Antología: Criaturas de la no...

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Las Estrellas en Español se reúnen nuevamente en "Criaturas de la noche". Un conjunto de relatos alternativos... 更多

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Luna de medianoche
La cacería del rey
La metamorfosis de Tammy
Monstruo
El corazón de la naga

Reflejo en deuda

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Por: cjoavg

La luz de la luna proyectaba una sombra bestial y peluda hacia la pared de la casa embrujada. Era una criatura horrible y estaba en dos patas, con su hocico torcido hacia arriba; casi parecía divisar más allá del segundo piso y del techo en un gesto de ambición desmedida, cuando, en realidad, sus pensamientos estaban totalmente empapados en la sensación viscosa de la ansiedad y el terror absoluto.

Tenía una deuda pendiente, y si no hallaba rápidamente a alguien para robarle un momento de pánico que fuera lo suficientemente atemorizante, terminaría en graves apuros. El día había sido un desastre total; un ejemplar de eventos inesperados y casi indignantes para un monstruo cerebral y maquinante de semejante maldad como solo él, Günther von Volke, era capaz.

Lo más terrible, sin embargo, habían sido los mequetrefes de la Jägerstraße, quienes, al parecer, de un año a otro, habían crecido lo suficiente como para dejar de atemorizarse con las criaturas como él, y, en cambio, se veían ahora en la repentina e impulsiva necesidad de utilizar lanzallamas improvisados con aerosoles y encendedores para crear caos y destrucción en una persecución salvaje e inhumana sin motivo alguno, sin que les importara dejar una huella en el legado de civilización que muchos, incluidos los descendientes del mismísimo Günther, habían luchado por conseguir.

«A ver, una cosa es ser un monstruo... pero otra muy distinta es ser un bárbaro», pensaba Günther mientras se movía en cuatro patas por el enorme pasillo de la casa. De pronto, la presencia del ático se turbó. Eso pudo sentirlo con su poderoso sentido de la magia, pues, aunque cada Noche de Brujas debía transformarse en aquella bestia mugrienta y horripilante para cumplir con su parte de un antiguo trato que le profería más ganancia que pérdida, en su cuerpo verdadero poseía un agudo sentido armónico que le permitía olfatear las sensaciones ajenas en un radio bastante decente para cualquier mago.

A los pocos segundos, ya no era solo el aire enrarecido del ático lo que notaban sus instintos, sino también el miedo —sí, el miedo— de un grupo de niños que se acercaban cada vez más hasta la casa. El plan había resultado. Günther se relamía los labios en ansiada espera. En cada Halloween siempre había uno o dos grupos de mocosos que se aventuraban en esa misma casa embrujada para vivir una aventura inolvidable. Pero lo que estos pobres diablos no sabían es que aquella noche Günther von Volke estaría entre aquellas paredes, acechándolos para robarles hasta el último grito de horror a cada uno de ellos.

Así sería, y así lograría satisfacer la voluntad de la mujer serpiente, la demonio avernal con mortíferos ojos rojos cuya promesa de sangre había cumplido su deseo de poseer una belleza extraordinaria e inagotable sin importar el estilo de vida o el desgaste inevitable de los años. Ah, cómo de hermoso era Günther cuando estaba en su forma humana, y qué tan difícil le sería asustar a cualquiera con su imagen pura sin intenciones ocultas. Claro, hasta que la maldad en su corazón proliferaba. Porque era allí cuando todos descubrían, a voluntad del mago, que ser un monstruo no es cuestión de ser horrendo... sino de ser inhumano.

—Esto me parece una mala idea —decía uno de los chicos—. Una muy mala idea...

La voz asustada atrapó la atención de Eugene en su forma de monstruo y, donde cualquiera hubiera visto a un puñado de niños haciendo una travesura, él vio una oportunidad. Una vez más, el destino le estaba sonriendo, porque aunque en aquella casa ya había una fantasma, era un alma que estaba tan rota que ni siquiera aunque quisiera podría hacerles daño a los niños, así que él tomaría su lugar dentro del tablero de juego y se aprovecharía de la situación.

—Si querían ver a un monstruo, yo les voy a cumplir el sueño —río Günther con maldad mientras sentía que todos los vellos del cuerpo se le erizaban por la excitación y un plan se formaba en su mente macabra.

