RASSEN I

By YolandaNavarro7

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Luna no recuerda nada de su pasado, aún así, terribles pesadillas nocturnas la ayudan cada noche a hacerse un... More

RASSEN ARGUMENTO TRAMA PRINCIPAL TRILOGÍA
RASSEN ARGUMENTO <<LUNA>> Vol.1
Árbol genealógico (Relaciones entre los personajes)
INTRODUCCIÓN
CAP.1
CAP.2
CAP.3
CAP.4
CAP.5
CAP.7
CAP.8
CAP.9
CAP.10
CAP.11
CAP.12
CAP.13
CAP.14
CAP.15
CAP.16
CAP.17
CAP.18
CAP.19
CAP.20
CAP.21
CAP.22
CAP.23
CAP.24
CAP.25
CAP.26
CAP.27
CAP.28
CAP.29
CAP.30
CAP.31
CAP.32
CAP.33
CAP.34
CAP.35
CAP.36
CAP.37
CAP.38
CAP.39
CAP.40
CAP.41
CAP.42
CAP.43
CAP.44
CAP.45
CAP.46
CAP.47
CAP.48
CAP.49
CAP.50
CAP.51
CAP.52
CAP.53
CAP.54
CAP.55
CAP.56
CAP. 57
CAP.58
CAP.59
EPÍLOGO
LA NOVELA ESTÁ SIENDO REEDITADA Y CORREGIDA
IMPORTANTE: LA HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA. POR FAVOR, ÉCHALE UN VISTAZO.

CAP.6

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By YolandaNavarro7

 

Casa de la familia Munt

Bruma

Luna sabía que, al suicidarse, estaba condenando su alma al infierno. Quizá no al infierno de Sor Constanza, pero sí al infierno de la incertidumbre. ¿Cómo manejarían Dios y el diablo a sus invitados inesperados? La primera vez que contempló la muerte como una salida a sus problemas fue tras el suicidio de Sor Eduvigis, y debía rondar los nueve años. Al igual que ella, Sor Eduvigis estaba perdiendo la cabeza, quizá por eso, aunque era muy pequeña para entender el alcance de aquel acto desesperado, más allá de valorar si había hecho bien o mal, pudo ponerse en su piel. Sin embargo, por mucho que se esforzara, jamás había podido comprender a los ególatras que desafiaban a la muerte con juegos y retos; falsos héroes que con frecuencia necesitaban ser salvados por aquellos que convertían de forma egoísta en peones de sus banales hazañas. Mucho menos podía entender a los sádicos que encontraban satisfacción poniendo en riesgo o arrebatándole la vida a otros. Era un tema interesante, a nivel moral, el de la muerte; mientras unos la buscaban otros solo querían evitarla. En lo personal, se sentía muy confundida: ¿Qué pensarían de ella aquellos que luchaban por eludir la parca a diario? ¿La odiarían? ¿Podrían ponerse en sus zapatos? A parte de Sor Eduvigis, ella no había conocido a ningún otro suicida. Como todo el mundo, había oído hablar de los más famosos, y de sus supuestas razones para querer desaparecer, pero no sentía que tuviera nada en común con ellos; ella no temía perder la belleza o la juventud, no buscaba justicia o castigo para nadie, y tampoco era capaz de encontrarle un lado romántico al asunto. Quizá, por influencia de Martín, siempre había pensado que morir era algo así como firmar un contrato en blanco, lo que, en su opinión, hacía del suicidio un acto masoquista, y no de liberación. Pero de ahí no surgían todos sus remilgos; evitaba pensar en ello, pero no podía negar que había una mínima posibilidad de que algunas de sus visiones no fueran solo cosa suya. ¿Entraría a formar parte de un edén luminoso y confortable, o la aguardaría el monstruoso hogar de sus demonios? ¿Qué sentido tenía desaparecer para dejar atrás los problemas, sin poder imaginar siquiera que tipo de conflictos conllevaría la muerte? ¿Qué pruebas irrefutables había de que el llamado <<descanso eterno>> fuera en realidad un descanso para las personas como ella? Ninguna. Se pusieran como se pusieran, Martín o Sor Constanza, ni la ciencia ni la religión habían podido penetrar detrás de la oscura cortina que separaba la vida de la muerte. Todo eran conjeturas. Conjeturas como las que ella misma hacía, cuando fantaseaba con desaparecer. Había visualizado sin dificultad sus últimos momentos una y otra vez, en diferentes versiones, porque resultaba fácil conjeturar cuando se estaba vivo, ya que el final podía amoldarse perfectamente a las necesidades personales. Pero ¿qué ocurriría cuando dejase de ser solo una actriz en sus simulacros y pasase a ser un cadáver? Ya no habría vuelta atrás. Se había equivocado tantas veces en su vida ¿sería acaso su muerte otro error? Fuera como fuera, su rendición se debía a que había perdido el poco control que había llegado a ejercer sobre sí misma. No era una mártir. No podía engañar a nadie; quería acabar con todo porque sabía que jamás reuniría la valentía necesaria como para admitir frente a los demás que su mente iba por libre, y que veía y oía cosas que ella misma proyectaba. Quería desaparecer, porque era consciente de que jamás dejaría de culparse por lo que le pasaba y porque su cobardía le empujaría a seguir justificando a los que la maltrataban por ser diferente, para evitarse tener que enfrentarlos. No, no sería una mártir.

