el Diablo - VI

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el Diablo

VI

27 de Agosto de 2003

Incluso hoy, continúa siendo un misterio el origen de la bruma. Innumerables personajes científicos se han desmenuzado la cabeza (hasta el punto de la calvicie) preguntándose de dónde habría provenido. Algunos sostuvieron que había llegado flotando sobre el río para, luego, comenzar a reptar por las calles empedradas. Otros, que había surgido de la mismísima tierra y por eso carecía de fuerza para volar. Los más fantasiosos dijeron que había descendido en forma espiralada del cielo sobrecogedor, vacío de estrellas... alumbrado tan sólo por la fantasmagórico luz roja del planeta Marte apostado al Este, tan cercano a la Tierra como desde hacía casi sesenta mil años no lo hacía, ni lo volvería a hacer...

Lo cierto es que un manto de humedad luminosa cubrió la noche, moviéndose lentamente hasta expandir su dominio. Si hasta parecía que el extraño vapor tenía vida propia y por medio de sus tentáculos inconsistentes se estaba apoderando de la ciudad...

Contra esa llovizna ininterrumpida de minúsculos fragmentos de luz se recortó la impura mancha de una sombra de mujer caminando en silencio por los fríos adoquines que raspaban sus pies desnudos. Su blanco camisón largo no la protegía de la niebla resbaladiza que trepaba y bajaba por su cuerpo, enroscándose en sus tobillos y acariciando sus piernas.

Un extraordinario viento se agitó a su paso. Flotó por debajo de los brazos de la mujer hasta crear una pequeña nube sobre la cual la hechicera se subió. La sensación de volar, nueva para ella, le resultó embriagadora.

Su larga cabellera rojiza parecía tener vida propia y se balanceaba al compás de los movimientos de su cuerpo, ondulando seductora como si fuese un animal hipnotizando a su presa para guiarlo a una trampa mortal. Cada mechón zigzagueaba independiente de los demás, de tal manera que las serpientes de Medusa se hubiesen sentido de piedra por la envidia en comparación con estas lenguas de fuego.

Aquella parte de su alma que le otorgaba identidad y voluntad propias parecía hallarse ausente. Si alguien la hubiese detenido para preguntarle quién era y qué era lo que estaba haciendo allí no hubiese sabido qué responder o, tal vez, el interlocutor imaginario no hubiese entendido el idioma con el cual ella le habría contestado. Era una mera espectadora de los acontecimientos. Quizás, una parte de su ser que hasta ese entonces había permanecido latente había, repentinamente, despertado y tomado el control sobre su cuerpo.

No se resistía, se dejaba llevar flotando, obedeciendo a una orden que no había necesitado palabras.

Su intangible transporte se detuvo frente al portón cerrado del cementerio. Un cartel adornaba la parte superior de las rejas, decía: "Por mí se va a la ciudad doliente, por mí se va al eterno dolor, por mí se va con la perdida gente [...] Dejad toda esperanza los que entráis". Figuras intrincadas representaban a un león, una pantera y una loba, que trepaban en muda súplica al cielo. Con un chirrido mecánico las puertas se abrieron para ella, la nube flotó dentro de la guarida del descanso eterno y, con el mismo ruido áspero, las compuertas volvieron a cerrarse a su espalda.

Bajó de la nube y prosiguió su camino a pie. Podía ver cómo los espectros celestes se levantaban de su lecho impuesto y proseguían con su vida social ininterrumpida. Los que pasaban a su lado le hacían reverencias para saludarla, a los que ella contestaba con un leve asentimiento de cabeza, conocedora del honor que se le estaba dispensando.

El fantasma azul de lo que una vez fuera un hombre se acercó a ella, que detuvo su camino. El espíritu se sacó el sombrero con forma de hongo en una profunda reverencia y luego le dijo:

el Poeta, el Diablo y MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora