La memoria de Daria

By AnnRodd

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Brisa es arrastrada a través del tiempo a 1944, donde un chico fantasma en su propio año aún está vivo. Ahora... More

Prefacio
Capítulo 1: Lo que el río se lleva
Capítulo 2: Daria Dohrn
Capítulo 3: La mejor opción
Capítulo 4: El señor Hess
Capítulo 5: La cena de planificación
Capítulo 6: Voces en el camino
Capítulo 7: Amigos en el río
Capítulo 8: La decisión de Daria
Capítulo 9: Lo que se dice en el bosque
Capítulo 10: La dulzura de un sueño
Capítulo 12: Los dichos del más allá
Capítulo 13: Conversaciones de cama antes de la boda
Capítulo 14: El nombre que no sabría nunca
Capítulo 15: Detrás de la puerta
Capítulo 16: Guerras internas
Capítulo 17: Golpes en el alma
Capítulo 18: La Brisa que quedó
Capítulo 19: Cuentos de tragedia
Capítulo 20: Ciclos para cerrar
Capítulo 21: Desaparecer
Capítulo 22: En la piel de una Dohrn
Capítulo 23: Verdades en la cara
Capítulo 24: La manera inesperada
Capítulo 25: Telegramas
Capítulo 26: Granos de arroz
Capítulo 27: Una vida juntos
Capítulo 28: Hilos del pasado
Capítulo 29: Cenizas
Capítulo 30: Un lindo nombre
Capítulo 31: Cerca
Capítulo 32, parte 1: El alma vacía
Capítulo 32, parte 2: El rostro de la foto
Capítulo 33: Una estrella en la oscuridad
Capítulo 34: Esperanzas
Capítulo 35: Encontrarse
Capítulo 36: Recuerdos turbios
Capítulo 37: En las buenas y en las malas
Capítulo 38: Volver a casa
Capítulo 39: La hora de la verdad
Capítulo 40: Voluntad
Capítulo 41: Justicia
Capítulo 42: Libres

Capítulo 11: Cuando la muerte toca la puerta

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By AnnRodd


Capítulo 11: Cuando la muerte toca la puerta

La mamá de Daniel era tan rubia como él. Cuando entró en la casa, vestida con guantes, sombrero y unos hermosos zapatos, me sentí una campesina. Ni siquiera doña Paine le llegaba a los talones. Era hermosa y magistral; era evidente de dónde había heredado Daniel su cara.

—¿Qué tal, Klaus? —dijo, con menos acento alemán que mi papá. Aceptó su educado saludo y entonces me miró. No supe que hacer, porque me preguntaba si Daniel le había mencionado que no me acordaba nada. También me pregunté qué pensaría Daria de esa mujer. La verdad es que sus ojos claros eran penetrantes y no tan tiernos como los de su hijo—. Hola, Daria, querida.

Su tono fue mucho más dulce, pero no supe cómo reaccionar. La saludé y me despedí de Klaus después de varias palabras entre ellos. Salimos de la casa y ella me habló de la última vez que nos habíamos visto hasta que nos subimos al auto. Ahí, se volteó a verme otra vez.

—¿Qué pasó hoy con tus rulos, querida?

Apreté los labios.

—Últimamente ponerme ruleros me sale fatal.

Elizabeth suspiró.

—Supongo que la empleada de tu padre no puede ayudarte a recordar cómo se hace —se lamentó, sin desprecio alguno por Bonnie, aunque así lo pareciera por sus palabras. Ella no parecía una mujer maliciosa—. Te voy a dar algunos trucos. Los rulos son los mejores indicadores de que poseés una estética impecable. De que no pareces desganada o vaga en arreglarte. Cuando regresemos, te voy a mostrar cómo lo hago yo.

—Ah, gracias —contesté, sorprendida. La mujer me miró de reojo.

—Estás muy callada.

—Perdón, es que no sé qué decir.

