el Poeta, el Diablo y Margari...

By MarianaDiAcqua

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En la cotidianeidad del Buenos Aires de 2002 sucede un hecho extraordinario: el poeta conoce a Margarita y se... More

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II
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IV
V
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VIII
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el Diablo - XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
Margarita - XXIII
el Poeta - XXIV
Margarita - XXV
Epílogo

el Poeta - VII

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By MarianaDiAcqua


el Poeta

VII

Dos horas después de haber conocido a la mujer de su vida, el poeta logró llegar a su hogar. Pensar que sobre Ulises y sus travesías se escribió un gran libro que perduró en la Historia. Sin desdeñarlo, mucho menos a Homero, una verdadera Odisea fue por la que pasó nuestro protagonista en esa noche cerrada, perdido en pleno Buenos Aires, intentando regresar. Si bien el material es suficiente para escribir varios libros al respecto, será mejor atenerse al argumento trazado para éste (sin olvidar apuntar detenidamente los detalles de lo ocurrido para una posible secuela) y no detenerse más tiempo en esas aventuras nocturnas. Baste decir que logró llegar a su humilde morada rengueando y con un zapato menos. Considerando estos aspectos, es admirable el buen humor que hasta lo hacía tararear.

Entró en la casa sin hacer ruido, se dirigió al primer piso, donde dormía su amigo y lo sacudió sin miramientos hasta que logró que abriera los ojos.

–¿Qué pasa? ¿Qué hora es? –le preguntó, confundido, sentándose en la cama.

El poeta encendió la pequeña lámpara que había en la mesita de luz y se sentó a su lado.

–Lamento despertarte pero ha sucedido algo demasiado importante, que no podía esperar hasta mañana.

Su amigo se restregó los ojos mientras suspiraba entre abatido y resignado, la endiablada lucidez había vuelto. Le preguntó qué era lo que había pasado. El poeta, demasiado excitado como para permanecer sentado, se levantó de un tirón mientras le contaba la feliz novedad: había encontrado a la mujer que durante tantos años había estado buscando inútilmente.

Su amigo no disimuló en el rostro la falta de interés, mucho menos el deseo de volver a conciliar el sueño y, de mala manera para dejar en claro su opinión, le preguntó si estaba seguro.

–¡Pues claro que estoy seguro! –exclamó el poeta, ofendido–. ¿O es que acaso me paso la vida enamorándome de las mujeres bonitas que conozco en los días de lluvia? He encontrado a mi musa inspiradora, a mi bella Beatriz.

–No me digas más –le dijo su amigo, fingiendo horror–. Acabás de regresar de un nuevo viaje por el Infierno, en donde quisieron declararte alcalde del nuevo anillo recién creado, específicamente, para los que no dejan dormir a los demás.

–No seas cínico –le respondió haciendo una mueca.

Su amigo lo miró enarcando una ceja, transluciendo la opinión que le merecía toda la situación.

–Bueno, sí. Está bien –reconoció el poeta–. Pero has de saber que jamás me sentí de esta manera. El mismo cielo cambió su color cuando caminó debajo de él y por entre las nubes surgió un rayo de sol que me la señaló. "¡Es el Oriente y Julieta, el sol!" –exclamó Romeo.

Su interlocutor pestañeó, aburrido. Shakespeare de madrugada, lo único que le faltaba. Volvió a acostarse y, pese al calor, se tapó con las apolilladas sábanas hasta cubrirse la cabeza. El poeta lanzó una alegre carcajada, ignorando la súplica que se translució en las suaves palabras "por favor, dejame descansar" y le pidió:

–Vamos, amigo mío. No es momento de dormir, tenés que ayudarme a encontrarla.

A regañadientes, su amigo volvió a sentarse, sintiendo que la vida no era en absoluto justa.

–¿Cómo que "encontrarla"? –preguntó, suspicaz, temeroso de confirmar las sospechas que ya sabía ciertas de antemano.

–Pues claro –le contestó el poeta–. Ella se marchó sin decirme adónde vive. ¿Cómo voy a hacer para verla de nuevo y declararle mi amor? Primero tengo que encontrarla.

–Y ella... –preguntó su amigo –¿quiere ser encontrada?

El poeta, cambiando repentinamente de humor, se dejó caer en la única silla que había en la habitación y miró con tristeza a su amigo.

–No lo sé –confesó.– Me ha rechazado.