Con toda seguridad, las píldoras ya estaban ejerciendo su efecto anestésico, aligerando su cerebro hasta convertirlo en humo. Si en algo eran útiles todas ellas, era en suprimir las emociones; empezaba a importarle muy poco su destino, y sus preocupaciones empezaron a centrarse en el dolor físico. Su vida siempre había girado en torno a los fármacos; píldoras azules para los mareos, pequeñas pastillas blancas para controlar la ansiedad, píldoras amarillas para dormir, y así un largo etcétera. Pensó erróneamente que estos serían sus fieles aliados hasta el último momento, ayudándola a morir de la forma más apacible, pero se había equivocado. Deseaba que todo sucediera rápido, no sentir dolor, no pensar, no sufrir ni un segundo de más, pero todo indicaba que iba a ser víctima de una larga agonía; le dolía el estómago, la garganta le ardía, sentía náuseas, tenía mareos y palpitaciones. Las sienes le latían con fuerza y estaba perdiendo el control de sus extremidades. Irónicamente, mientras moría fantaseaba con la vida; hubiera sido tan liberador que su padre entrara por la puerta y le diera un abrazo. Aquel podría ser un final atípico para su historia trágica, pero sin duda un gran final: alguien entrando por la puerta de repente. Alguien aterrado solo de pensar que no volvería a verla. Alguien que la salvara de sí misma y que entendiera cómo se sentía. Alguien como Gabriel... Pero eso no iba a suceder, porque todos estaban demasiado ocupados con sus propias vidas: su padre adoptivo la había abandonado, Clara no era la misma desde que Gabriel había vuelto a vivir con ella y el propio Gabriel, por algún motivo que desconocía, la trataba diferente tras su regreso; ya no era el chico encantador de los mensajes y las llamadas telefónicas. El hombre del que estaba enamorada había pasado de llamarla <<mi princesa>> a ignorarla. Ni siquiera podía ser sincera con Sor Constanza. Ella, que ensalzaba la vida como el mayor tesoro y la rendición como la mayor vergüenza, se pasaba el día dándole sermones. Parecía robotizada, incapaz de interactuar con sinceridad. La mujer que le había contado en tono indignado como Judas Iscariote había decidido quitarse la vida, después de haber traicionado a Jesús, jamás podría entenderla, y eso que solía decir que Dios valoraba la vida completa de las personas y no solo sus actos más desesperados. Pero no eran solo los emisarios de Dios los que difundían mensajes contradictorios. Gracias a algunos de los libros de su padre, Luna sabía que durante mucho tiempo a los suicidas se les había vejado, rematado e incluso negado un lugar en el campo santo. Sin ir más lejos, el propio Martín había visto suicidarse a mujeres que habían sido violadas durante la guerra, y había sido testigo de cómo una madre dejaba morir de hambre al más débil de sus hijos para intentar salvar a otro, antes de acabar con su propia vida. Ambas habían hecho lo posible por salvar su alma, en previsión de poder gozar de una segunda oportunidad, lo que resultaba tan enternecedor como descorazonador. En esos casos, Luna no podía ver la solución en la sangre derramada de las víctimas. Solo podía ver la traición del mundo a los débiles y la impunidad de la que gozaban sus verdugos. Nada más. Martín no parecía tenerlo tan claro. Pero, ¿qué podía esperarse de un hombre que quería estar muerto?

