RASSEN I

By YolandaNavarro7

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Luna no recuerda nada de su pasado, aún así, terribles pesadillas nocturnas la ayudan cada noche a hacerse un... More

RASSEN ARGUMENTO TRAMA PRINCIPAL TRILOGÍA
RASSEN ARGUMENTO <<LUNA>> Vol.1
Árbol genealógico (Relaciones entre los personajes)
INTRODUCCIÓN
CAP.1
CAP.2
CAP.3
CAP.4
CAP.5
CAP.6
CAP.7
CAP.8
CAP.9
CAP.10
CAP.11
CAP.12
CAP.13
CAP.14
CAP.16
CAP.17
CAP.18
CAP.19
CAP.20
CAP.21
CAP.22
CAP.23
CAP.24
CAP.25
CAP.26
CAP.27
CAP.28
CAP.29
CAP.30
CAP.31
CAP.32
CAP.33
CAP.34
CAP.35
CAP.36
CAP.37
CAP.38
CAP.39
CAP.40
CAP.41
CAP.42
CAP.43
CAP.44
CAP.45
CAP.46
CAP.47
CAP.48
CAP.49
CAP.50
CAP.51
CAP.52
CAP.53
CAP.54
CAP.55
CAP.56
CAP. 57
CAP.58
CAP.59
EPÍLOGO
LA NOVELA ESTÁ SIENDO REEDITADA Y CORREGIDA
IMPORTANTE: LA HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA. POR FAVOR, ÉCHALE UN VISTAZO.

CAP.15

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By YolandaNavarro7


Madrid

Alexander llevaba meses sin dormir en su nuevo piso de Madrid; un espacioso ático en uno de los edificios más altos del centro, muy cerca de la plaza Puerta del Sol y del Kilómetro 0. Su nueva guarida en la capital de España formaba parte de un moderno rascacielos de cristal espejado y placas de metal oxidado que, a pesar de estar guarnecido y decorado con las últimas novedades del mundo de la construcción, desde lejos daba la impresión de estar a medio terminar. Su hermana Chloe, una estudiante de diseño industrial que aspiraba a tener su propia marca de artículos decorativos, había puesto todo su empeño en convertir aquel frío espacio en un hogar, pero sus esfuerzos habían sido en vano, pues de ningún modo podía sentirlo como tal. Y no era solo porque aquel amago de loft neoyorkino no podía compararse con Shambhala, su casa familiar en Grecia, que no podía, sino porque prefería la calidez de los materiales naturales, y los muebles con historia, a la frialdad de los prodigios del plástico, el acero y la domótica. Según su humilde criterio, lo único que podía salvarse de aquella anodina exposición de muebles era la ducha. La pequeña cascada artificial, con suelo de guijarros y revestimiento de rocas y bambú, le hacía sentirse en mitad del bosque. Pero, al margen de eso, nada le inducía a querer volver a casa cuando estaba fuera, aunque moriría antes de admitirlo frente a su hermana pequeña, así que no le quedaba otra opción que ir cambiando las cosas poco a poco, por su cuenta.

Aquella luminosa y gélida mañana el sonido del timbre de la puerta le despertó mucho antes de lo que hubiera deseado. Soltó una retahíla de palabrotas y palpó en la oscuridad la superficie del carro de herramientas con ruedas que hacía las veces de mesilla de noche; pasaban diez minutos de las siete. Los números de neón verde, el aire frío y su propia voz, conformaron un todo latente que pretendía hacer estallar su cabeza. Estaba prácticamente desnudo y tenía frío, pero vestirse sin darse una ducha previa no resultaba muy tentador. Al incorporarse, parte del montón de papeles que tenía sobre el edredón cayó al suelo y se fundió con el desbarajuste de folios emborronados con dibujos de criaturas fantásticas y extraños símbolos que tapizaba el suelo. Había estado leyendo hasta bien entrada la madrugada y, aunque en un primer momento su intención había sido examinar detenidamente su historial médico y el de Luna, al final se había decantado por seguir leyendo sus diarios, como si en lugar de la biografía de una persona común y corriente se tratase de una historia de ficción. Al principio, se había sentido incómodo y un poco culpable por hacerlo, pero pronto sus primeros escrúpulos se transformaron en venenosa curiosidad, pues confiaba en encontrar entre las pesadillas y recuerdos velados de Luna las claves de su desaparición, de sus cicatrices, de su búsqueda de la amistad y del amor, y de sus vanos intentos por formar parte de un mundo que no comprendía y que no la comprendía.

