Epílogo

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Zyman Olmera descansaba en una de las más amplias habitaciones de la casa de curación de Nhor. Arropado en una cama adoselada, asomaba su pequeña cabeza por encima de las sábanas, contemplando a su nuevo e inesperado visitante.

—Ya han acabado las batallas. ¿Para qué necesitáis mi consejo una vez más? ¿O acaso venís a reprocharme de nuevo mi reciente inutilidad? Un ser humano no elige cuando quedarse tullido. ¿Acaso os agradaría que os importunaran incesablemente habiendo perdido vuestras piernas y uno de vuestros brazos? Sabed bien que no me resulta divertido asimilar que jamás podré realizar un solo conjuro, por lo que rogaría que dejarais vuestros requerimientos a un lado, y, a ser posible, para siempre.

Pentra Thaeras avanzó haciendo caso omiso de las súplicas del conde de Nhor, tomando asiento frente a su cama. No pudo evitar reparar en la pequeña puerta negra de madera que se situaba al fondo de la habitación: se decía que en aquella estancia el nigromante guardaba sus más macabros experimentos, de los cuales no había podido desprenderse al desplazarse hasta Nhor a causa de la guerra.

—Lord Zyman, no soy ningún heraldo buscando explicaciones. No he venido a regañarte por haberte quedado tullido.

Al escuchar tales palabras Lord Zyman advirtió que su visitante no debía superar los trece años, lo cual le sorprendió enormemente. ¿Qué podía desear un niño del otrora temible y poderoso conde de Delnar? Lo ignoraba, pero había algo en aquel muchacho que le resultaba familiar.

—¿Nos hemos visto antes? ¿Quién eres?

—Sí, nos hemos visto, pero ha pasado mucho tiempo desde entonces. Puede que ya no te acuerdes, pero yo no lo he olvidado. Mi nombre es Pentra.

—Pentra Dayder —respondió, palideciendo al instante. Tal apellido únicamente le causaba escalofríos. No obstante, en aquel instante recordó que Pentra también era el nombre de Pentra Thaeras, un joven héroe Keew—. No, no. Eres Pentra Thaeras, ¿verdad?

—Llámame como quieras. Los dos son mi apellido, ya que tanto Benthor como Varz son mis padres.

Sin poder evitarlo, el conde de Delnar se llevó las manos al rostro en acto de desesperación. Pentra Dayder. Aquel pequeño niño cuyos padres habían muerto en un experimento macabro, no sin antes haberle contagiado aquella horrible enfermedad. Desesperado, el muchacho había salido a la calle en busca de ayuda, sin un lugar al que ir. Zyman no había tenido otra opción que desterrarlo de su ciudad y de su condado, un acto cruel y despiadado, pero de no haber actuado así se hubiera arriesgaba a que Pentra infectara al resto de los habitantes del Delnar, lo cual no podía ser consentido. Tras tan trágicos sucesos no había vuelto a oír hablar de aquel niño, aunque ciertos rumores apuntaban a que, tras varios días de agonía y vagabundeo, Pentra había llegado a Bosque Thaeras, donde los druidas Keew habían logrado acabar con su enfermedad. Zyman, no obstante, nunca había dado crédito a tales leyendas, ya que le horrorizaba la idea de reencontrarse algún día con un crecido y furioso Pentra Dayder exigiéndole explicaciones de aquel brusco e injusto exilio.

En aquel instante sus pesadillas habían emergido a la realidad, y por si esto fuera poco habían elegido un momento ciertamente oportuno: si haberse quedado tullido no le atormentaba lo suficiente, aquel fantasma del pasado se encargaría de acabar con la su estabilidad mental.

—Está bien. Sé que me odias. No puedo obligarte a lo contrario, pero no tuve otra opción, ¿sabes?

—No te odio, lord Zyman.

—¡Mientes! ¿Qué otro asunto te traería hasta mí, aún tullido e incapacitado?

—He venido en busca de respuestas. Desde muy pequeño ha habido cosas en mi vida que no me han quedado muy claras, cosas que nadie me ha podido explicar. Pero creo que tú sí.

Caminantes Galkir I. El llanto del fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora