Caminantes Galkir I. El llant...

By BaqueIncandenza

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"Lo que más me ha gustado es lo logrados que están los personajes. La personalidad de cada uno está perfectam... More

Agradecimientos
II. Bosque Thaeras
III. El cumpleaños de Ealem
IV. Gar'ohn
V. La llegada de Pentra
VI. El paladín Serkyan
VII. Hordas vampíricas
VIII. Sangre usurpadora
IX. La voluntad de Daithora
X. Reino y justicia
XI. Nhor
XII. El señor del destino
XIII. S.G.
XIV. Sandeces y preocupaciones
XV. Cena frugal
XVI. Por un maldito fauno
XVII. Hermanos
XVIII. Esperanzas y oportunidades
XIX. Doldoria
XX. Traidora
XXI. Descubrir la verdad
XXII. Flácido muchacho carente de presencia
Epílogo
Dramatis personae
Bestiario de Isla Nordein
Magia en Isla Nordein

I. Los hijos de la venganza

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By BaqueIncandenza


Año 467 de Isla Nordein

El melodioso sonido de espadas siendo desenvainadas, cuerpos cayendo al suelo y gritos de terror arrancó estrepitosamente a Trenkar de los brazos del sueño.

—¿Qué ocurre? —inquirió con voz grave.

En el pecho de Lord Trenkar Dantia IV, rey de Isla Nordein, latía uno de los corazones más fuertes jamás vistos, lo que le confería un carácter orgulloso e impulsivo que había arrastrado a todos sus vasallos hasta aquel lugar con el único objetivo de satisfacer sus propios intereses. Al igual que en todas las campañas que había organizado, su carisma, sus enaltecedoras palabras y sus exorbitantes promesas de gloria y reconocimiento le habían sido de gran utilidad. En aquel momento se encontraban en el campamento amurallado que con cierta dificultad habían logrado levantar en Crof Jhar, zona calurosa, montañosa y repleta de cambios de relieve. Las duras condiciones de vida que aquel territorio presentaba hacían que resultase difícil de creer la existencia de una civilización allí establecida: únicamente vivían unos pocos pueblos nómadas, agrestes y de primitivos comportamientos que jamás habían supuesto un problema. No obstante, el sonido de la batalla sugería que alguno de ellos había cometido la insensatez de alzar las armas contra el ejército del rey. Tales noticias no desagradaban a Trenkar, un rey conocido por solucionar con guerras todos sus problemas. Para él, despertar y verse sumido en caos y la destrucción era una experiencia verdaderamente placentera, a raíz de la cuál su corazón aceleró el bombeo de la sangre, presa de una indomable excitación. Si había algo que realmente diese sentido a la vida de aquel controvertido rey, era la guerra, la batalla en todo su esplendor, pues le daba la oportunidad de mostrar su valía como combatiente.

Físicamente el rey era un hombre de edad cercana a la treintena, de cabello rubio y corto, ojos celestes y figura esbelta a la par de frágil en apariencia. Sus enemigos más prudentes sabían bien, no obstante, que no debía ser subestimado por ello a la hora de la batalla. Todos los que se atrevían a hacerlo alguna vez acababan pagándolo con su vida, pues él era un guerrero arcano, un verdadero maestro en el combate cuerpo a cuerpo. Los pertenecientes a esta profesión se adiestraban en el manejo de hechizos que aumentaban temporalmente tanto la condición física como la musculatura, convirtiéndose en letales rivales cuya destreza estaba por encima de la de los seres humanos corrientes.

Al ver que nadie respondía a su anterior pregunta, se colocó la armadura y agarró su mandoble, tras lo cual se dispuso a salir de su tienda de campaña para intervenir en el combate. Se detuvo, sin embargo, al ver entrar a una jadeante muchacha con brusquedad. Había sido herida, al parecer, en varios puntos del cuerpo. Trenkar la reconoció al instante: se trataba de Krelean Thaeras, una joven Keew que llevaba varios años sirviéndole como su pupila. Al igual que la mayoría de los Keew, Krelean era alta, pálida y de constitución atlética. En numerosas ocasiones había mostrado su destreza en el combate cuerpo a cuerpo, pues su habilidad con la espada era encomiable. Con todo, en ese momento se encontraba abatida, algo difícil de concebir teniendo en cuenta que supuestamente los únicos enemigos con los que se podrían haber encontrado en aquel lugar eran aquellos nómadas torpes.