Su amigo tuvo compasión: el poeta había dejado caer la cabeza para esconderla entre sus manos, del cabello todavía le caían finas gotas de agua, a pesar de que hacía varias horas desde que había dejado de llover. El resto de su triste vestuario no se hallaba en mejores condiciones y del pie que estaba descalzo le colgaban jirones deshilachados de la antigua media entremezclados con sangre reseca.

–Está bien –accedió–. Contame cómo fue todo.

El poeta le dedicó una sonrisa brillante y se embarcó en un largo y colorido detalle de su experiencia.

Cuando terminó de hablar, su amigo se recostó contra la pared. Analizando los pro y los contra del incipiente romance. El poeta observó con atención cada gesto, sin interrumpir sus cavilaciones, en espera de lo que su amigo tendría para proponerle. Finalmente, después de un largo rato, carraspeó y dijo:

–Bien, veamos: convendría saber qué es lo que ella estaba haciendo en aquel barrio.

–Ajá –concordó el poeta.

–Evidentemente no es ése su lugar de residencia porque de ser así no se habría refugiado con vos de la lluvia, sino que habría vuelto a la casa.

El poeta asintió.

–Bien, tampoco estaba visitando amistades porque lo mismo se aplica con el tema de la lluvia.

–Tenés razón.

–Cabe la posibilidad de que también estuviese perdida y se encontrase en igualdad de condiciones que vos ¿podría ser?

–Mmmm... no lo creo –refutó el poeta–. Si así fuese me habría pedido alguna indicación para ubicarse. Y no lo hizo.

–Es verdad, pero vos también estabas perdido y no le habrías servido de mucha ayuda.

–No te olvides que ella no lo sabía.

–Hummm... es verdad, ella no lo sabía... ¿Estaría de compras?

–No lo sé. No había negocios a la vista, era una calle tranquila, sin avenidas cerca. Es posible, de todos modos, aunque no llevaba ninguna bolsa, sólo su cartera de mano.

–¿No tenía paraguas?

–No.

–Ajá –exclamó el amigo.

–¿Qué? –preguntó el poeta, inclinándose hacia adelante con ansiedad.

–Simplemente que cuando partió de su casa, en algún momento del día, no había señales de la tormenta, de otro modo ella se hubiese llevado un paraguas, un sobretodo, algo que la protegiera del aguacero.

–Es cierto.

–Pasemos entonces a otro punto –sugirió el amigo–: ¿qué sería lo que ella llevaba en la cartera?

–Ah, no. Alto ahí –exclamó el poeta–. No pretendamos adivinar qué es lo que llevaba en su cartera. Es del dominio público que las mujeres guardan secretos velados para los hombres dentro de sus bolsos. Intentar adivinar su contenido no nos llevará a nada.

El amigo concordó y se quedó pensativo una vez más.

–La verdad es que no se me ocurre nada –suspiró, al cabo–. El único consejo que puedo darte esta noche es que mañana vuelvas a la misma hora, al mismo lugar. Es posible que te la cruces en la calle.

Se despidieron y el poeta, ahora sí, le otorgó a su amigo el hermoso don del silencio para que pudiese volver a dormirse. En su buhardilla se cambió de ropa antes de acostarse. El rostro de su amada entibiaba su pecho.

Se hallaba en tal estado de emoción, entre alegre y pesimista, que no creyó posible encontrar alivio en el sueño. Sin embargo, los dioses le tuvieron compasión y, muy pronto, volvió a estar en presencia de su amada, la cual corría hacia sus ansiosos brazos por un prado verde lleno de florecillas.

Varios días después del mágico encuentro, el poeta y su amigo se reunieron en la buhardilla, guarida de las buenas ideas, para decidir el próximo plan de acción. El poeta no había vuelto a hallarla y su amigo, si bien se divertía con las disparatadas ideas para encontrarla, se inclinaba por aconsejarle que olvidara a esa mujer.

El día después a la gran tormenta el poeta volvió al lugar en el que la conociera. Caminó y caminó, calle arriba y calle abajo, sin resultados... Esa noche se acostó melancólico, mas no desesperanzado. En sueños resolvió el problema: si era el Destino quién los había reunido por vez primera, entonces, era posible que volviese a tomar cartas en el asunto y los pusiera frente a frente una vez más.