—No hay nada heroico en mí —se mofó de sí misma —. ¡Tanto tiempo intentando ser perfecta y acabaré saliendo por la puerta de atrás!

Rio, con una risa amarga y profunda. A diferencia de Judas, ella no iba a traicionar a nadie, a sí misma en todo caso, de modo que su pecado iba a ser cuestionar el poder de Dios ejerciendo un derecho y un privilegio que solo le pertenecían a él; el derecho y el poder de otorgar y quitar la vida.

<<Todo el mundo busca algo...Algunos quieren usarte...Algunos quieren ser usados por ti...Algunos quieren abusar de ti...Algunos quieren ser abusados...Los dulces sueños están hechos de esto ¿quién soy yo para estar en desacuerdo?>> —susurraba la torturada voz en la radio.

—Dulces sueños. Dulces sueños para mí —murmuró Luna entre dientes, entrecerrando los ojos irritados, dejando escapar algunas lágrimas en el proceso.

El olor de la sangre le revolvió el estómago y le provocó un ligero mareo que la obligó a dejar caer la cabeza hacia atrás. Los labios le temblaban, su saliva había adquirido un gusto herrumbroso en la boca, un nudo en la garganta no la dejaba casi respirar y eso desbocó, aún más si cabía, su maltratado corazón. Al final, su muerte no iba a resultar tan poética y romántica como en las novelas de amor, o como en los viejos libros de historia de su padre; nada que ver con el agridulce final de Romeo y Julieta (su alma gemela no la estaría esperando en ninguna parte), ni tan gloriosa como el seppuku del samurái caído en desgracia, para ella no habría poema de despedida, ni tampoco Ixtab vendría a guiar su alma.

Se sentía tan sola, tan vacía...Siempre había creído que todos los seres humanos tenían su lugar y una misión que cumplir, que cada vida era importante, pero era obvio que se había equivocado. A nadie le importaba qué sucediera con ella: una chica extraña, insignificante y ridícula. Su reputación de fracasada la perseguiría para siempre. Nadie la respetaría jamás. Ningún chico sería capaz de interesarse en serio por <<Luna la Lunática>>. Nadie le daría trabajo. Todos seguirían cuchicheando ante sus narices y burlándose de ella. Eternamente...

Llorar era algo que solía hacer con asiduidad, por tristeza o por impotencia, ese era su desahogo, pero aquel día no podía parar. Por primera vez, podía entender el sentido literal de un corazón roto, porque en ese momento su corazón sufría los mismos estragos que su alma. Si al menos pudiera saber por qué... ¿Por qué a ella? ¿Qué había hecho mal? ¡Si siempre hacía todo lo posible por agradar a los demás! Ni siquiera había sido lo suficiente importante para sus padres. ¡Una mediocre! ¡Eso era! ¡Mediocre, cobarde, estúpida! ¡En la vida de Clara solo era un placebo! ¡La sustituta del hijo adorado que estudiaba lejos! No era nada. No era nadie. Sintió ganas de abofetearse.

—¡Estúpida! ¡Estúpida! ¡No has sido capaz de ganarte el cariño de nadie! ¡Muérete de una vez! —lloró.

Un nudo le cerró la garganta, y su respiración empezó a depender de pequeñas arcadas.

El contacto frío de la superficie de la bañera en el cuello le provocó un pequeño estremecimiento. Entonces escuchó una especie de zumbido con perfecta nitidez, luego un silbido tan agudo y gutural que le erizó la piel. Toda la sangre se le agolpó en la cabeza de repente, las sienes le latían con fuerza. Revisó sus heridas, no entendía la fascinación que la sangre despertaba en algunos. No había nada estético ni mágico en aquel fluido rojo, viscoso y tibio, de nauseabundo olor a carne cruda, que se perdía al caer al agua de la bañera. Resultaba tan ridículo pensar que durante siglos hubiese gente capaz de creer que había magia oculta en aquella sustancia asquerosa.

—¡Morcillas mágicas! —se burló, ebria de dolor.