Por eso, cuando los chicos estaban ya a punto de entrar a la casa y sus voces podían ya escucharse con facilidad desde el interior, Günther corrió a esconderse detrás de una botella de vinotinto que yacía desperdigada hacia una de las esquinas, junto a un montón de restos de papelillos, cajas húmedas y rotas de artículos de farmacia para el cuidado personal y prendas de vestir rasgadas.

—Pido el sofá —gritó Levy, uno de ellos.

El chico atravesó la sala corriendo y se lanzó con fuerza sobre la enmohecida tela del mueble que había justo en medio de la estancia. Como la madera estaba carcomida por las termitas y la tela estaba vencida y acartonada por el sucio y el polvo de (al menos) varias décadas, cuando Levy cayó sobre el mueble, la estructura cedió y se rompió. El chico cayó al suelo de manera pesada, a duras penas amortiguando el golpe con el relleno desgastado de los cojines, en medio de una nube de polvo y de carcajadas distorsionadas por la tos. Todos los demás se cubrieron el rostro en un intento vano por escapar del polvo que también los había hecho toser y estornudar.

—Eso, eso, niños tontos. Ríanse mientras puedan —canturreó Günther mientras su voz resonaba como un chirrido por toda la casa.

Los chicos seguían sin notarlo, y así sería hasta que fuera muy tarde para ellos.

—¡Nunca vas a madurar ¿verdad?! —le reclamó Felipe mientras pasaba a su lado y lo empujaba con uno de sus pies, a lo que Levy solo respondió soplando un beso en su dirección—. ¡Payaso!

—¡Aaahhhhh! —gritó Mady, la niña pelirroja, despavorida.

—¡¿Qué?! ¡¿Qué ocurre?! —exclamaron todos sobresaltados.

—¡Creo... creo que vi una cucaracha por allí...! —dijo ella señalando hacia una esquina.

Günther notó cómo uno de los chicos, el rubio, se calmaba para dirigirse a la chica pelirroja.

—Pero ¿qué...? ¡¿Acaso me quieres matar de un susto, Mady?! ¿Por qué gritas así? —le preguntó ofuscado y evidentemente ruborizado.

—¡Era una cucaracha bastante grande...! ¡Lo juro! —decía ella apenada y algo sonrojada mientras seguía andando.

La risa regresó. El aire se aligeró un poco. La verdad es que todos estaban igual de asustados. Levy se quedó observando a Mady, quien hablaba animadamente con Leona y se reían juntas por algo que habían leído en la pared.

«Jum», dijo Günther para sus adentros... «Solo espera a que abandone las sombras, chiquilla... entonces sabrás lo que es el miedo».

Pero, cuando todos comenzaron a caminar en dirección a la cocina, las zapatillas de una de las chicas del grupo, la mayor, barrieron en una patada su escondite...

—¡Oh, no! —exclamó desde sus fauces de bestia salvaje—. ¡Es ahora o nunca!

Y aprovechando el frenesí del momento salió corriendo a toda velocidad mientras se reía como un demente, embistiendo a ciegas contra el grupo de chicos pasando sobre los pies de uno en su maniobra demencial. En realidad lo que quería era aferrarse a los pantalones del chico con sus garras en un arrebato de drama y maldad, pero no pudo lograrlo debido a los saltos de este... Pero no importaba ya. Por lo menos había dejado un mar de gritos y golpes tras de él.

—¡Aahhh! —gritó Colombus, el chico regordete.

Günther había cruzado ya la habitación y ahora estaba listo para subir al segundo al piso y esperar a volver a sorprender a los chicos. Colombus se aferraba con fuerza a uno de los brazos de Felipe, el chico que estaba justo a su lado.

—¡Ja, al parecer eso de que los elefantes les tienen miedo a los ratones como que no es tan mentira! —se mofó Pierre mientras caminaba hacia la cocina.

—¡Ah, fuck you, Jean Pierre! —le contestó Colombus.

—¡Ya lo conoces, Bus! No le hagas caso —dijo Mady risueña mientras seguía a Jean Pierre a la cocina.

De camino le acarició el brazo con ternura, regalándole una sonrisa conciliadora a su amigo asustadizo. Colombus le devolvió un gesto de cariño.

—Lo siento, babe —se disculpó Leona—. No era mi intención lanzarte una rata a los pies...

—No le tengo miedo a las ratas —Colombus negó con la cabeza—. Es solo que me tomó por sorpresa —exclamó.

Y... y... ¿eso era todo?

Casi se lamentó de haber tenido que escuchar aquello. Simplemente no era posible para Günther que los chicos se hubiesen asustado más con la intervención de la cucaracha que con la suya.

—Solo era una rata, Colombus, solo era una rata —escuchó que gritaba alguien para tratar de calmar al chico que había sido víctima de su ataque despiadado.

Sus ojos bestiales destellaron con maldad desde las sombras del segundo piso.

—Seré una rata, pero soy la más horrenda que verás jamás en tu vida, mocoso inútil —dijo con orgullo mientras se encaminaba a su siguiente escondite—. Soy horrendo, sí, soy asqueroso... ¡Soy una RATA!

Pero las palabras de Günther se quedaron en sus labios de roedor, cuando levantó la mirada y frente a él se encontró, viéndolo desde el segundo piso, los ojos de una bestia que lo miraba sin parpadear.

«No puede ser...», pensó... «otra rata...».

Y así era. En aquella casa embrujada de la cual él era tan solo otro invasor anidaban decenas de ratas entre las paredes, en las cañerías, en la chimenea... Por eso, aunque ellas eran apenas unos vulgares y sucios animales y él era una bestia salvaje y horripilante, se asustó cuando dos bajaron en su dirección con actitudes amenazantes. Günther fue lo suficientemente rápido como para huir de sus perseguidoras, escabulléndose por uno de los agujeros de la escalera, pero de inmediato cayó en la madriguera de otra rata, aún más territorial que las otras dos, por lo que comenzó a darle cachetadas de indignación y rabia, ahuyentándolo de su espacio personal.

Günther huyó por las escaleras cuando vio que cada vez más ratas lo perseguían, y aunque intentó en varias ocasiones volver a asustar a los niños dentro de la casa embrujada, estos nunca volvieron a reparar en él. Ni siquiera cuando este se les apareció de improvisto entre las repisas vacías de la cocina, o cuando subieron a los cuartos del segundo piso. Todos estaban tan absortos por la casa que, incluso una de las chicas pasó justo frente a él mientras estaba parado en la baranda de la escalera, simplemente lo ignoró... Por más que Günther hiciera muecas con la cara y soltara chillidos de rabia y frustración.

—Pero... ¿Qué les pasa a estos niños? ¿Acaso están locos o qué? —se preguntó cuando todo el grupo salió corriendo del cuarto detrás de la chica que iba apresurada hacia el desván.

Günther los siguió enfurecido dispuesto a reclamarles por su falta de respeto y llegó junto a ellos justo cuando la chica morena que no le había prestado atención en la escalera decía con voz molesta a otro de ellos, uno de cabello negro...

—Los fantasmas no existen.

Era hora. Los tenía acorralados... O eso pareció hasta que la chica morena salió del lugar tan rápido como le fue posible y todos bajaron corriendo las escaleras para seguirla.

—No, esperen... ¡Espérense...! No se vayan que me costó subir las escaleras, estúpidos —gritó ofuscado, pero, obviamente, nadie le hizo caso.

Günther se revolcó en el suelo sucio y lleno de polvo hasta que, impulsado por su orgullo herido, salió disparado tras ellos, quienes ahora huían de la casa abandonada. Fue entonces cuando los ojos verdes entraron en acción. Eran grandes y rasgados, y a diferencia de las ratas de la casa, su dueña sí que era una verdadera amenaza para Günther...

—¡Ay no, la gata de los finkel!

Al final las patas de Günther no le dieron más de tanto correr y correr de la gata y terminó por perder a los chicos. Cuando finalmente regresó a su casa estaba asustado, decepcionado y muy cansado. Se sentía tan derrotado que se quedó dormido antes de incluso pensar en el asunto del susto de muerte que necesitaba dar para mantener su belleza...

—Deseo ser hermoso para siempre —era su deseo.

La voz no le temblaba a pesar de que la criatura frente a él era grotesca en más de una forma. Mientras dormía soñaba con aquello, y era como si su inconsciente, al menos por una última vez, le permitiera recordar la primera vez que disfrutó de aquella belleza inigualable ante los ojos del mundo.