El timbre volvió a sonar. Se puso su viejo abrigo negro, compañero fiel, siempre a mano, las gafas de sol espejadas (que le había regalado su estiloso amigo Paul) y las botas militares, sin atar. De esa guisa atravesó el pasillo y el salón, con su cocina anexa, siempre intentando no tropezarse con algunos libros y botellas de agua mineral vacías, que estaban desperdigados por la moqueta. Cuando llegó a la despensa, tomó un analgésico, una botella de agua de dos litros y comenzó a bebérsela, solo entonces quiso echar un vistazo a través de la mirilla de la puerta. Entornó los ojos al reconocer en una gorra amarilla el emblema del servicio XR&W Postal Xpress. El repartidor, un chaval de unos veinte años, con pinta de malote y de llevar aquel uniforme como una cruel penitencia, sonreía abiertamente, pero de una forma ensayada y artificial. Alexander le contempló por unos segundos, del mismo modo en el que una serpiente observaría a un pequeño ratón de campo, sordo y ciego. Luego repiqueteó suavemente con los nudillos en la puerta, se abalanzó sobre el pomo y lo giró (justo cuando el intruso acababa de apoyar su mejilla en ella para identificar el sonido que acababa de escuchar). Lejos de lo que pretendía, el chico no se cayó, lo cual le decepcionó.

—¡Buenos días! —rugió. Y, sin saber por qué, en su cabeza empezó a resonar el estribillo de una vieja canción de The Black Keys: <<Oh, oh, oh, oh. I got a love that keeps me waiting...>>. Ante semejante jugarreta de su subconsciente, sonrió de forma impúdica. Aquella manía de su cerebro de ponerle banda sonora a su rutina era algo inoportuna (algunas veces).

—Entrega urgente especial —farfulló, con voz tan trémula como mecánica, el mensajero. Y sin más dilación, entregó a Alexander una caja con la tapa cuajada de rudimentarios y pequeños agujeritos.

—Como viene siendo habitual, no espero nada —le informó Alexander con guasa, al tiempo que se encogía de hombros y bebía un trago de agua.

—Pero, usted es el Sr. Blake y este apartamento es el 3º B—respondió el repartidor.

—Tres A—aclaró Alexander con una sonrisa cínica, negando con la cabeza. Había tenido esa misma conversación decenas de veces, con al menos media docena de repartidores diferentes, y cada vez la situación se le hacía menos divertida.

—Bueno, pero usted es Alexander Blake, lo... Lo pone en el buzón—tartamudeó el chico.

<<I'm a lonely boy...>>, siguieron cantando las traviesas neuronas griegas, <<I'm a lonely boy...>>.

—<<Axel el loco>> para los amigos—se burló su dueño —. Sí, ese es mi nombre. Pero, como de costumbre, este paquete no es para mí, es para mi vecino de al lado, que regenta una tienda de mascotas —anunció, justo antes de dar un último trago a la botella y poner los brazos en jarras. Su viejo abrigo se abrió lo suficiente como para dejar ver gran parte de las cicatrices de su pecho y sus nuevos bóxers ajustados de la línea Gothic, de Burning Lola. ¡Ocho meses en un cajón y precisamente decidía usarlos el día anterior!

La sangre desapareció del rostro del repartidor cuando él soltó la botella de plástico vacía en el suelo. Sus ojillos se abrieron como platos.