—Bueno, tampoco es malo —dijo, mientras el auto daba un sacudón—. Las últimas veces fuiste bastante seca. Pero lo entiendo.

—Sí, todos dicen eso de mí.

El viaje largo y agotador siguió y evité hablar por mí misma. Parecía que Daria había despreciado a toda la familia de Daniel y yo me preguntaba si habría alguna razón más además de su rechazo al matrimonio. De nuevo, algo que tuviese que ver con Daniel, aunque me costaba mucho creer algo así posible, así que lo descartaba enseguida. Obviamente, quien no quería casarse también culparía a los padres del otro lado, porque eran parte de la trampa. Al fin y al cabo, esa mujer y su marido estaban obligando a Daniel también.

Cuando llegamos a Córdoba, horas después, yo ya estaba muerta de calor. Elizabeth se tomó el trabajo de acomodarme el pelo y el sombrero antes de entrar a la casa de la modista y se presentó con la dignidad que requería su posición.

Cuando nos atendieron, marché detrás de ella y de la recepcionista, mientras Elizabeth repetía con autoridad que habían reservado la cita y que tenían prisa. Que pagarían lo necesario por un vestido de calidad hecho en el tiempo indicado.

Cuando la modista apareció, una mujer de unos cincuenta años y un poco más, nos hizo pasar a una sala en donde ya tenía colgados unos modelos especiales en perchas.

Nos dijo que lo ideal era partir de alguno de ellos para evitar realizar la moldería de cero. Aunque pensé que Elizabeth diría todo que no, ella me instó a mirarlos y a elegirlos. No pude señalar ninguno porque todos me parecían horribles. ¿Y qué pasaba con esos cuellos tan cerrados? ¿Y ese encaje? ¿Por qué todo estaba tan lleno de encaje?

No había pensado en eso demasiado en mi vida, pero sí tenía claro que jamás iba a casarme con algo así. Eran espantosos.

—Ay, perdón, pero... ¿Es que no hay algo distinto? —pregunté a la señora de la casa. Ella me miró como estuviese loca.

—¿Algo distinto?

—Son todos muy cerrados —murmuré—, me voy a ahorcar con esto.

—En la iglesia se requiere discreción, Daria, querida —me dijo Elizabeth, pero ella no parecía estar en contra de buscar algo distinto.

—Bueno, pero... —empecé. Elizabeth empezó a correr las perchas, sin mirarme—. ¿No puede ser algo con menos voladitos? Lo discreto está bien, siempre y cuando no parezca que me vomitaron tul encima —agregué, solo para ella. Durante un segundo, la mamá de Daniel me miró estupefacta. Al siguiente segundo, estaba escondiendo una sonrisa.

—Estoy de acuerdo. ¿Qué tal si pasamos al lápiz? No estamos en contra de usar la moldería de estos vestidos, pero queremos algo más elegante.

—Y más amplio de abajo —dije—. Una pollera grande —añadí.

La modista dudó, pero empezó a sacar muestras de corpiños que eran más lo que yo buscaba. Acordamos entonces combinar dos diseños diferentes y tuve que aguantarme el encaje porque eso era lo que se usaba.

Después de probarme esos diseños y de que tomaran mis medidas justas, quedamos en volver en un mes para la primera sesión. Esa gente iba a trabajar como esclavos en las próximas semanas y casi que me sentí mal por ellos. Pero como dijo mi futura suegra, ellos pagarían lo que tenían que pagar para hacer valer ese trabajo.

Cuando nos fuimos, Elizabeth me invitó a almorzar y me preguntó por mi relación con su hijo. Le ordenó la comida al mozo y comentó que se alegraba de vernos tan unidos. Sobre todo, pensaba que era bueno que nos apoyemos mutuamente en momentos como esos, en los que yo tenía mal mi memoria y Daniel se sentía agotado por la presión de su papá.

Recordé enseguida las palabras de Daniel el día anterior y lo pesimista que veía su futuro profesional, por estar enredado con los trabajos que se sentía obligado a tomar. Sin embargo, fingí no entender qué pasaba.