—¡Lord Trenkar! —exclamó, con un atisbo de preocupación en su voz.

—¿Se puede saber que ocurre, Krelean? —preguntó Trenkar, con tono severo—. ¿Cómo es posible que vosotros, mis soldados, que salisteis victoriosos de todas las batallas de la Rebelión de Zyman, seáis incapaces de contener el improvisado ataque de unos bárbaros nativos?

—¿Bárbaros, mi señor? ¡Somos el ejército de Reino Dantia, y un enemigo como ese jamás nos ocasionaría tantos problemas!

—¡No te entiendo! ¿Qué es lo que ocurre, entonces? ¡Especifica!

Antes de continuar hablando, Krelean se detuvo para vomitar sangre, tras lo cual prosiguió con cierta dificultad.

—¡Puede que no me deis crédito, pero nos estamos batiendo contra un ejército de criaturas horribles!

Trenkar parpadeó, extrañado. ¿Estaba Krelean alucinando o se encontraban ante los adversarios más poderosos con los que habían tenido ocasión de batirse? El rey nunca se había planteado antes la posibilidad de morir en batalla, pero al hacerlo descubrió que resultaba más excitante que aterradora. En ese momento recordó un suceso ocurrido días atrás...

—¡Mis leales soldados! Nos estamos adentrando en Crof Jhar, el territorio que mis antepasados jamás se atrevieron a pisar, el último rincón de Isla Nordein que queda sin incorporar a Reino Dantia. ¡No debéis tener miedo! Hemos salido victoriosos de todas nuestras batallas, y nada ni nadie podrá detenernos.

Lord Trenkar hablaba con pasión, cabalgando al frente de sus tropas. Había llevado con él sólo a una pequeña parte de su ejército, aproximadamente doscientos hombres. En la corte se rumoreaba que el motivo de la expedición se debía a que el rey quería limpiar el nombre de su dinastía, la cual era tachada de cobarde por el pueblo llano por no querer adentrarse en Crof Jhar. No obstante, para Trenkar el honor de la familia era algo sobrevalorado a la paz de inútil, pues no concebía la existencia de un honor más allá del logrado en el campo de batalla. Durante sus tres décadas de vida había tenido ocasión de participar en varias guerras, sofocando ciertos focos de rebelión en determinados condados. Tales combates le habían resultado excitantes, pero demasiado fáciles. Necesitaba retos mayores y, aunque desconocía su veracidad, las leyendas negras que circulaban en torno a Crof Jhar le resultaban ciertamente atractivas.

—Decís que no debemos tener miedo —dijo un soldado de entre sus filas, algo asustado—, pero no sería prudente descartar la existencia de los monstruos de los que las leyendas hablan.

—Siendo realista, no puedo atestiguar la existencia de tales monstruos. Dudo seriamente de la misma, pero como bien decís hay posibilidades de que sean reales. Tales posibilidades no pueden ser ignoradas, pero tampoco debéis asustaros de ellas. Es, de hecho, el riesgo a toparnos con monstruos lo que me ha obligado a traeros hasta aquí. Un rival digno siempre será bienvenido —respondió el rey, imperturbable.

—No puedo negarlo, mi señor. No obstante, sólo somos dos centenas. En estas condiciones, puede que el adversario digno del que nos habláis nos aplaste sin contemplaciones, sin tener nosotros una sola oportunidad.

—Quizá. El riesgo es elevado, cierto, pero eso mismo hace que el entusiasmo inunde mi corazón. ¿Os asusta la sombra de la muerte, mis leales súbditos? No debería. A mí me resulta especialmente seductora, pues sólo sintiendo la muerte cerca podemos sentirnos realmente vivos. La guerra, cuanto más arriesgada sea, más aumenta nuestro deseo de vivir.

