Antología: Criaturas de la no...

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Las Estrellas en Español se reúnen nuevamente en "Criaturas de la noche". Un conjunto de relatos alternativos... More

Advertencia
El secreto de Salem
Feliz cumpleaños, Mario
El corazón en la mirada
Soy una Gang Star
¿Dulce tamal o señor truco?
Más duro
El lobo que bajó de las estrellas
La Violonchelista
La suerte del chico en el rincón de la fiesta
Madrugada siniestra
Juguemos en el bosque
El chef sangriento
Noche de luciérnagas
La última puerta
Luna de sangre
El juego de la bestia
BIBIDI BABIDI BLOOD
Halloween
Una perra
Una maldita promesa
Una noche de brujas
La venganza de los muertos
Una sombra
El monstruo de ojos rojos
Reflejo en deuda
Luna de medianoche
La cacería del rey
La metamorfosis de Tammy
Monstruo
El corazón de la naga

Atrapados

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Por: NaiiPhilpotts

Giro la llave y entro a mi casa. El olor a salsa recalentada que cocinamos anoche invade mis sentidos. Cierro la puerta y cuelgo las llaves en el ganchillo de la pared mientras mi estómago comienza a rugir con una fiereza descomunal. Camino con pesadez hasta el sofá que se encuentra en el centro del living y tiro el morral que llevo a la universidad.

—¡Mamá! —grito.

La llamo, pero ella no me contesta. Miro hacia todos lados y noto que la televisión está alta y me aturde un noticiario que nadie está viendo. Me asomo a la cocina; tampoco está allí. Hay una olla sobre el mechero con agua ya hirviendo; la destapo para que no se rebalse y bajo el fuego al mínimo. Veo que la pasta seca está a un costado, lista para ser echada. Tomo los espaguetis con cuidado, pero unos chillidos que provienen desde el jardín trasero me sobresaltan.

El terror comienza a escalar por mi cuerpo y lo que veo me hace querer huir. Syria, mi perra, acaba de hacer enojar a mi madre.

Y cómo.

Con valentía, salgo a enfrentar mi destino. Cada cosa que mi mascota hace mal recae sobre mí. Dijeron que cuando la perra se volviera adulta, se iba a comportar de manera decente; los años pasan y yo sigo esperando que eso ocurra. Ya asimilé que no va a pasar.

Pregunto qué es lo que ocurrió por pura cortesía, para sondear el asunto y ver qué tan graves serán las consecuencias. Los ojos de mi madre se clavan en mí con una furia casi suavizada. Rápidamente, hago un cálculo mental de cuánto es que va a durar enojada y el resultado es alentador: para cuando nos sentemos a comer todo estará bien, pero se pueden prever lloviznas de reproches durante la semana.

—Tu perra —recalca el «tu» con brutalidad— rompió mis sábanas nuevas. Entró al cuarto de lavado y arrastró el canasto de la ropa limpia hasta el medio del jardín. De todo lo que pudo elegir para romper, se ensañó con mis pobres sábanas.

Sí. Lo sabía. Lo vi al salir al jardín.

El apetitoso plato de espagueti con salsa está a punto de desaparecer. Agrego un poco de queso extra a la porción y saboreo los últimos bocados con ansias. Miro a mi madre y me sonríe. Es extraño comer con ella. Durante la semana nunca almorzamos juntas por su trabajo, por lo que yo suelo comer porquerías poco sanas o comprar algo por ahí mientras mato tiempo en la biblioteca de la universidad y volvernos juntas cuando sale de su trabajo las cinco. Los domingos son la excepción y, si llego a fallar, me puede caer una maldición con reproches continuos hasta el domingo siguiente.

Sin embargo, hoy es su día libre.

—... los muertos ya han subido a 95. Aún hay peligro de réplicas. El desastre es realmente abrumador. En minutos estaremos ampliando este tema —menciona con congoja la periodista mientras pasan imágenes grabadas desde un dron especial— que ha asombrado a todo el mundo.