—¿Presionado? ¿Por qué?

Ella suspiró y me dijo que su marido tenía una actitud muy orgullosa y le costaba delegar obligaciones. Sabía que Daniel era muy capaz, pero no aceptaba sus consejos y apreciaciones sobre las inversiones.

Eso me descolocó un poco, porque pensaba que la presión venía por otro lado.

—Ah —contesté—. Yo creí que le daba mucho trabajo.

—Sí —aceptó Elizabeth—, pero solo el trabajo que es repetitivo y que no implica que Daniel se involucre de verdad. Lo tiene como un secretario —se quejó después—. Y él es muy inteligente.

—Sí, lo es —respondí, justo cuando nos traían el almuerzo—. Él se está preparando mentalmente para hacerse cargo de todo. No pensé que su papá no quisiera darle mayores obligaciones.

Ella apretó los labios, un gesto que hablaba de que estaba en desacuerdo con su marido.

—Y ahora hizo una estupidez. Mi esposo —soltó, bufando—. Le dije que no era buena idea invertir en ese sanatorio. Daniel se lo dijo también. Pero no nos escuchó. Va a traer gastos que va a tener que solucionar mi hijo. Mi marido es terco como una mula.

Parecía que describía a Klaus, más que al papá de Daniel, y eso me dio una idea de quienes, en realidad, habían gestado nuestro matrimonio arreglado.

—Como mi papá.

—Es la costumbre, querida. Los hombres son duros, principalmente si vienen de Ámsterdam.

No podía jurar nada, porque mi única experiencia con alemanes de 1940 era esa. Me parecía un cliché horrible; un prejuicio bobo. Seguro había muchísimos hombres alemanes que no eran tan insensibles. Pero, por eso mismo, me callé. Mi mundo era muy diferente al de ellos y había mucho que no podía jurar, en general.

—En fin —dijo Elizabeth, limpiándose la barbilla con la servilleta. Se veía tan bonita y elegante que junto a ella yo parecía una bolsa de tela sin gracia. Ni siquiera podía agarrar los cubiertos con esos guantes—. Lo que me alegra es que vos y Daniel se entiendan. Ambos tienen gustos en común, según me dijo, además de aspiraciones.

—Vamos a irnos de La Cumbrecita —dije, sin más. En eso, Daniel y yo estaba muy, muy de acuerdo—. Consideramos hacer nuestras propias inversiones para poder hacer otras cosas, además del trabajo que tenga que ver con los negocios de nuestros padres. Apenas yo pueda trabajar...

Elizabeth arqueó una ceja.

—¿Dejarás a tu padre una vez casada para ir a trabajar? Sabés que no tenés necesidad, ¿cierto? Sos rica, Daria. Nosotros lo somos también.

La miré con un poco de miedo, pero ella no me estaba reprochando nada, sino que estaba más bien curiosa por mis deseos.

—Sé que solo se espera que tenga hijos, pero no es lo único que yo quiero —repliqué, con firmeza. No sabía cómo iba a reaccionar ella—. Tendré bebés cuando sea el momento indicado, porque todavía soy muy joven, y mientras tanto estudiaré y trabajaré. Planeo hacerme cargo de mi parte de los negocios de la familia, para que Daniel no tenga que lidiar con todo solo. Es demasiado para una sola persona y puedo ser una excelente administradora. Voy a estudiar para perfeccionarme y así, entre los dos, vamos a estar bien.

Me miró en silencio hasta que decidió seguir comiendo. Esperé con la boca cerrada, de la nada temerosa de que me malinterpretara.

—Sabes, no creí que pensaras así. Parecías una chica mucho más propensa a contestar y a preocuparte por el dinero que tuvieras para vestidos. Aunque claro... si hacen buenas inversiones, los dos podrían ser todavía más ricos.

