Clarissa miró al joven. Desde hacía unos días, no dejaba de pensar en él. ¿Cómo era posible que ella, Clarissa Hooligan, la hija del terrateniente más poderoso de todos, sintiese algo por un simple esclavo?
―Ven aquí y cepilla a mi caballo ―le ordenó Clarissa.
El joven se acercó y con la mirada baja comenzó a cepillar al corcel.
Clarissa continuó mirándole. Se preguntó desconcertada por qué sentía tantas ganas de estar con él. Pero había algo de lo que estaba segura: su interés por el joven nació el día que su padre le mandó azotar por algún motivo que ella desconocía.
Pero lo que a Clarissa le asombró fue, que mientras el esclavo era azotado, este la miró a ella, y aquello hizo que le azotaran aún más.
A Clarissa le pareció algo inédito. Ella siempre obedecía a su padre, pero este joven, además de hacer algo que ofendió al terrateniente, se atrevió a mirarla desafiándolos a todos. ¿Por qué lo hizo? ¿Cómo podía ser tan osado?
Estas preguntas venían una y otra vez a su cabeza y la inquietaban tanto, que apenas podía dormir. Y no podía dejar de observar a aquel esclavo cada día, a lo lejos, mientras trabajaba en el campo, y ahora, cerca, muy cerca, en el establo.
El joven, parecía sumiso y diligente. Clarissa quería respuestas y sin más rodeos le preguntó:
―Dime, ¿Por qué te azotó mi padre?
El joven se detuvo un momento, la miró fugazmente, le temblaron los labios, pero enseguida bajó la mirada y continuó cepillando al caballo sin pronunciar palabra.
―¡Responde! ―exigió Clarissa furiosa.
Al esclavo se le cayó el cepillo de las manos. Se quedó inmóvil, con la mirada baja.
―Porque insulté a alguien ―musitó.
Clarissa se aproximó a él unos pocos pasos.
―¿A quién?
Entonces el joven miró fijamente a los ojos a Clarissa y le respondió:
―Al imbécil con el que usted va a casarse.
Clarissa retrocedió un paso abriendo la boca sorprendida.
―¿Cómo te atreves? ¡Serás descarado!
Entonces vio una lágrima rodar por el rostro del esclavo y este salió corriendo de allí, aunque en la huida se le cayó algo del bolsillo del pantalón.
Clarissa se acuclilló y vio que se trataba de una pequeña bolsita de cuero. La abrió y allí encontró los restos de una margarita seca.
Cogió un pequeño pétalo amarillo. Entonces, recordó el día en que siendo ella una niña, un esclavo que también era un niño, entró a hurtadillas en su habitación y le regaló una margarita amarilla recién cortada. Entonces el niño le dijo algo, una palabra, que Clarissa no lograba recordar. Hizo un esfuerzo, buscó en su cabeza como si la vida le fuera en ello y entonces sus labios trémulos susurraron: «Baako». Sí, ahora lo recordaba perfectamente, aquel niño le dijo su nombre, aquel esclavo se llamaba Baako.
Pero otro recuerdo, retorció de dolor el corazón de Clarissa: ella cogió la margarita, la arrojó al suelo y la pisoteó riéndose del niño con desprecio. El pequeño, recogió los pedazos marchitos llorando y se marchó.
Ya casi lo había olvidado, hacía tantos años de aquello...Pero, ¿entonces, ese esclavo era Bakoo? ¿Él aún se acordaba? «Por Dios solo éramos unos niños», se dijo a sí misma, tratando de recobrar la calma.
Clarissa contempló el pétalo seco de la margarita. Pensó con tristeza en el hombre con el que quería casarla su padre. Ni él la amaba a ella ni ella le amaba a él. Y sí, era un auténtico imbécil.
«Baako, Baako, lo siento mucho», susurró Clarissa besando entre lágrimas el pequeño pétalo amarillo. Y una rebeldía, una osadía hasta entonces desconocida para ella brotó de su ardiente pecho.