Radiante de felicidad ante tamaño pensamiento vagó toda la semana por la gran ciudad. Se levantaba al alba y no volvía hasta bien entrada la noche. Caminaba por parques, plazas y orillas del río. A falta de los románticos tranvías, que habían quedado fuera de uso tantos años atrás, viajaba en trenes, colectivos y subtes. Visitaba lugares turísticos y pintorescos. Frecuentaba las puertas de cines y teatros, sin dinero para pagar la entrada. Sus ojos avizores no dejaban de investigar caras y miradas... pero ninguna correspondía a la de su amada.

Temía que se hubiese ido de Buenos Aires y su miedo era tan pavoroso que se le ocurrían diferentes derivaciones: su paso por la metrópolis sólo se había debido a vacaciones y ahora ya había regresado a su provincia natal o ¡peor! se había mudado al exterior y ya ni siquiera estaba en el país... Más lo pensaba y mayores eran las opciones que le ocurrían.

Sin embargo, su corazón le daba esperanzas y le susurraba que no se encontraba muy lejos, que ya la encontraría.

Inmerso en este ajetreo transcurrió una semana. Así fue como al viernes siguiente regresó (por milésima vez) al escenario de su amor. Llegó un poco antes de la hora en que la conociera, no fuese cosa que el caos del tránsito lo volviese impuntual. Y se sentó a esperarla en la mismísima casona. Observó a los pocos transeúntes, algo cansado de tanto ir de aquí para allá buscándola. ¿Pensaría en él?

Sus nervios lo traicionaban y ella no aparecía. Tan pronto se levantaba y deambulaba una vez más como volvía a dejarse caer en cualquier sitio, desanimado.

Los vecinos lo observaban con curiosidad, recelo y algo de intriga mientras él los ignoraba. Al fin, un guardia de seguridad se acercó hasta donde estaba y le preguntó qué era lo que estaba haciendo allí. Si bien el barrio era tranquilo y pacífico, no había que descontar un posible robo a alguna de las propiedades. El poeta le explicó su desgracia, en busca de simpatía. Pero en este mundo tan falto de romanticismo, los ciudadanos son desconfiados en su gran en su mayoría. El guardián no resultó ser una excepción y no se convenció de la historia, así que le pidió con una amabilidad que no estuvo exenta de firmeza, que se fuera de allí. El poeta suspiró con tristeza y, observando que la hora en la que supuestamente debía encontrarla ya había transcurrido, decidió que carecía de sentido ponerse a discutir y aceptó marcharse. Apesadumbrado, emprendió el regreso a su casa.

De vuelta en su hogar, se reunió con su amigo. El cual no tuvo mejor idea que sugerirle que la olvidara. El poeta se indignó y vociferó:

–¡Olvidarla! ¿Creés, acaso, que eso es posible? Sería una vergüenza y una deshonra. ¿Qué clase de poeta sería si intentase olvidar a la materialización del amor? ¿A un sueño hecho realidad?

El amigo no hizo más que suspirar, arrepentido, sabía por experiencia que lo mejor era seguirle la corriente. El poeta prosiguió:

–Si hasta su nombre está lleno de poesía: Margarita Bellaescusa, mi bella, hermosa, sublime, excusa para la inspiración. ¿Cuántas mujeres pueden llevar ese nombre? ¿Cómo podés ser tan ciego y no ver clara esta señal?

–Bellaescusa –repitió su amigo, como investigando el nombre, de la misma manera en que un niño miraría un insecto curioso desde sus diferentes ángulos–. Es, en verdad, un apellido peculiar.

–Sí que lo es –recalcó el poeta y quedó sumergido en un silencio pensativo.

El poeta entrecerró los ojos y la solución ¡de repente! serpenteó ante sus ojos. "Cosa de Mandinga", dirían después los del barrio. "Que no", contestarían los descreídos de siempre, "que si la solución era obvia, pasa que a ése pibe que vivía en las nubes no se le ocurrían cosas tan comunes a menudo".

El poeta saltó de la silla, tirándola al suelo por el envión, tomó por los brazos a su amigo y exclamó sacudiéndolo:

–¡Pero claro! ¡Eso es: Bellaescusa! ¡Idiota de mí por no haberlo pensado antes!

–¿Qué? –le preguntó su amigo mientras lo empujaba lejos de sí.

–Que siendo un apellido poco prosaico hay mayores posibilidades de encontrarla. ¿Qué es lo que hace uno cuando conoce el apellido de una persona pero no sabe dónde vive?