Ignoré el último comentario, dedicado a pinchar a Daria por donde le interesaba, e intenté explicarme.

—Me dicen muy seguido que era muy superficial, pero cada día pienso más que no era así. Creo que era algo que yo mostraba para alejar a todo el mundo. La verdad es que estoy cansada de que mi papá me diga qué hacer. Si soy sincera, también me molesta que hayan decidido por mí y por Daniel sin darnos la oportunidad de conocernos antes y saber si queríamos estar juntos o no. Puede que ahora nos llevemos bien e incluso nos gustemos, pero si no pasaba, íbamos a tener un matrimonio horrible. Lo que molesta es la imposición —solté, de un golpe. Elizabeth no dijo nada y de igual manera ya me imaginaba su discurso: "Cuando estén juntos, el matrimonio les dará unión, se querrán..."—. Querer no es lo mismo que amar —le dije—. Me gustaría poder decidir por mí misma y Klaus adora decirme qué hacer, cómo debo actuar. También habla y opina por mí. Es el hecho de que soy su hija, combinado con el de que soy mujer y piensa que soy una inútil. Y yo no soy ninguna inútil. Puedo trabajar y estar al mismo nivel que mi marido sin ningún problema. Como un hombre.

Ella se quedó un par de segundos en silencio. Luego, se mojó los labios y bajó los cubiertos.

—No creo que piense eso —me contestó—. Tu papá quiere lo mejor para vos. Nosotros queremos lo mejor para Daniel. Entiendo lo que pensás, Daria, claro que sí. Yo misma lo viví. Pero cuando crecés y el mundo te muestra que tan difícil puede ser, te das cuenta de que lo mejor es poner los pies sobre la tierra y hacer lo mejor para tu futuro. La estabilidad económica, en los tiempos problemáticos como estos, donde medio mundo está en guerra, es sumamente importante. Nosotros pensamos en vos como una buena esposa para Daniel y tu papá creyó lo mismo para vos: que sus herencias les permitirían tener un futuro asegurado, que no pasarían necesidades, que no tendrían que saber nunca lo que es tener hambre o frío, o no tener una casa. Sé que capaz eso nunca se te pasó por la cabeza, pero la plata puede irse muy rápido y preparamos todo para que nunca se queden en la calle.

—Por eso también quiero trabajar —dije—. Pero no creo que mi papá entienda nunca que podría valerme por mí misma.

Ella me sonrió con pena.

—Hoy en día, una mujer trabajando sola no va a llegar lejos. Necesitas un marido que te apoye y te sostenga. Y entiendo tu punto, pero no es posible. Por eso, igual me alegra que tengan ideales juntos, y que ambos quieran llegar más lejos acompañados.

Siguió comiendo y pareció que quería zanjar el asunto. Yo no contesté porque también comprendía que estaba demasiado adelantada y que podía meter la pata en nada. ¡Estábamos en 1944! Trabajar era una cosa, pero ser una soltera trabajando y viviendo sola debía ser una locura. Ni siquiera podía votar. Tenía que esperar más y más... Cuando tuviera ochenta, tal vez.

Por eso mismo, incluso en ese momento, Daniel seguía siendo mi mejor opción para sobrevivir. Dentro de todo lo malo, como estar en el cuerpo de una chica de los cuarenta con un padre malvado y un matrimonio arreglado, tenía que aferrarme a lo bueno: otra vez él.

—¿Daniel tiene alguna enfermedad o algo? —pregunté, cuando acabábamos la comida.

Elizabeth negó, bastante sorprendida por mi pregunta.

—¿Lo notaste enfermo?

—No, pero me gusta asegurarme de esas cosas. Ya que me voy a casar y encargamos un vestido, quiero que mi marido viva mucho y esté siempre conmigo.

Entonces, ella sonrió.

—Así vas a estar mejor, Daria, creeme. Vas a sufrir menos si pensás de esa manera.

No agradecí su consejo porque, aunque sabía que era sincero, mi sufrimiento no se iría. Significaba asumir que nunca volvería a casa y nunca volvería a ser Brisa. 