Los focos del techo comenzaron a difuminarse hasta desaparecer, la música no era ya más que un murmullo incomprensible y lejano.

¿Tendría que haberse puesto algo de ropa? ¿Qué lamentable espectáculo estaría obligado a presenciar el primero que se topase con su cadáver?

Mientras se preguntaba cuánto iba a durar aquello, y por qué demonios había escogido una muerte tan sucia y lenta, las luces parpadearon, al tiempo una ligera brisa comenzó a ondear la fina cortina de hilo de la ventana. Le bastó un ligero vistazo alrededor, con los ojos entrecerrados, para comprobar que, como ya sucediera en la planta baja, tanto la puerta como la ventana estaban bien cerradas. Por desgracia, eso no impidió que la temperatura de la habitación descendiera bruscamente algunos grados.

—¡Yo elijo cuando se acaba! —gritó, para quien quisiera escucharla. Estaba muy dolorida y aturdida. El aire ya no llenaba sus pulmones, pero algún pequeño resquicio de amor propio le dio la fuerza necesaria como para rebelarse— ¡No creo en ti! ¡No creo en nada! ¡Ya no puedes hacerme daño!

Martín decía que, si no creía en el héroe, difícilmente podría creer en el villano, pero ella estaba tan acostumbrada a lidiar con sus demonios que cada día estaba más segura de que había más pruebas de que ese villano existía que de que alguna vez había habido un héroe para enfrentarlo. Aquella reflexión hizo que el miedo se apoderara por completo de su cuerpo. Decidida a llegar hasta el final con sus planes, sacó fuerzas para blandir la hoja de la daga y hendirla en su muñeca de nuevo y después coraje para revisar las profundas heridas. Entonces comprobó con pavor como cada corte realizado desaparecía ante sus ojos. Se cubrió el rostro con las manos ensangrentadas y comenzó a llorar desconsoladamente. Ya no le quedaban lágrimas. Su cerebro había decidido, una vez más, actuar por cuenta propia. Pero era tarde para echarse atrás, de modo que no le quedaba otro camino que volver a tomar la daga y seguir hiriéndose hasta que el dolor la devolviera a la realidad. Empuñó la fría hoja de metal contra sí misma decenas de veces. Con los ojos cerrados, aplicando en cada embestida más fuerza, hasta llenar por completo de cortes sus brazos. Pero no importaban ni la rapidez ni la fuerza que emplease en los cortes, cada desgarro comenzaba a desaparecer casi al tiempo de haber sido producido. Gritó y gritó. Gritó de rabia, de dolor y de frustración, hasta que, ya derrotada y exhausta, arrojó con furia la daga al otro lado de la habitación.

Se sentía tan furibunda como asustada e impotente.

—¡Deja que me vaya! ¡Por favor! ¡No tengo fuerzas para continuar! —gimió.

El agua teñida de rojo desapareció por el desagüe, sin que ella hubiera hecho nada para provocarlo, y en ese mismo instante el suelo comenzó a temblar. Era la primera vez que sus alucinaciones tomaban tales dimensiones. Siempre se habían manifestado como silenciosos transeúntes que se desvanecían, voces incorpóreas llamándola desde algún rincón, la visión de sí misma en su infancia corriendo por la casa, pequeños recuerdos inexistentes que la asaltaban de vez en cuando o sueños estúpidos que predecían acontecimientos irrelevantes del futuro. Pero en aquella ocasión todo era distinto, estaba completamente fuera de control.

—¿Por qué a mí? —lloró derrotada — ¿Por qué yo?

Sus gritos dieron paso a un espeluznante silencio. Jamás había tenido esa sensación de quietud fuera de sus sueños, era como si no pudiera interactuar con nada de lo que la rodeaba, era como si ella fuera el elemento extraño y real en aquella habitación.

