Lo que desata un beso (Saga l...

By sofiadbaca

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Elizabeth es una joven acostumbrada a hacer su voluntad, juguetona y coqueta, sabía del poder que tenía sobre... More

1. Comencemos el juego (EDITADO)
-NOTA DE LA AUTORA-
2. Una tonada del arpa (EDITADO)
4. La caravana de Gregory (EDITADO)
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10

3. Una fiesta de campo (EDITADO)

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By sofiadbaca


La majestuosa y exuberante mansión se dejaba ver a lo lejos, la fiesta de campo de lady Malert era el centro de atención de la sociedad londinense, aquella fiesta era una de las más esperadas debido a su larga duración de una semana, los invitados se quedaban como huéspedes todo ese tiempo.

Las horas de camino dejaron exhaustas a las cuatro invitadas de Bermont, quienes tuvieron que soportarse encerradas en una misma carroza, nadie había querido enfrentarse al aburrimiento de Katherine, o al mal humor de Marinett, también estaba la parlanchina boca de Elizabeth y las quejas constantes de Annabella. Por tal motivo, las jóvenes se alegraron cuando por fin pudieron descender del carruaje y encontrarse con sus anfitriones.

—¡Bienvenidos sean! —se inclinó la dueña del lugar, quien portaba un vestido tremendamente apretado del entalle, haciendo que del vestido brotaran sus senos descarada y peligrosamente—. Es un gusto que nos honren con su presencia.

—Gracias Lady Malert, nosotros somos felices de ser invitados —dijo el abuelo Frederick con aquella sonrisa dulce que le caracterizaba.

La mujer despegó los ojos del viejo y se enfocó en los tres galantes caballeros que platicaban amenamente lejos de la vista de la dama.

—¡Charles! —la mujer llamó efusivamente al pelirrojo primo irlandés, provocando que el resto de la familia también lo hiciera— ¡Qué bueno que has venido!

Elizabeth no logró reprimir una risita que su abuela le reprochó con la mirada. Pero el regaño inicial se basó en Charles, se entendía el porqué de la felicidad de la mujer.

—Sí, ¿Que bueno verdad? —dijo éste quitándose las manos de la mujer de encima—. Será mejor que entremos, tienes a más invitados que atender.

—Tienes razón, nos vemos dentro —le guiño el ojo y se marchó.

Elizabeth no podía creer del descaro, se suponía que estaba buscándole marido a sus gemelas, aparentemente no le importaba bajarles un buen prospecto con tal de sentirse complacida y joven.

Lizzy entro por la elegante puerta donde los sirvientes esperaban con sus equipajes para llevarlos a sus respectivas habitaciones. Los habían asignado en el segundo piso de la casa, las cuatro chicas ocupaban una recamara doble, encontrándose fascinadas por estar juntas.

—¡Al fin llegamos! — Elizabeth se dejó caer en una de las camas matrimoniales.

—¡Ay! levántate Lizzy —apuró Annabella— ¿No ves que te arrugas el vestido?

—¿Marinett quieres dar una vuelta a ver a quién encontramos? —preguntó Kate, su prima asintió.

—Nada de eso señoritas, primero me van a escuchar —su abuela entró en la habitación—. Se han metido en más problemas de los acostumbrados en estos días, por lo tanto, les prohíbo causar un escándalo en esta fiesta, como saben, su primo Gregory se casa apenas un mes después de nuestro regreso, espero que esa noticia desvié la atención de ustedes.

—Abuela, hablas como si fuéramos unas desatadas —dijo Elizabeth, ofendida.

—Me gustaría decir que son un pan de Dios, pero es pecado mentir.

—No haremos nada abuela —Katherine habló despreocupada, intentando contener la risa.

—Eres una de las que más me preocupa —la anciana se tocó las sienes previendo un fuerte dolor.

—Supongo que Elizabeth es la otra —se burló la pelirroja.

—Pero que va —se molestó la aludida—. Chales también es un coscorrón, no me digas que a ellos no los vas a regañar.

—Ellos son hombres.

—¿Y eso que? —Kate frunció el ceño.

—Dios mío, no discutiré esto con ustedes —la anciana las apuntó en signo de regaño—, prometan que no harán nada que haga que estén en boca de todo el mundo.

—¡Pero no hacemos nada y hablan de nosotras! —contrapuso Marinett.

—¡Me refiero a alguna actitud desaprobatoria! —casi gritó la abuela Violet.

—Bien —intercedió Annabella—. No lo haremos, por favor no te alteres.

—¡Me mataran algún día, estoy segura! —gruñó la abuela saliendo de la alcoba.

—Creo que esta vez esta alterada de más — Elizabeth levantó una ceja.

—¡Y tiene razón! —les dijo Annabella— ¡Siempre somos la comidilla de Londres!

—Oh vamos, no te preocupes, hay decenas de personas en esta fiesta, ¿qué podemos hacer para que todo el mundo hable de nosotras? —Marinett quitó importancia al asunto.

—No creo que estas dos puedan evitarlo —señalo a la rubia y la pelirroja que estaban acostadas en la cama.

Elizabeth se sentó apoyándose en sus codos perezosamente y sonrió.

—¿Sabes que me gustaría en este momento? —su mirada tenía un brillo malévolo—. Que la perfecta Annabella causara un alboroto.

—Nunca lo hare, yo soy la que las taponeo —se defendió.

—Lo sé, pero me gustaría ver qué clase de travesuras causarás tu —Lizzy se volvió a dejar caer.

—Yo comparto tu opinión —asintió Kate.

—Incluso yo tengo curiosidad —Marinett se inclinó de hombros.

—Oh Dios, déjenme en paz —Annabella tomo su sobrerilla y se colocó un sombrero azul que combinaba con su vestido—. Iré a dar un paseo.

—¿Qué no dijimos que iríamos juntas? —se quejó Marinett.

—Me adelanto.

—Uy creo que cierta gatita se enojó —se mofó Lizzy. Annabella la miró con sus ojos verdes llenos de ira, Elizabeth sabía que ella odiaba ese apodo, todos sus primos la molestaban por tener los ojos verdes y lo relacionaban con el gato Cruches de la casa— Me va a arañar ¡Ayúdame Kate!

La joven rodó sobre la cama hasta caer del lado opuesto, para después sacar cuidadosamente su cabeza a la altura de los ojos, como si vigilara los movimientos de Annabella.

—Eres tan infantil Elizabeth —Anna volteó los ojos.

—¿Sigues queriendo atacar gatita?

—¡Ah, me voy!

Elizabeth, después de una risotada, se puso en pie de un brinco y fue a seguir los pasos de su prima y perderse en la inmensidad de la casa. Nadie se lo impidió y en menos de dos minutos, tenía a tres hombres pegados a su espalda como si ella fuese un filete delicioso y ellos un lobo hambriento, había tenido que soportar de las constantes atenciones de los caballeros que se empedernían en cortejarla y por más que intentaba alejarse de ellos, la encontraban a donde fuera que se escondiera.

—¡Señorita Elizabeth! —por más que la joven intentó caminar más aprisa, lord Ebrard, el más insistente de todos los partidarios, le dio alcance y la retuvo— ¿No me escuchaba señorita?

—Oh, Lord Ebrard no, soy bastante distraída, no se ofenda por mis acciones.

—No me ofendería viniendo de tan bella y exquisita dama.

Elizabeth no pudo detener sus ojos cuando los rodó por el tonto cumplido. Siguió caminando en dirección la casa, consciente de que el caballero la seguía

—¿Busca usted deshacerse de mí? —dijo con voz entristecida, esperando una negativa.

—La verdad Lord Ebrard, estoy en busca de alguien, debido a eso descuido un poco su conversación. Espero no me malentienda.

—Por supuesto que no. Es más, puedo ayudar a buscar.

Elizabeth casi se pone a llorar al saber que no había logrado su cometido, tendría que inventarse algo más para deshacerse del inseparable lord que ya la tenía con los nervios de punta.