Llegamos a La Cumbrecita de día, por suerte, porque no quería ver más fantasmas gritando en la oscuridad. Me despedí de Elizabeth al llegar a casa y marché a mi cuarto antes de que Klaus me atrapara para molestarme.

Me encerré y empecé a sacarme la ropa. Lancé los zapatos de Daria, que me estaban matando, contra al armario y me apuré a retirarme la faja una vez estuve libre del vestido. Suspiré, relajándome antes de tirarme en la cama. Giré y me puse boca abajo, para pensar como siempre en todo lo que tenía que por delante.

Iba a casarme con Daniel, pero también iba a verlo morir si no hacía algo. Si no era una enfermedad, tenía que evaluar otras opciones.

¿Accidentes? Había muchos riscos, crecidas de ríos y piedras por las cuales uno podría caerse, por ejemplo. Sin dudas, él moriría en su casa y pensaba realizar una inspección sobre los sitios peligrosos. Tenía que tener en cuenta que podía suceder antes de que nos casemos, antes de que pudiéramos irnos de allí.

Alguien golpeó suavemente la puerta de mi cuarto y pensé que podría ser Bonnie, por la delicadeza de sus nudillos.

—Ahí voy —dije, estirándome para alcanzar una bata de seda, algo que a Daria le encantaba, y le quité el cerrojo a la puerta. Me quedé muda cuando no vi a nadie en el pasillo. Miré a ambos lados y me mojé los labios—. ¿Bonnie? ¿Papá?

Ninguno me contestó. Bonnie debía estar abajo, Klaus podía bien ni estar en la casa. Un poco preocupada, cerré la puerta. Esperé allí, con el corazón cada vez agitado, pensando que podían estar jugando conmigo otra vez los muertos.

Pasaron más de dos minutos, por lo que volví lentamente en la cama. Me senté, sin dejar de ver la entrada, hasta que golpearon otra vez.

—¿Quién es? —dije, tratando de ser valiente como el otro día en el bosque, con el fantasma del risco.

Hubo silencio, por supuesto. Nadie abrió la puerta, nadie hizo nada. Me dio cosa moverme, pero me levanté y volví a abrir la puerta. El pasillo estaba vacío. La cerré otra vez y me senté en la cama, de nuevo. Golpearon apenas apoyé el culo en el colchón.

—¿Quién es? —repetí, con voz más autoritaria—. ¿Qué querés?

La única respuesta fue otro golpecito.

—Podés pasar —dije, esperando no arrepentirme. Tragué saliva y tomé aire antes de que el silencio diera lugar a una figura que atravesó la puerta. Era una niña, una preadolescente bastante alta que me miró con sus ojos oscuros carentes de brillo. Ella no parecía estar viva, como Daniel esa vez en 2017. Su cuerpo no tenía gracia ni solidez. Era como el hombre del risco, como un muñeco flotante y tétrico. Me encogí, aterrada—. ¿Quién sos? ¿Qué querés?

—Sos la que habla con los muertos —murmuró la chica, sin dejarme claro si me estaba mirando o no—. La que no entiende alemán.

Me quedé muda. No pude contestar ni siquiera eso. El fantasma de la chica estuvo allí, como si flotara, en medio de mi habitación durante todo el rato que estuve callada y asustada.

Al final, alcancé mi voz en medio de mi garganta y logré decir algo.

—No, no entiendo alemán.

—No sos Daria —dijo.

—No, me llamo Brisa. ¿Cómo lo sabés?

El fantasma parpadeó.

—Se lo dijiste a Enrique, le dijiste que no eras Daria.

El corazón estuvo a punto de salirme de mi pecho. Ella tenía razón, se lo había dicho al fantasma del precipicio.

—Le dije que no hablaba alemán —repetí, impresionada. Las cosas se estaban poniendo demasiado interesantes para mi gusto. 

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