apretó el filo sobre su delicada piel hasta sentir el escozor de un corte. Después repitió la operación en la otra muñeca.

—Pasión y nueve meses para crear una vida, hastío y segundos para destruirla—murmuró entre lágrimas.

En el primer piso de la casa, Belmonte se había deshecho de sus amigos, enviándolos a aguardarle dentro del camión en el que habían llegado hasta allí. Con Itsmo entre los brazos, se dedicó observar cómo se deslizaba entre los muebles del salón la enorme serpiente que habían tomado prestada del acuario que la constructora de su familia estaba reformando...


Extracto de <<Avalancha>>, canción, Héroes del Silencio.


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