–¿Contratar a un detective privado? –arriesgó su amigo.

–No seas ridículo. Además, no podría pagarlo.

–Podríamos preguntarle a los espíritus cuál es su dirección... ¿Traigo la Ouija?

–¡Pero no, hombre! –Contestó el poeta, ignorando el sarcasmo–. ¡La guía! ¡La guía de teléfono!

–¡Esa era mi próxima opción! ¡Qué casualidad! –exclamó el otro y, entusiasmado a su vez, se puso a saltar con el poeta–. Pero... quizás alquila, vive con alguien o la línea no está a su nombre. No va a ser tan fácil encontrarla.

El poeta no se desanimó.

–No importa. ¿No lo entendés? Aún en el caso de que sólo demos con un pariente de ella, será suficiente porque tendremos un punto de partida y ya sabremos por dónde comenzar a buscarla.

–De acuerdo –dijo el amigo, dirigiéndose a la puerta–. Seguro que quedaron guías de cuando mi abuela vivía, ya vuelvo.

No tardó mucho en regresar. Para desilusión del poeta, traía una guía de por lo menos diez años atrás. Su amigo la apoyó en la mesa de escribir y se sacudió el polvo de las manos.

–Lo lamento –le dijo– fue lo único que encontré.

Tampoco ahora el poeta se dejó abatir.

–Está bien, no hay problema. No la buscaremos allí, las posibilidades de dar con ella son mínimas. Hasta temo tentar al Destino cruel y que el final de esta historia se resuelva con un romance con alguien de otro siglo o que ha muerto recientemente. No señor, estos casos se dan con mayor asiduidad de lo que uno cree y yo quiero una mujer de carne y hueso a la que pueda abrazar, no a un fantasma desorientado.

Su amigo lo miró arrugando el entrecejo, confundido. No siempre era fácil entender lo que el poeta quería expresar. El poeta hizo un gesto con las manos, restándole importancia al asunto y dijo:

–Vamos, tu tarea será encontrar una guía actual.

–Pero... –le preguntó su amigo–. ¿De dónde voy a sacar una guía actualizada?

–Usá tu imaginación.

Su amigo hizo una mueca.

–Está bien pero tené en cuenta que la última vez que chequeé aún no se habían inventado las guías telefónicas en el mundo de la fantasía porque todos se comunicaban a través de la telepatía...

El poeta lo ignoró. Riéndose solo, su amigo tomó la destartalada guía llena de polvo y la metió debajo su brazo. En la puerta vaciló y carraspeó con suavidad, temeroso de exponer su idea.

–¿Qué? –preguntó el poeta, impaciente.

–Bueno, esteeee... había pensado que...

–¡Vamos, vamos! –lo apremió–. Decilo de una vez que no tenemos toda la noche.

–Bueno, el tema es que hay una forma más fácil de encontrarla y que, seguro, tardará menos tiempo...

–¡Y recién ahora me lo decís! ¿Qué se te ocurrió?

–Bueno, pensé que... tal vez... ella podría figurar en Internet... ¿Viste? en una de ésas... De cualquier forma, sería más fácil encontrar su teléfono y hasta algunos detalles más sobre su vida.

La cara del poeta se enturbió y su amigo se arrepintió de haberlo sugerido.

–¡En Internet! ¿Buscarla en la web? ¿Pero te volviste loco? ¿Que voy a despreciarla de esa manera? ¿Que voy a utilizar la tecnología? ¿Qué será entonces de mi máquina de escribir? ¿De la inspiración? ¿De la poesía?

–Pero... es que tenés que reconocer que, a veces, sirve para algo el invento de la electricidad... – intentó hacerlo razonar.

–De acuerdo, utilicemos la tecnología entonces. Ese medio tan vulgar, tan prosaico... Terminemos de destruir el romanticismo de una vez por todas, que de por sí tampoco pareciera servirle de mucho a este siglo o a nuestros compatriotas.

Su amigo ignoró el tema y se apresuró a ponerse de acuerdo con el poeta, sabía que si no lo hacía la verborragia jamás tendría fin. Se marchó en cuanto pudo, con la promesa de volver con una guía actualizada.

No fue tarea fácil y le llevó bastante tiempo, como fuere, antes de que la noche terminase de estirar sus oscuros brazos azulados sobre el cielo, el amigo ya había vuelto con el recado cumplido.