Era bastante obvio lo que el hombre deseaba, a pesar de lo que Elizabeth aparentaba, era una mujer de lo más inteligente, sabía apreciar con magnifica intuición cuando un hombre solo se le acercaba por su fortuna o por mantenerla como un premio debido a su belleza. En el caso del caballero presente, podían ser ambas cosas.

—Seria de mucha ayuda señor.

— ¿De quién se trata?

Sí, debió pensar en alguien antes de inventar esa mentira, estaba cada vez más convencida de que su única salida era correr, aparte de ese problema, se debía tomar en cuenta que ella había caminado sin pensar y ahora estaba en un lugar que lucía demasiado solitario, peligroso para ella, mucho más cuando de pronto sintió como aquel hombre la tomó de los hombros y la pegó con fuerza a la pared.

—Le pido que me suelte.

—A usted le gusta juguetear con cualquier hombre, creyéndose algún tipo de divinidad.

—¡Se equivoca! ¡Suélteme!

—¿Qué se cree al rechazar a todos? Como si no la mereciéramos.

—No he hecho tal cosa —la joven miraba a los lados desesperada, buscando algún salvador.

—Le enseñare lo que merece, ¿Quién mejor que yo para ponerla en su lugar?

Elizabeth sentía el instinto de escapar y no tardó en acentuarle una patada en la espinilla al hombre que además de asustarla, la hizo enojar. Ella no era como la había descrito, no podía entregar su corazón con la facilidad que otras chicas lo hacían, desgraciadamente, ella esperaba a su príncipe azul. Qué dado el caso, no era el hombre enfurecido que en ese momento la miraba como si la quisiera matar.

Elizabeth salió corriendo en dirección ambigua, no tenía tiempo de pensar hacia donde se dirigía, escuchaba como el hombre venia tras ella y le gritaba impropios. Detestó su adorado vestido de muselina azul, con lo ampón que era, no le era un acto fácil el correr como desaforada. La joven intentaba abrir cada puerta que se le presentaba, pero con los nervios que la asediaban por estar siendo perseguida, le impedía cerciorarse con la efectividad suficiente si estaban cerradas o no.

—¡ELIZABETH!

La rubia miró hacia atrás un instante, viendo como como el pelirrojo Lord Ebrard la seguía, además de la molestia por su desplante, estaba aún más rabioso por el golpe propiciado por una mujer. Elizabeth dio una vuelta presurosa por uno de los pasillos que se abrieron ante sus ojos, todo era similar, había feos retratos de la familia, candiles, mesitas con flores y alfombras con las que una que otra vez tropezó.

Entonces Elizabeth suspiró aliviada, no daba crédito a su suerte cuando se dio cuenta que una puerta estaba a punto de ser abierta. Con la esperanza de que no se encontrara con una situación peor que en la que ya se encontraba, empujó el impedimento de madera para terminar de abrirla y en cuanto puso un pie en la habitación, recostó su cuerpo sobre la misma para cerrarla, sin dar importancia a los residentes de dicha alcoba, en cambio, la joven presionó su oído en la puerta para escuchar el exterior.

—Había oído de su imprudencia, me da gusto asegurarlo por mí mismo —Elizabeth cerró los ojos pesarosa. Adiós a la buena suerte de la que se había jactado, se libraba de un mal viviente, para encontrarse con otro.

—En un momento lo atiendo señor, permita librarme de mi primer problema.

Elizabeth escuchó los pasos y gritos de Lord Ebrard a las afueras de la habitación.

—¿Se puede saber qué hace?

—Sshh cállese, me escuchará si me hace enojar.

—El único disgustado soy yo.

—¡Dios! —le indicó con la mano que bajara la voz— Que se calle, puede tomar esto como un acto de caballerosidad, en este momento está salvando mi vida.

—Es usted una dramática.

—Empedernida, además.

Robert volteó los ojos y contempló la silueta inclinada de quien mantenía en todo momento un oído pegado a la puerta.