Todos callaron ante las palabras del rey. Vista la seguridad del monarca, tanto daba que los monstruos fueran reales o no: Trenkar parecía tenerlo todo bajo control.

Trenkar volvió a la realidad al ver a Krelean sufrir un nuevo espasmo.

—Puedo asimilar que los rumores sean ciertos, y me alegra saberlo, pero me resulta inconcebible el hecho de que mi mejor espadachín haya caído en batalla.

—El enemigo está arrasando con nuestras tropas, mi señor. No he podido hacer nada al respecto.

—¿Hablas en serio, Krelean? Vosotros, mis soldados, no sois guerreros normales, sino los seres más poderosos que Isla Nordein jamás vio. Vuestra sed de gloria no puede ser detenida por monstruo alguno.

—Vedlo con vuestros propios ojos, pues —masculló la joven Keew, haciendo un gran esfuerzo.

Tras esto, Krelean descorrió la cortina de la tienda, armándose de valor, y Trenkar pudo ver con claridad la situación de los soldados en aquel momento. Le resultó difícil de asimilar, ya que habían levantado una muralla alrededor del campamento y habían cavado una fosa para entorpecer los posibles ataques enemigos, pero la muralla había caído y ninguno de sus esfuerzos había logrado evitarlo. Los soldados salían continuamente de sus tiendas de campaña, disparando al enemigo con arcos e intentando defenderse con sus espadas. En lo alto de la montaña situada tras el campamento se encontraba un humanoide de macabra apariencia, dos cabezas más alto que un soldado del rey, cuyo pecho era el único rasgo puramente humano que poseía, ya que sus brazos estaban cubiertos de pelo marrón y acabados en dos grandes y poderosas garras. Su rostro, por otro lado, también le distanciaba de la especie de Trenkar: de su cabeza emergían dos cuernos enormes y retorcidos, siendo sus orejas puntiagudas y caídas. La longitud de sus desordenados cabellos era, además, excesiva para lo habitual en un ser humano, al igual que la de su desmesurada barba. Con todo, lo más llamativo de su figura eran sus piernas, musculosas, cubiertas de pelo y acabadas en pezuña. Una figura tan imponente acaparó por completo la atención del rey, quien antes de detenerse a observar con detenimiento el panorama, sintió que un recuerdo de su más tierna infancia invadía sus pensamientos.

—Cuenta la vieja leyenda que, muy lejos de aquí, fuera de Reino Dantia, en las misteriosas tierras de Crof Jhar... —comenzó a narrar su aya.

—¡Crof Jhar! —exclamó Trenkar, quien tan sólo era un niño de ocho años en aquel entonces— ¿La tierra que mis antepasados nunca se atrevieron a conquistar?

—Sí... pero tus antepasados tenían un buen motivo. En fin, déjame continuar. Cuentan las historias que la tierra de Crof Jhar está habitada por unas extrañas criaturas de garras, cuernos y patas de cabra. Se dice que estos seres son muy poderosos, el triple que una persona normal, más incluso que los musculosos tritones. No hay nada que no sean capaces de arrasar, pues entre ellos también hay poderosos brujos capaces de generar enfermedades y de resucitar a los muertos...

El objetivo del aya al relatar tal historia era asustar al pequeño, ya que Trenkar era un muchacho díscolo y curioso al que nada parecía asustarle. No obstante, en lugar de congoja el niño comenzó a dar pequeños saltos, entusiasmados.

—¡Cuando sea rey, yo mataré a todos esos monstruos y me recordarán como el rey más poderoso!

—Eso no puede ser, Trenkar. En esta vida nuestros actos tienen unos límites.

—¡No los míos, ya lo veréis todos! Por cierto, ¿cómo dices que se llaman esas criaturas?

-—Faunos, si mal no recuerdo.

—Faunos...