Tras el silencio regresó el zumbido, pero en un tono casi imperceptible. Y de repente, como si de una película se tratase, comenzó a revivir pequeños retazos de su pasado. Momentos felices y no tan felices, como algunos recuerdos vagos de lo que había sido su vida antes de conocer a Martín. Incluso sintió de nuevo aquellas garras afiladas de sus pesadillas; incrustándose como gruesas espinas en sus hombros, los gritos agudos en el oído, desprovistos de humanidad, el viento en la cara, la sensación de caer al vacío y el silencio más absoluto. Una vez más, su visión del pasado acabó con ella sumergida en el agua, flotando de forma sosegada, como un feto en el vientre de su madre. Las burbujas de aire huían hacia la superficie mientras se hundía lentamente hacia el fondo oscuro de algo profundo; mucho más profundo que aquella bañera. Observó su cuerpo sin vida, flotando bocabajo; el dolor físico había desaparecido, pero el emocional se había acrecentado de forma titánica. Sentía una pena inmensa y profunda, una desgarradora sensación de tristeza y un vacío tan enorme y desolador que solo quería llorar.

—Ya no podré hacer nada... —se oyó decir a sí misma

Y solo entonces fue consciente de que hallaría la paz terminando bien lo que había empezado mal. Desesperada, quiso regresar a aquel cuerpo frágil que siempre había detestado. Quería calentarlo con el fluir de su sangre, sentir su peso de nuevo, volver a introducir aquel torbellino de pena, impotencia e ira, en el que se había convertido, dentro de su pequeña y frágil jaula. Quiso gritar, protestar, impedir que todo acabara, pero ni un solo sonido brotó de su garganta. El mundo seguiría adelante sin ella.

—¡No! —gritó — ¡Maldita sea! ¡No!

En ese instante la más absoluta oscuridad la rodeó, y de repente, para su alivio y perplejidad, sin saber cómo, volvía a estar consciente, dentro de la bañera. Intentó recomponerse, debía aclarar su mente y salir de allí de inmediato, pero sus manos no eran capaces de aferrarse a aquellos bordes tan lisos y escurridizos. Cuando al fin logró incorporarse, sus piernas torpes y endebles apenas si conseguían mantenerla en pie. El molesto zumbido se hizo tan intenso que tuvo que taparse los oídos con las manos para poder soportarlo, por desgracia, eso solo la ayudó a darse cuenta de que aquel ruido solo estaba dentro de su cabeza.

—Volver a casa... —susurró la vocecita a su espalda. La pequeña Luna volvía a reclamar su atención desde el pasado. No se atrevió a mirarla. Como siempre, sus susurros fueron precedidos por un fuerte olor a humo y un grito aterrador.

Tenía que volver a la realidad, tenía que pedirle ayuda a Clara, pero primero tenía que salir del baño.

Intentó concentrarse lo suficiente como para poder dominar sus piernas y enderezarse, cuando un golpe seco en el abdomen la hizo doblarse de dolor, entonces todo su cuerpo vibró y siguió haciéndolo durante unos minutos a un ritmo vertiginoso. Había perdido el control y se hallaba sometida a algún tipo de fuerza invisible; suspendida en el aire, deslizaba mecánicamente el dedo por la pared, dibujando incoherencias sobre las baldosas blancas y usando su propia sangre como tintura. Cuando el sonido cesó, se desplomó al igual que lo haría un castillo de naipes bajo un golpe de viento. Desfallecida, saltó de la bañera, en un movimiento tan brusco que la hizo perder el equilibrio y caer de bruces al suelo mojado. Se arrastró hasta la puerta, necesitó ayudarse de las dos manos para abrirla. El pasillo y su dormitorio, justo enfrente, estaban desiertos. Las luces volvieron a parpadear y luego se apagaron, dejándolo todo de nuevo a oscuras. Solo podía guiarse por la tenue luz que desprendía

la vela en el baño. Su cuerpo vibraba. No sabía muy bien si era el frío o el miedo lo que la hacía agitarse de aquella espantosa manera. Caminó tambaleante por el pasillo, entonces un tacto helado en uno de sus antebrazos desnudos encendió todas las alarmas de su cuerpo. Sintió un intenso calor en el cuello, en el rostro, la sangre se agolpaba de nuevo, hervía en su cabeza como el agua de una tetera sobre el fuego. Comenzó a correr sin mirar atrás, tenía que alertar a Clara. Bajó por la escalera a trompicones hasta que, al llegar al recibidor, la fuerza invisible la sujetó por los pies con su potencia sobrenatural, y la elevó, para luego dejarla caer en la cocina. La luz regresó justo a tiempo de que pudiera ver a Itsmo siendo engullido por un reptil inmenso, que se deslizaba sigilosamente sobre la alfombra del salón y se extendía, en toda su plenitud, de un lado a otro de la habitación.

Luna sabía que aquello no era real, lo que no impedía que el pánico le impidiera moverse, pensar y respirar. Tras unos interminables segundos en ese estado, acabó perdiendo la consciencia.

Mientras planeaba la emboscada a Luna Munt, lo último que se le pasó a Esteban Belmonte por la cabeza fue que ella pudiera llegar a darle miedo. Sin embargo, así había sido. Miró con compasión a aquella pobre loca, desnuda y sin sentido a sus pies. Obviando todo lo que había escuchado aquella noche en la planta de arriba, la chica seguía pareciendo vulnerable y desvalida. Se arrodilló, le apartó el pelo de la cara y la besó en los labios. Cerca de ellos dos, Itsmo, muy malherido, había logrado zafarse de la serpiente y berreaba de forma insoportable. El chico volvió a deleitarse con el sinuoso y elegante avanzar del reptil, que, tan cerca de Luna, parecía aún más imponente y salvaje. Al igual que él, aquella hermosa bestia vivía solo para satisfacer sus propias necesidades, sin reparar en daños colaterales.

—Es cuestión de supervivencia. De nada sirve resistirse a las leyes de la naturaleza—pensó en voz alta, apartándose de la hija de Munt, sin apartar la vista del gigantesco animal—: el pez grande se come al pequeño.

—...antes de que a él se lo coma otro pez más grande—completó la frase, una voz masculina, potente y cavernosa, cuya procedencia Belmonte fue incapaz de localizar.

La luz volvió a apagarse.

—Ñam, ñam—gimió la voz en su oído.

De madrugada, Luna despertó en la cocina, y sin tener la menor idea de qué había sucedido, ni de cómo había llegado hasta allí. Podía escuchar, sin el menor esfuerzo, el retumbar de los forzados latidos de su corazón en todo su ser, desbocado, desbordado, superado por el miedo, y también el desagradable susurro del fluir de su propia sangre desde el cuello hasta la sien. Se arrastró con torpeza hasta uno de los muebles bajos con cajones, allí se hizo con un frasco de los somníferos de Martín, e introdujo un puñado de ellos en su boca. Pero las pequeñas cápsulas cerraron aún más el nudo de su garganta seca, atoradas sin ningún fluido que las ayudase en su camino. Las lágrimas resbalaban ya incesantemente hasta formar una cascada salada en su barbilla y no cesaron cuando sus dedos rígidos acertaron a tirar del cable del teléfono, sobre la encimera de mármol. Cuando el aparato estuvo al fin en sus manos, Luna apenas si tenía fuerza ya para apretar las teclas, menos aún lucidez para recordar el número. Se desesperó, pasó una eternidad hasta que por fin pudo escuchar la cálida voz al otro lado. No tuvo que hablar, aunque tampoco podía hacerlo. Cerró los ojos, con un poco de suerte en poco tiempo llegaría a socorrerla el sueño.

—¿Luna? ¡Dios mío! ¡Aguanta un poco más, cariño! ¡Voy para allá! — gritó Clara al otro lado del aparato. Solo esperaba que la psicóloga pudiese ayudarla a volver atrás, aunque dudaba seriamente que hubiera un punto de retorno.

Supo que era tarde cuando una descarga eléctrica le recorrió la columna vertebral. Cuando sintió el contacto de unos dedos hambrientos que trepaban desde sus pies descalzos hasta el vientre. No pudo evitarlo, abrió los ojos y las vio: ominosas criaturas desnudas, pálidas y envueltas en el resplandor de un rayo de luna, que se retorcían y arrastraban, murmurando palabras que ella no podía entender. Tétricas sirenas diabólicas, de ojos redondos y labios purpúreos, habían salido de su cabeza para atormentarla. ¿Había muerto? ¿Eran aquellas bestias los demonios que la aguardaban para ayudarla a cruzar al otro lado? ¿O acaso el momento que tanto había temido durante años, había llegado, y algo había abierto en su mente la puerta imaginaria que separaba la locura de la cordura? El caso es que de esta última ya no quedaba nada cuando se rindió y les extendió los brazos para que la arrastraran junto con ellas a su infierno.


Ritual de suicidio japonés.

Diosa del suicidio en la mitología maya.

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