— ¿De qué se supone que la estoy salvando?

—Oh —dijo aliviada tocándose el corazón—, se ha ido.

Elizabeth en ese momento se volvió para encarar al hombre que la enfurecía cada vez que se encontraban. Tal fue su sorpresa al encontrárselo parado en medio de la habitación con los brazos cruzados sobre una bata que cubría su cuerpo o al menos lo intentaba, pues el pecho fornido del hombre era revelado por la abertura del azulino batín de baño, sus cabellos estaban oscurecidos por el agua y su mirada era inquisitiva y hasta enojada. La joven no pudo más que soltar un chillido y taparse los ojos.

—¡Dios mío!

—Ahora el que le pide que se calle soy yo, si alguien viene y la ve aquí, ambos tendríamos muchos problemas.

—Pero usted... ¡USTED! ¿Cómo se atreve a...?

«¿A qué?» Se preguntó Elizabeth, era su recamara, estaba en su derecho de cambiarse con libertad, la inoportuna era ella.

—¿Me lo reprocha? —se burló el hombre—. Yo no la invité a entrar, de hecho, lo único que quiero es que salga.

—¡Pues eso haré!

Elizabeth abrió un poco la puerta para salir en seguida, pero se escucharon unos pasos que la hicieron cerrar de nuevo y miró inquisitiva al lord quien cerraba los ojos, apesadumbrado por la situación.

—Deje que pasen y después salga de aquí —contestó a la pregunta silenciosa, ella solo hizo una mueca.

—¡Robert! ¡Eh! ¡Robert! —gritaron desde el exterior.

Elizabeth sentía que moriría, las cosas no podían ser peor. La rubia sin saber qué hacer, giró en si misma intentando buscar un lugar en donde esconderse. Robert la tomó del brazo sin lastimarla y la llevó hacia el armario que tenía la habitación, la metió y cerró la puerta.

—¡Robert, no permitiré que te quedes aquí! —entró sin permiso su amigo de cabellos rubios.

—No necesito escolta James —Elizabeth se sorprendió por el normal tono que había empleado el caballero que la acababa de esconder en el armario.

—¿No te has cambiado? —James se sentó en una de las sillas de la habitación.

—¿Se supone que he de responder?

—Estas de peor humor que otras veces —dijo James sin darle importancia—. Muévete, te esperaré.

Elizabeth rogó por que se largara de una vez.

—Espera fuera.

—Ni loco, eres capaz de encerrarte para no salir —James se acomodó en la silla—: apúrate.

Robert conocía a su amigo, no se marcharía sin él. Pero tenía el problema blondo en su armario y era ahí donde se debía de cambiar puesto que no lo haría frente a su amigo, por más que lo fueran, eso era demasiado, le comenzó a doler de la cabeza solo de pensar en una solución.

—Me tengo que cambiar —intentó.

Como se lo esperaba, James se inclinó de hombros.

—Hazlo como siempre cuando te queremos acosar —sonrió con sorna, porque sus amigos se turnaban para hacerle la vida una pesadilla y últimamente también cierta mujer.

Robert suspiró y fue hacia el armario. Cuando abrió la puerta, vio la mirada sorprendida de la joven y sus mejillas enardecidas. Por un segundo pensó que se veía hermosa y tremendamente adorable, pero segundo después se recordó lo furioso que estaba al darse cuenta de que gracias a ella estaban metidos en ese embrollo. Robert tomó rápidamente la ropa que se pondría, moviendo ocasionalmente a la joven para sacar una que otra prenda. Elizabeth atinó a no mirar a otro lado más que al suelo.

—¿Qué haces? —preguntó James al ver que tomaba dirección al baño.

—Me cambio.