Resultó ser que, a pesar de ser un apellido bastante peculiar, encontraron ocho personas que lo compartían. Ni lerdos ni perezosos, enredándose con los cables, llevaron el teléfono hasta la buhardilla.

El poeta estaba demasiado entusiasmado y nervioso como para llamar, así que fue su amigo el que tuvo el gusto de realizar las primeras dos llamadas, que resultaron infructuosas. Nadie vivía en aquellos domicilios que tuviese el nombre de Margarita, tampoco poseían ningún pariente con dicha característica.

Más tranquilo, sin dejar entrar a la derrota en su hogar, el poeta se animó a realizar el siguiente llamado. Se podría decir que, esta vez, la búsqueda había llegado a su fin, es decir, que había hallado a Margarita, pero esto no sería del todo exacto ya que la cascada voz que atendió el llamado le informó que Margarita había muerto hacía dos años.

El poeta se petrificó, incapaz de hallar una respuesta adecuada a semejante información. Pronto se recobró y preguntó cuántos años tenía la difunta al momento de difuntar. Le contestaron que ochenta y dos años hubiese cumplido el mes pasado. El poeta suspiró aliviado, le dio el pésame a su interlocutor y se despidió aclarándole que (por suerte para él, no para la muerta) se trataba de una equivocación.

Hasta tuvo la colosal osadía de alzar su cabeza hacia el infinito, como quien se prepara para dialogar con Dios, para exigirle a la escritora de esta historia que lo ayudase a encontrar a su mujer ideal. Pretendía que se crease, sólo para él, a una mujer que fuese a la vez original y real, que lo acompañase en el arte y hasta que viviese lo suficientemente cerca como para poder hallarla con relativa comodidad. No es nada fácil ser la narradora de esta historia.

Las siguientes tres llamadas también resultaron infructuosas: en una de ellas le informaron que los antiguos dueños se habían mudado hacía unos meses y que ya nadie vivía allí con ese apellido. En el siguiente lugar lo atendió una tonta operadora que pretendió sonsacarles la dirección de ellos mismos para enviarles a un grupo de expertos que garantizaban el total exterminio de los insectos y de sus magros ahorros, todo por el mismo precio. El tercer puesto lo ocupó una joven enfermera con ganas de matar el tiempo hablando, se extendió en la narración detallada de la terrible enfermedad de su paciente, con el cual convivía desde comienzos del año anterior ¿que si, por causalidad, el señor estaba emparentado con una mujer llamada Margarita? No, al menos que ella supiera. Y, por la manera en que se estaba explayando en los detalles de la vida ajena, era probable que muy pocas cosas se escapasen de su conocimiento...

En fin, sólo quedaban dos números telefónicos a los cuales llamar y el poeta, nervioso y preocupado una vez más, le pidió a su amigo que fuese él quién discase y pidiese la comunicación.

Ésta vez, atendió una mujer mayor que le informó que Margarita había salido y preguntó si quería dejar algún mensaje. El amigo le agradeció y se negó a dejar recado alguno, si bien, para salir de dudas y no volver a albergar falsas esperanzas, se arriesgó a preguntar si la dicha Margarita era una mujer joven y bonita.

La tía de Marga, porque era ella quien había atendido el teléfono, era una mujer por demás inteligente y respondió a esa pregunta con astucia:

–Dígame señor ¿cómo es que conoce el número de Margarita pero la desconoce a ella? ¿Esto es una broma?

El amigo hizo una mueca y miró al poeta aterrorizado. Sin saber qué responder, tartamudeó:

–Aguarde un momento, por favor.

Tapó el auricular con la mano y le explicó al poeta la peculiar situación. Entonces, el poeta tomó el tubo valientemente y dijo:

–Señora, disculpe la molestia por favor. Pero si allí vive la joven que presumo, no tardará en conocer el motivo de esta llamada, mucho menos en tener noticias mías. Espero conocerla de un momento a otro, hasta entonces, deberé despedirme pues hay un asunto que reclama con extrema urgencia mi atención. Le pido disculpas una vez más por tamaña brevedad, que pretende estar exenta de brusquedad, y me despido hasta muy pronto.

Y colgó el teléfono.

El amigo lo miró entre sorprendido y divertido a la vez. El poeta le sonrió, feliz. La habían encontrado.

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