Las cabezas de sus soldados rodando por los suelos acabaron con la ensoñación del rey. Pudo comprobar éste que el de la cima de la montaña no era el único fauno: otro centenar de estas criaturas descendía pendiente abajo, lanzando guturales aullidos, sirviéndose de sus garras, cuernos y pezuñas para arrasar con todo lo que veían. Habían saltado la fosa y derribado los muros del campamento con toscos arietes, y ni las flechas ni las espadas parecían poder herirlos. Los faunos no portaban armas: tan solo unos pocos llevaban báculos y similares catalizadores mágicos, así como algunos estandartes improvisados. Estos últimos lucían un símbolo que llamó especialmente la atención de Lord Trenkar.

—Esa marca me resulta familiar...

—Me resulta curioso, mi señor Trenkar, que sintáis tanto aprecio por el emblema de vuestra dinastía —dijo Kiyus—. Según vos, los símbolos y las banderas carecen de importancia.

Kiyus era un joven piromante Keew al servicio del reino en quien Trenkar confiaba como si fuese su hermano. Era un aliado formidable en las batallas, pero fuera de estas su comportamiento resultaba un tanto irónico.

—Dices eso tú, un Keew que se ha criado en un bosque y está poco familiarizado con la nuestra cultura. El emblema de mi familia, la estrella de cinco puntas, no significa nada para mí, pero sí para el pueblo. Ha representado para las gentes de Reino Dantia seguridad y protección desde tiempos inmemoriales, y créeme cuando te digo que un soldado pelea diez veces mejor sintiéndose seguro. Los estandartes influyen en la resolución de las batallas, amigo mío.

—Pero, mi señor, ¡no es más que una estrella! ¿Qué relación guarda con la seguridad y la protección?

Aquella fue una de las pocas ocasiones en las que Trenkar se sintió incapaz de encontrar una respuesta para su díscolo subalterno.

El símbolo que veía una y otra vez en los estandartes de los faunos el emblema de su familia, la estrella de cinco puntos, pero invertido. Ahora todo estaba claro: la estrella de los Dandatrya era un mero símbolo, un elemento perteneciente únicamente a la heráldica; no obstante, si esta se invertía, todo cambiaba, pues las dos puntas superiores representaban los cuernos; las de los lados, las orejas puntiagudas; y la de abajo, la barba. El referente del símbolo invertido de la familia Dantia era la cabeza de un fauno.

—Ignoro si se trata de una realidad o de una simple leyenda, pero tras la fundación de Reino Dantia, el rey Ériketh y su Consejero Real, el Sabio de Plata, tuvieron que enfrentarse a una terrible amenaza: una serie de bestias terribles, aberraciones de la naturaleza, tales como los faunos, mitad humanos mitad cabras...—recitó con monotonía su aburrido maestro, a cuyas clases asistía a regañadientes debido a estrictas órdenes de su padre.

—Tuvo que ser muy emocionante vivir en esa época —comentó Trenkar, con aire soñador.

—Créeme, deberías agradecer haber nacido en un momento tan próspero.

El símbolo de su familia era la estrella de los faunos invertida, y no al revés. Representaba oposición a los faunos, odio y protección contra ellos.

Otro grupo de estas criaturas algo más reducido comenzó a subir por el lado izquierdo de la montaña. Acto seguido alzaron las manos al cielo y se pusieron a recitar unas extrañas palabras, con voces espectrales y guturales, en una lengua que Trenkar llevaba años sin escuchar, pero que reconoció al instante. Tras aquel griterío aparentemente sin sentido, una luz trémula brotó de sus manos y fue a parar hacia los cadáveres del ejército del rey. No era la primera vez que veía una cosa así. Sus pensamientos volaron hacia los sucesos que tuvieron lugar durante la Rebelión de Zyman...

—¡Padre! ¡Padre! ¡La victoria ya es cobrada! —clamaba un joven Trenkar, de diecisiete años, engalanado con una ornamentada armadura.