James se inclinó de hombros y siguió leyendo el volumen que Robert había dejado en la mesita de la pequeña sala. Para la rubia, todo tardó una eternidad, hasta que por fin la puerta de la entrada se llevó las dos voces de los caballeros. Elizabeth se atrevió a sacar la mirada, cuando comprobó que no había peligro, se dijo caer sobre el piso, su corazón latía tan aprisa que temía un infarto. Rápidamente cayó en cuenta que se encontraba en la habitación del tan enigmático hombre del que ella se había enamorado a primera vista, odiado a segunda y repudiado a tercera. Sabía que tenía que salir de ahí, pero su curiosidad era una de sus mayores defectos.

No tardo en comenzar a husmear por doquier. Tal parecía que el duque de Richmond era un hombre aficionado de la lectura, se había encontrado con varios volúmenes en uno de sus baúles, su ropa estaba en perfecto orden y pulcra limpieza, nada se salía de su control. Cuando le aburrió su baúl, fue hacia las mesas de noche, en una de ellas solo encontró algunos manuscritos, un reloj de oro que de seguro olvidó ponerse por las prisas y una fotografía en la que salían tres personas. Elizabeth se mostró interesada y sin preocupación alguna se sentó sobre la cama para admirar la foto en blanco y negro. En ella lograba reconocer a Lord Pemberton y la que seguramente era su familia, había un caballero que lucía un poco más joven que el actual marqués y una mujer mayor que él.

—¿Se puede saber qué hace? —la voz endurecida asustó a la joven quien dejó caer la fotografía.

Robert miró hacia donde había caído el retrato, con pasos alargados llegó hasta la imagen y la tomó. Elizabeth temió por su vida al momento en que los ojos azules se enfocaron en ella de manera amenazadora. La cabeza de él estaba a la altura de su abdomen, pues se encontraba acuclillado justo frente a ella en la cama con la foto en mano.

—Yo...

—¿Qué clase de mujer eres? Te quedas en la habitación de un hombre, registras sus posiciones y para colmo, te sientas en la cama como si...

Elizabeth se puso en pie en seguida, dándose cuenta de que todo lo que le decía era una total realidad. Él también se puso en pie, quedando tan cerca, que Elizabeth volvió a sentarse en la cama sin poder hacer nada más.

—Déjeme pasar —susurró.

Robert no se movió, mostrando lo imponente que podía llegar a ser. En realidad, se sentía enloquecer, estaba furioso por encontrarla ahí nuevamente, pero el verla tan familiarizada, haciendo movimientos gráciles de cualquier esposa, lo hacían perder el control que se jactaba de tener.

La joven no dejaba de intentar moverlo para salir corriendo del lugar, él simplemente la ignoraba y en un arrebato, la tomó de los hombros para ponerla en pie de una manera brusca y sin previo aviso tomó sus labios inocentes. No fue un roce delicado, ni siquiera le importó que ella no lograra corresponderle o los esfuerzos iniciales que hacía por separase. El probar sus labios le había saciado un deseo que tenía desde varios días, ese deseo de acallantarla, de hacerla enfurecer, como lo hacía con él. Cuando al fin la dejo respirar, notó como derramaba algunas lágrimas que luchaba por contener.

—¡Es usted un monstro! —lo acusó, Robert atinó a soltarla— ¡Mi primer beso! Yo... lo guardaba para alguien especial.

Sinceramente, Robert no tenía contemplado que pudiera ser su primer beso. Cerró los ojos apesadumbrado, era un canalla y lo sabía. Con actitud dulce, el duque limpió las lágrimas de la mirada de odio, levantó la barbilla de la joven, acaricio su mejilla mojada y la besó con una ternura. Elizabeth quedo petrificada. Robert la miró a los ojos antes de tomar nuevamente sus labios con delicadeza, dando besos fugaces que robaban el aliento. Elizabeth, sin resistirlo más, posó sus palmas en el pecho masculino y permitió que éste trasladara sus manos a su cintura en un roce leve que no la atemorizó.

Después de lo que parecieron horas, Robert separó lentamente sus labios, con el beso terminado, los sentimientos de Elizabeth eran confusos, lo miró consternada y enrojecida. Se revolvió en los brazos de aquel hombre y corrió lejos de él.

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