—¿A qué estabas enganchado? —le preguntó con cara de espanto, en un fútil intento por parecer curtido en la vida.

Alexander hizo descender sus gafas hasta la punta de su afilada nariz, con un ligero movimiento de la cabeza, después se pasó los dedos por su alborotada melena azabache, para acabar atravesándole con su fría mirada gris. <<I'm a lonely boy...I'm a lonely boy...>>. Escuchó una vez más. Quizá debería de haberle hablado de ello a la doctora Vega, al fin y al cabo, era culpa de ella...

—Repartidores con tendencia a la indiscreción —zanjó.

Cuando el chaval se encogió como una cochinilla, el griego tomó el paquete y sonrió de manera afable; su nombre volvía a estar escrito con garrafales faltas de ortografía.

—Espera aquí un momento—le ordenó al chico, antes de dejar el paquete perforado sobre la misa de cristal del salón y regresar con la cajita envuelta en plástico azul que había preparado para atraer a Luna hacia él, sin que ella sospechara que eran viejos amigos. En un primer momento, el repartidor no quiso hacerse cargo del paquete sin que hubiera formularios y demás trámites burocráticos de por medio, pero, tras una generosa propina, se lo pensó mejor. Sin embargo, rehusó dejar el paquete perforado frente a la puerta contigua, trabajo que, como siempre, debía realizar Alexander, aunque no en ese momento. Dispuesto a meterse de nuevo en la cama, no hizo más que atravesar el salón, cuando un tenue revoloteo le alertó. Cabizbajo, arrastrando los pies y farfullando quejas, como un niño castigado sin postre, tomó un pequeño cuchillo de la cocina y se sirvió de él para abrir el misterioso paquete perforado que había dejado sobre la mesa.

Desde que tenía nuevo vecino, había visto todo tipo de bichos feos, pero nada le había preparado para enfrentarse a la imagen de aquel horroroso pajarraco negro. Bajo su atenta e incrédula mirada, el animal alzó el vuelo y se estrelló contra uno de los ventanales del salón. Volvió a repetir la operación una y otra vez, hasta caer aturdido al suelo. Consciente de que seguiría allí cuando él decidiera atraparlo, Alexander optó por ignorarlo y meterse en la cama. No llevaba más de cinco minutos dormitando cuando un suave roce en la mejilla le despertó; el bicho no sólo había burlado seis metros de pasillo, también había encendido por accidente su potente ventilador sin aspas, en forma de aro. Sentado en la cama, Alex le observó ensimismado elevar el vuelo, intentar atravesar el aparato y ser proyectado contra el espejo del armario por un fuerte golpe de aire. Lo peor: el sonido de huevo aplastado que emitió su pequeño cráneo al estrellarse contra el suelo. Más aburrido que apenado, el griego decidió pulsar el interruptor para liberarlo.

—Se ve que tú tampoco estás teniendo una buena racha—apostó, divertido —. Como tienes un rollito extraño con los electrodomésticos, te aconsejo que uses el microondas: en dos segundos estarás calentito y con el creador.

El animal le miró desde el suelo y parpadeó un par de veces antes de volver a emprender el vuelo, virar, y posarse a su lado, sobre la almohada. Con un certero movimiento, el griego extrajo un calcetín de su mesita de noche y le tapó la cabeza con él. Enfadado y muy cansado, volvió a ponerse el abrigo, las gafas de sol y las botas, y con su captura graznando histérica bajo el brazo, salió de su apartamento. No contó con encontrar a ninguno de sus vecinos en el pasillo a aquella hora de la mañana, por eso se quedó petrificado al toparse de bruces con una anciana. La buena señora debía tener unos cien o doscientos años y llevaba un cesto para la colada vacío entre las manos. <<Qué limpia y oportuna...>>, pensó. Avergonzado, se giró con brusquedad, dispuesto a abotonarse el abrigo sin soltar al animal. Pero este, aprovechando el fuerte movimiento, se desprendió del calcetín e intentó alzar el vuelo. Al procurar evitar que lo hiciera, Alex volvió a mostrar su ceñida ropa interior. Lejos de sentirse ofendida, la viejecita sonrió maliciosamente y le guiñó un ojo. La acertada combinación de seda negra, cuero sintético y gasa, sobre un cuerpo bronceado y trabajado, le había alegrado la mañana de colada.