No quería dejar de ser el centro de atención y el dueño de todas las miradas allí a donde fuera. Ya estaba harto de haber sido la burla y el motivo de los murmullos apagados a sus espaldas. Más que admiración, quería despertar envidia entre sus semejantes, y si para eso tenía que venderle su alma a un demonio, pues que así fuera.

—Belleza tendrás, sí —asintió la mujer serpiente frente a él mientras sus ojos rojos se encendían dentro de sus cuencas reptilianas—. Serás hermoso todos los días del año... excepto por uno.

—¿Eso que quiere decir? —preguntó nervioso al ver cómo la mujer le mostraba sus colmillos alargados al sonreír.

Las velas de la habitación crepitaban mientras el círculo satánico en el suelo, adornado con inscripciones extrañas que había trazado antes con su propia sangre, brillaba como llamas endemoniadas y salvajes.

—A cambio de tu alma te convertiré en la persona más hermosa de toda Celle, pero una vez al año, durante un día y una noche, tu cuerpo reflejará tu apariencia real multiplicada por el número de días en que mi magia funcione sobre ti, convirtiéndote en un monstruo al que nadie resistirá ver...

Su voz era sibilante como la de las serpientes y su cuerpo delgado de extremidades alargadas estaba cubierto por una capa de escamas verdosas y marrones que le daban la apariencia de un reptil humanoide y tétrico. La demonio volvió a sonreír, y esta vez Eugene vio por primera vez su lengua negra y bífida olfateándolo con descaro.

—Pero eso será algo bueno —continuó diciendo sin dejar de sonreír—, porque durante esas veinticuatro horas deberás darle un susto de muerte a alguien. De esa manera alimentaras mi magia y reforzaras el hechizo durante un nuevo año.

—¿Y qué pasa si... no lo logro? —preguntó Günther aterrado.

La mujer serpiente hizo un gesto extraño con su cuerpo como si se encogiera de hombros, pero al tener un cuello tan largado pareció más un movimiento de irritación.

—La magia se romperá y todos volverán a verte por quien realmente eres, Günther von Volke —contestó ella con maldad—: un hombre patético en el que nadie se fijaría jamás a menos que no fuese para reír a su costa, y del que ninguna mujer ni ningún hombre jamás...

Pero antes de que la demonio pudiera completar su frase, Günther la interrumpió:

—Acepto...

—Entonces, deseo concedido...

Y en un sonido gutural y bajo mientras su mandíbula se dislocaba y se abría de manera grotesca, la mujer serpiente se abalanzó sobre él con una sonrisa en sus fauces y lo devoró hasta que todo su cuerpo escamoso envolvió el cuerpo de Günther, dejándolo sin aliento.

Cuando el agua del grifo humedeció su rostro, Günther cayó en cuenta de que el sueño había acabado y que estaba despierto otra vez. Ya la Noche de Brujas había acabado, pero su reflejo seguía siendo el mismo de siempre... El de un hombre con cataratas en los ojos, la piel marchita y reseca, el cabello graso y casi inexistente, una cara marcada por arrugas profundas y los dientes amarillos y chuecos.

Pero nada de aquello era algo que Günther von Volke pudiera ver, y en su lugar, veía lo que su corazón, alguna vez suyo y ahora solo uno más en la colección de la mujer serpiente, deseaba ver, y lo que la magia de aquella demonio le mostraba: el reflejo de un hombre de cincuenta años bastante conservado y con una apariencia de escándalo; una mentira para sí mismo y los demás.

Todo seguía en su lugar: sus músculos, su sonrisa blanca, sus dientes perfectos, su rostro sin muchas arrugas y una cara de facciones perfectas, cuadradas y una barba rubia que resaltaba sus ojos azules; de su espalda había desaparecido la joroba y ahora solo había músculos marcados y un par de hoyuelos antes de llegar a las nalgas; su abdomen escurrido y fofo ahora era la imagen de una escultura del coliseo romano; sus brazos eran fuertes y estaban cubiertos por venas gruesas, sus piernas eran dos troncos cubiertos de vello del color del oro... La deuda con la mujer serpiente había sido pagada y el hechizo duraría un año más.

—¡Gracias por ser tan cobarde, niño gordo! —exclamó triunfal el mago-rata mientras se abrazaba a sí mismo con furor, feliz de conservar su belleza.

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