—¡No podía ser de otra manera! Eran muy numerosos, pero su estrategia dejaba mucho que desear. ¡No hay ejército más estúpido en este mundo que el que se atreve a enfrentarse a las filas de Reino Dantia! —respondió su padre, el rey Dunzain Dantia, un hombre orgulloso y fornido.

—¡Lo sé, padre! ¡Hoy, por primera vez en mi vida, he descubierto el placer de la guerra! ¿Te has fijado en sus soldados? ¡Eran cadáveres! ¡Algunos, esqueletos, que se levantaban y caminaban!

—Ya lo sé. Nuestro adversario era el conde Zyman Olmnera, experto en nigromancia, el arte de revivir a los muertos. Lleno de orgullo por esto, se creyó en posesión de un poder inigualable, por lo que cometió la necedad de llevar al condado sobre la que gobernaba, Delnar, a una guerra contra el resto del reino. No obstante ha fracasado, pues como has podido comprobar, su estrategia era pésima.

—¿Ese poder, pues, en manos de un hábil estratega habría de ser tenido en cuenta?

—Tal vez, pero te recuerdo que somos Dantia y nuestro ejército es el más poderoso de Isla Nordein. Siempre saldremos victoriosos de todas las batallas, Trenkar. Que no te quepa duda de ello.

No cuestionar la victoria antes de comenzar cada combate suprimía el riesgo, y la supresión del riesgo conducía a la rutina. Trenkar odiaba la rutina, por lo que, cuando descubrió que sus enemigos podían revivir a sus soldados e incorporarlos a sus filas, sonrió. Por tanto, una vez completado el conjuro ocurrió lo inevitable: los soldados del reino que habían caído se levantaban, mas no podía afirmarse que volviesen a la vida. Se incorporaban a la batalla a pesar de faltarles brazos, piernas o tener desfigurada la cara. Sus ojos eran blancos, envueltos en un haz trémulo carente de vida. Ya no eran humanos, sino zombis movidos únicamente por la voluntad del nigromante. Trenkar supo que, a pesar de sus tabardos con el emblema de su dinastía, jamás volverían a obedecer sus órdenes. Los zombis carecían de consciencia. No eran más que máquinas, utensilios, marionetas movidas por los faunos mediante los hilos de la nigromancia. Comprobó el rey de esta forma que su inicial desventaja aumentaba, al disminuir sus propias filas en favor de las huestes enemigas. Trenkar, no obstante, no sintió miedo, pero los soldados que quedaban con vida comenzaron a amedrentarse, adquiriendo una actitud más defensiva que ofensiva.

En ese momento los recuerdos que asaltaron la mente del rey no pertenecían ni a su infancia ni a su juventud, sino al día anterior.

—¿Qué cuestión es lo suficientemente importante como para poder hacerme perder el tiempo? —bufó Trenkar.

Velfor entró en la tienda de Lord Trenkar con una visible tristeza en su mirada. Él poseía el título de Consejero Real, condecoración existente desde que le fue otorgada al Sabio de Plata durante la época Ériketh Dantia, en el amanecer del reino. Sus obligaciones consistían en servirse de su supuesta sabiduría y aconsejar al rey a la hora de tomar decisiones. No obstante, cuando el monarca era excesivamente tozudo, tal cargo resultaba inútil

—Vengo a dialogar acerca de la expedición en la que nos encontramos, mi señor.

—¿Acaso hay algo que tratar al respecto? Está todo bajo control.

—No se trata de eso, Lord Trenkar. En mi humilde opinión, creo que vuestro plan tiene un ligero fallo...

—¡Yo nunca cometo fallos, Velfor! Soy siempre consciente de las consecuencias de todas mis decisiones, y la expedición no será una excepción.

—Siempre hay una primera vez para todo, mi señor. Lo cierto es que la expedición está formada por un número de soldados muy reducido, en comparación con las otras ocasiones.

—¿Y acaso hacen falta más? Esto es una expedición, no la guerra.

Velfor desvió la mirada, incomodo. Había visto crecer y educarse a Trenkar desde que sólo era un príncipe, y de todos los valores que había tratado de enseñarle, jamás le había logrado inculcar la prudencia.

—Desconozco su número, pero son adversarios a tener en cuenta, ya lo creo...

—¿Adversarios a tener en cuenta? Ojalá, Velfor. Mi mayor sueño siempre ha sido enfrentarme a un adversario a tener en cuenta.

—¿Aún a pesar de poner en riesgo vuestra vida?

—Para poner en riesgo mi vida, de hecho —replicó Trenkar, sonriente.

—Jamás podré comprender vuestra obstinación por bailar con la muerte. No soy quien, no obstante, para interponerme en los deseos de un rey. Sin embargo, ¿no sois conscientes de que al llevar a cabo actos tan temerarios no sólo arriesgáis vuestra vida, sino también las de aquellos que os siguen?

Trenkar suspiró, aburrido.

—Velfor, una de las cosas que más detesto en esta vida es el cargo político al cual estuve destinado nada más nacer. La figura del rey me parece patética, absurda e innecesaria. Las actividades de corte me parecen inútiles, tediosas y desagradables. Ser monarca es una carga difícil de soportar. En numerosas ocasiones me he planteado si realmente hay algo que me obligue a hacerlo. No obstante, hay un motivo, solamente un motivo, por el cual llevar una corona sobre mi cabeza puede llegar a parecerme atractivo. Los hombres corrientes se postran ante los reyes, y el general sólo adquiere absoluta libertad en el campo de batalla cuando tiene control absoluto sobre las vidas de sus guerreros. Ellos no son más que prolongaciones de mi voluntad, instrumentos a ser utilizados. Mi derecho es hacer lo que desee de ellos. Nada me impide enviarlos a una muerte segura si así lo deseo. Tal situación puede parecerte injusta, pero no debes hacerme responsable de ello. Se estableció hace siglos que la voluntad del monarca debía ser acatada por todos. Teniendo la suerte de haber nacido con una corona sobre mi cabeza, sería una necedad no aprovechar las oportunidades que esto me brinda. Soy consciente de tu sabiduría, Velfor. Hablarías con criterio al decir que mis actos no son sino una sucesión de las más horribles atrocidades. No obstante, vivimos en un mundo en el que, si una persona de baja cuna comete atrocidades es llamada criminal, pero de cometerlas un rey es llamado héroe. El ser humano necesita de las atrocidades para poder vivir. Mi mayor pecado ha sido ser afortunado. Sólo te pido que no me juzgues por ello.

—¿Lord Trenkar, qué podemos hacer?

El desesperado grito de Krelean Thaeras devolvió al confuso rey a la realidad, haciéndole ver que había perdido a más de la mitad de los miembros expedición. Tan solo resistía una veintena, pues el resto o bien yacían en el suelo muertos o bien habían muerto y caminaban al servicio del enemigo. Tales visiones resultaron ciertamente oníricas a ojos de Lord Trenkar, un rey que jamás creyó que podría encontrarse ante un espectáculo tan bello. Krelean, en cambio, deseaba estar en una pesadilla de la que poder despertar. Trenkar lo sabía, pero no le importó.

El rey había nacido en una época turbulenta, llena de rebeliones y descontentos con la monarquía. Con tan solo diecisiete años había peleado en una de las expediciones de su padre, hecho que marcó profundamente su juventud, haciéndole amar la guerra, la sangre y la batalla. Siete años más adelante, su progenitor falleció víctima de una terrible enfermedad, lo cual le permitió ser coronado a una edad tan temprana. De esta forma, Trenkar pasó a reinar sobre una isla que rebosaba inestabilidad política, donde abundaban las rebeliones, los pronunciamientos y los levantamientos contra la monarquía. No obstante, las negociaciones, reuniones y acuerdos formales siempre le habían resultado aburridos y rutinarios para una persona como él, gran amante de las emociones fuertes. Por ello, dio la espalda a la diplomacia y optó por una vía mucho más sanguinaria, iniciando guerras por insignificante que fuese el casus belli y arrasando con violencia y brutalidad focos de rebelión que podrían haberse calmado mediante la vía del parlamento. No importaba que murieran personas inocentes, ya que cualquier alternativa era mejor que la insoportable rutina. En ningún momento se planteó las implicaciones morales que pudiesen tener sus acciones, ¿para qué? Él era el rey, y estaba por encima del bien y del mal. El honor, la dinastía, las riquezas y el poder le traían absolutamente sin cuidado. Tal y como le había dicho a Velfor, si su cargo político le permitía desatar todas las guerras que quisiera y participar en ellas, haría uso de él. Nunca regalaba los pensamientos a la derrota y el fracaso: él era un luchador implacable, un guerrero arcano muy poderoso, y sus tropas eran numerosas e invencibles. Siempre viajaba al frente de vastos ejércitos, salvo cuando el objetivo era aparentemente sencillo, como conquistar Crof Jhar.

Jamás fue plenamente consciente de lo que podía llegar a suceder en Crof Jhar. Por primera vez en su vida supo que la batalla estaba perdida. Supo que la muerte se cernía sobre él. Sonrió. Tal idea le resultaba muy atractiva.

Cientos de faunos masacraban sin piedad a sus tropas. Él sería el siguiente. Nunca antes se había sentido tan vivo.

El fauno que se encontraba sobre la cima de la montaña le señaló, sonriendo con malicia.

—¡Necios humanos! —bramó, con voz ronca— ¡Ellos vinieron de más allá del mar! ¡Ellos arrasaron nuestros hogares y dieron muerte a nuestras familias! ¡Ellos nos desterraron, nos obligaron a vivir en el abismo! ¡Hoy pagarán por ello! ¡Hoy en Isla Nordein se hará justicia! ¡Somos los Hijos de la Venganza y no descansaremos hasta recuperar lo que un día fue nuestro! ¡El poder de Kraezoria nos ampara! ¡Nada puede detenernos! ¡Matadlos! ¡Matadlos a todos!

—¡Mi señor, por favor, indicadnos qué debemos hacer! —gritó Krelean, desesperada— ¡Fuisteis vos quien agitó nuestros corazones y nos conmovió para seguiros a Crof Jhar, para que lo conquistásemos todo! ¡Nos dijisteis que, al margen de la existencia de los monstruos, todo saldría bien! ¡Ahora haced algo, os lo ruego, antes de que todos encontremos la muerte!

La risa de Trenkar fue pura, inocente, como si de un niño se tratase. Su rostro reflejaba radiante alegría. Como llevado por un hechizo, extendió los brazos, respiró con lentitud y comenzó a caminar hacia la furibunda horda de faunos.

—No puedo hacer nada por vosotros, Krelean. No podemos ganar. Huid si así lo deseáis. Quizá os logréis salvar.

—¡Eras consciente del riesgo al que nos exponías! —escupió Krelean, desolada, presa del pánico— ¡Eras consciente de que podíamos morir, pero nos prometiste la victoria! ¡Yo creía en ti, Trenkar! ¡Todos creíamos en ti!

—Nunca negué mi amor por el riesgo, Krelean.

—¡Te odio! ¡Te odio, Trenkar! ¡Vamos a morir todos porque no sabes valorar la vida!

—Querida mía, si he actuado de tal modo ha sido precisamente por amor a la vida. Jamás me había sentido tan vivo. ¿Por qué habría de importarme vuestro destino? Siempre he luchado para ser feliz, Krelean. La felicidad no puede alcanzarse sin escalar sobre los demás. En este momento soy feliz. No pido más.

Los soldados que permanecían vivos no llegaban a la decena. Todos ellos eran conscientes de que su amado rey había perdido el juicio. Desesperados, volvieron la cabeza hacia Krelean. Ella aún podía usar la razón. Ella quizá podría encontrar una solución.

La solución que Krelean propuso no fue más allá de lo previsible e inevitable.

—¡Corred!

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