—¡Bonito pájaro! —le felicitó.

Alexander respondió sonrojándose y bajando la mirada hasta la punta de sus botas. A tientas, acertó a abotonarse el abrigo.

—Bicho miserable. Apuesto a que debajo de todo ese montón de plumas tú también te has sonrojado —reprendió al fosco bichejo, al tiempo que pulsaba el timbre de la puerta contigua a la de su apartamento. Había llegado la hora de vérselas con su vecino de al lado.

—¡Abre! ¡Sé que estás ahí! Estoy harto de este estúpido jueguecito tuyo. ¡Esta vez no me limitaré a dejarte tu regalito en el pasillo! — gritó Alexander, antes de golpear con fuerza la puerta, pero nadie atendió sus reclamos. Sin tomarse un segundo para calibrar la situación, y dejándose llevar por una terrible sospecha que venía preocupándole desde hacía tiempo, tomó impulso y se dispuso echar abajo la puerta de una patada. No consiguió arrancarla de cuajo, pero al menos la dejó abierta de par en par. Al hacerlo, un penetrante y nauseabundo hedor le dio la bienvenida cual inesperada bofetada. Intentó respirar con suavidad, apretando los labios y contrayendo las aletas de la nariz; jamás le había costado tanto trabajo contener las náuseas. Pero aquello no era lo peor que le esperaba, aún no había puesto los dos pies dentro de la habitación, cuando un tipo siniestro, con el pecho del tamaño de un armario de dos puertas, le apuntó con una pistola directamente a la cabeza. Muy familiarizado tanto con las armas de fuego como con la lucha cuerpo a cuerpo, Alex decidió tomárselo con calma. Como siempre solía hacer en esos casos, analizó al tipo, aunque no sacó mucho en claro (aparte de que vivía un romance con las grasas saturadas y que le tenía alergia al agua).

Ante su inesperada visita casi ni se había inmutado.

—Deja al animal y lárgate—le ordenó.

El griego se tomó un momento para echar un vistazo a su alrededor. De nuevo, con un movimiento de cabeza, hizo deslizar las gafas de sol hasta la punta de su pobre nariz.

—Sabía que esos gemidos no podían ser de otro ser humano: hasta a ti mismo debes darte asco—criticó, haciendo referencia al medio centenar de animales enjaulados que su vecino tenía apilados en el salón.

El panorama era desolador: pequeños polluelos de tucanes y loros, con los picos sellados con cinta adhesiva y los ojos perforados, estaban hacinados junto a los cadáveres de otros. Compartían la misma suerte diferentes tipos de pequeños roedores y aves, y una pareja de diminutos mandriles, que parecían narcotizados. El griego miró a los ojos al que parecía más joven. Sintió un dolor agudo y profundo, una pena intensa y desoladora, y la sensación de que todo estaba perdido; pero no lo estaba. La ira sacudió la empatía de sus venas y fluyó libre, dispuesta a anular sus razonamientos más civilizados.

—Traficas con animales exóticos...—acusó en un gruñido.

—¿Y? — pregunto en respuesta el maleante. Luego ladeó la cabeza y agitó el arma en señal de advertencia.

—A la policía y a mi prima Electra les gustará saberlo —rugió Alexander. Entonces cayó en la cuenta de que no llevaba nada encima a parte de su abrigo y el pajarraco negro —. ¿Puedo usar tu teléfono?

—¿Electra? ¿Tú eres un Blake? ¿Un verdadero Blake? —tanteó su apestoso anfitrión, con un hilo de voz, dando algunos pasos hacia atrás.

Su inexplicable comportamiento confundió a Alexander. ¿Por qué parecía sumiso y medroso? ¿Dónde estaba su actitud chulesca? De repente, parecía horrorizado de tenerle allí. Pero, ¿por qué? ¿Qué tenía en contra de su familia?

—¿Qué demonios te pasa con los Blake? —inquirió el joven, en tono duro, aproximándose un poco más a su contrincante.

—¡Coge el teléfono! ¡Llévate lo que quieras! —gritó el tipo, lanzándole el aparato a los pies, como quien pretende escapar de un tigre distrayéndole con un jugoso trozo de carne.

—¿Qué me lleve el teléfono? ¿Para qué cojo...?

Indignado, sin quitar los ojos de la pistola, el griego tomó el aparato del suelo y avanzó hacia el maleante, con el único afán de preguntarle cual era el problema. Pero, no había dado más de dos pasos en su dirección, cuando el tipo le quitó el seguro al gatillo del arma y la apuntó hacia su cara. Desarmarle fue un juego de niños para Alexander.

—Que conste que has empezado tú— le advirtió, antes de abalanzarse sobre él como una pantera, dispuesto a arrancarle la cabeza de cuajo.

La respuesta del traficante fue sujetarle por la cintura e intentar tumbarle, pero solo consiguió levantarle en volandas. En un acto reflejo, el griego rodeó su cuello con los brazos y apretó con fuerza. No dejó de hacerlo hasta que la falta de aire obligó a su contrincante a soltarle. Sus pies aún no habían tocado el suelo cuando volvió a agarrar al tipo por la nuca, obligándole a doblarse con una mano, golpeando repetidas veces su cara con la palma de la otra, para acabar posando las dos sobre su nuez. Una ligera presión sobre ella fue suficiente para hacerle caer de espaldas en el suelo. Cuando intentó incorporarse, un doble impacto de los puños de Alex, en su nariz y mentón, le tumbó el tiempo suficiente como para que a él le diera tiempo de sentarse a horcajadas sobre su gelatinosa tripa. La sangre no tardó en aparecer. El tibio fluido escarlata se mezcló con el sudor del griego en su pecho, tiznó sus manos y su cara; jamás había tenido un aspecto más deshumanizado y salvaje. Por alguna extraña razón, el cansancio no regresaba y el dolor de cabeza había desaparecido, solo había lugar para el odio, un odio desmesurado hacia un tipo que nunca había visto antes. Su mirada no era la misma que la del hombre que se había sonrojado en el pasillo. Una fuerza extraña parecía haberse apoderado de él.

—¿Has intentado matarme? —preguntó, en un resuello, en cuanto el traficante estuvo inmovilizado.

—No. No. Yo solo... ¿Cómo podría? Si eres un... —comenzó a justificarse el tipo, con un hilo de voz, intentando no atragantarse con su propia sangre.

Con los músculos tensos, el corazón latiéndole a toda velocidad y el oxígeno resistiéndose a llenar del todo sus pulmones, Alex se preparó para oír las viejas malas palabras que venía escuchando de boca de extraños desde su adolescencia; loco, mafioso, asesino, traidor, hijo de puta...

—...uno de esos poderosos naga.

Imposible estar preparado para escuchar aquello. Totalmente desubicado, el griego se hizo a un lado, liberando con ello a su rehén.

—¿De dónde has sacado semejante estupidez? —balbuceó, con la mirada vidriosa clavada en él.

—No hace falta que disimules conmigo: lo sé todo. Tu prima me lo contó.

El tipo señaló una repisa desvencijada en la pared. La única en toda la habitación. Estaba tan sobrecargada de libros, películas y merchandaising, relacionados con la saga de aventuras que había escrito la abuela paterna de Alex, que parecía estar a punto de deshacerse en pedazos.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué tonterías estás diciendo? ¡Los naga no existen! ¡Son solo fantasías!

—¿Fantasías? ¿Por qué crees que alguien como yo puede permitirse vivir en un lugar como este?: vi con mis propios ojos como se esfumaba ese búho enorme que os arroja serpientes vivas encima—le confió el traficante—. Cuando tu prima vino a mi tienda, a comprar ratones para atraparlo, seguro que aún no sospechabais que podía ser un tukadi, ¿no es cierto? Pero, ¿quién más usaría serpientes muertas para intimidaros?

—¿Un qué? —masculló Alexander. No daba crédito a lo que acababa de escuchar. Sabía que Electra disfrutaba tomándole el pelo a la gente, pero que hubiera usado el mito de los naga para hacerlo hablaba muy mal de ella. ¿Acaso no habían tenido ya suficientes problemas con los fanáticos de los libros de su abuela?

Aprovechando que él había bajado la guardia, el maleante se puso en pie de un brinco y le propinó una fuerte patada en la cara. Acto seguido, desapareció por el pasillo de aquella planta. Con paso vacilante, de nuevo agotado y con la mente perdida en una vorágine de emociones y pensamientos contradictorios, Alexander se dirigió a su apartamento. Justo en el momento en el que iba a advertirles a las autoridades sobre las actividades de su vecino recibió la llamada que tanto tiempo llevaba esperando...

—¿Beth? —susurró, dejándose caer bocarriba en el suelo de la cocina.

—¿Alex? ¿Va todo bien? ¿Ha pasado algo en Srinagar? —preguntó una voz femenina, al otro lado del aparato—Acabo de leer tus mensajes... Tenía el teléfono sin batería...

— Tranquila, todo está bien; anoche mismo hablé con tu querido novio Hrithik y me dijo que él y los chicos se mueren por verte—se apresuró a aclararle su amigo—. Verás, necesito que me hagas un pequeño favor: es muy posible que en tu vuelo viaje una chica de unos veinte años. Se llama Luna Munt. Solo sé que es pálida, menuda, que tiene los ojos azules y el pelo rubio rizado. Es posible que también tenga algunas cicatrices visibles en el cuello y en uno de los lados de la cara, muy cerca del rabillo de un ojo. Intenta disimularlas con maquillaje, pero creo que no lo logra del todo... Quiero que la vigiles, que simpatices con ella y que te asegures de que llega sana y salva hasta mi hotel en Srinagar... No le hables de mí, bajo ningún concepto.

—¿Una chica? —estalló Beth, después se deshizo en carcajadas.

—No es lo que piensas —se defendió Alex—. Es la hija de un viejo amigo de mi padre. Nunca ha viajado sola, esta es la primera vez que saldrá del país y su familia solo quiere asegurarse de que estará bien—mintió.

—Oh...Bueno... Solo es eso...De acuerdo, no te preocupes. La dejaré en su habitación y la arroparé con una mantita si lo crees necesario.

El griego no había hecho más que soltar el teléfono cuando volvió a sonar el timbre de la puerta. Haciendo acopio de la poca energía que le quedaba, se puso en pie y observó por la mirilla. Le sorprendió encontrarse con el rostro demacrado de su hermano Leander. Consciente de que si él le veía tal y como estaba tendría problemas, y convencido de que podría hacerle creer que acababa de salir de la ducha, se lavó lo mejor que pudo en el fregadero y tiró el abrigo manchado de sangre dentro de la despensa, antes de dejarle pasar. Pero Lend no habría reparado en las manchas de sangre ni en los moratones en sus brazos aquella mañana. Lo supo nada más se cruzaron sus miradas. Aquellos ojos, prácticamente idénticos a los suyos, carecían de vida. Su hermano mayor se estaba muriendo por dentro, y la última vez que había visto esa expresión en él había sido durante su primer encuentro tras la muerte de su padre. Había ocurrido algo terrible, no le cabía la menor duda.

—Alex... Hermano... Se trata de Iris...—balbuceó Leander, hecho un mar de lágrimas. Incapaz, por una vez en su vida, de contener sus emociones, se desplomó sobre él.


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