En la televisión están informando sobre un terremoto de 8.5 en la escala de Richter. Por fortuna para nosotros, sucedió a ciento de kilómetros de donde estamos, sino nuestra isla la estaría pasando muy mal.

Una gota de salsa cae sobre mis pantalones de jeans cuando estoy por comer mi último bocado. Entre tanto, me llega un mensaje al mismo tiempo que el teléfono de mi mamá suena avisando de una llamada. Ella se levanta a atender y, entre susurros exagerados, me dice que es de la oficina.

Con los dedos sucios, lo saco del bolsillo trasero y lo apoyo en la mesa.

—Desbloquéate —ordeno al asistente, por medio de un comando de voz y el celular me muestra las notificaciones entrantes.

Sonrío como boba. Mi novio me invita a una fiesta en la playa Les Magnolias que hará su hermana mayor.

Sin embargo, antes de poder responder, mi madre sale de la cocina con el rostro turbado, está tan pálida como si hubiera visto un fantasma.

La observo con atención y noto que se ve tensa. Sus hombros se ponen duros e inconscientemente está apretando sus puños mientras se clava las uñas. Siempre que está nerviosa lo hace; yo también.

Me paro de mi silla más rápido de lo que debería. Mi tenedor con el último bocado de pasta cae en el plato con un estruendoso sonido.

—¿Qué pasó? —intento preguntar.

Sin embargo, ella habla antes de ser capaz de escucharme:

—Debemos irnos —declara, perdida.

No digo nada.

Su teléfono aún está conectado a la llamada y escucho gritos del otro lado de la línea. La televisión sigue hablando del terremoto y vuelve a pasar los sitios en los que hay alerta de tsunami.

Quiero creer que se refiere a algún trámite impostergable, o que es alguna cosa burocrática que la estresa hasta morir y quizás es hasta decepcionante...

Pero la curiosidad de que algo grave haya sucedido me consume. El morbo humano me llama.

Me preocupo mientras empiezo a sentir un sudor frío que trepa por mi Camino a ella y la agarro de los hombros.

—¿Qué pasó? ¿Qué te dijeron? ¿Estás despedida?

Silencio. Nada. No me responde. Tiene la vista perdida; la inquietud comienza a paralizarme. Tengo la sensación de que en cualquier momento se largará a llorar de forma incontenible. La ayudo a sentarse en la silla más cercana y le sirvo un poco de agua; bebe.

—Lo siento... —farfulla—. Debemos irnos, Emma. —Su labio inferior tiembla y mi corazón se encoge—. Tenemos que salir del país.

Sus palabras suenan demasiado irreales y, por un instante, pienso que ha perdido la cabeza. Sin embargo, un pitido ensordecedor comienza a sonar de nuestros teléfonos, la televisión y en las propias alarmas de la casa.

—Oh, no... —Se agarra la cabeza—. Es demasiado tarde. La alerta nacional ha sido decretada.

—Emma, ¿tienes todo? —pregunta mamá cargando las últimas cosas en el baúl del coche. Ha metido desde comida enlatada a papel higiénico y artículos de limpieza.

—¿Qué mierda es «todo», mamá? ¿Las fotos familiares, la ropa de invierno, mis libros, la tarea de la universidad para hacer en el viaje?

Mi voz sale más alterada de lo que me gustaría. Me duele mucho la nariz por el portazo que me llevé cuando se encerró en el baño a gritar.

Ella no responde. Noto que sus manos tiemblan cuando apoya su pulgar en la cerradura biométrica del coche.

—No es un juego, hija —advierte, tajante y da un portazo.

Ahora yo soy la que no responde y da un portazo al entrar. El irritable sonido que me avisa que no tengo puesto el cinturón de seguridad es irritable. La luz titila en el mando de control.

Le pregunté mil veces qué estaba ocurriendo, pero lo único que hizo fue balbucear e ignorarme. Por sus ojos, sé que está ocurriendo algo y no me quiere decir qué es lo que sabe.

—Cinturón —ordena. Le hago caso a regañadientes y el silencio inunda el coche. —. ¿Hablaste con Gael?

Volteo para ver a Syria, quien dormita detrás de mí en los asientos. Lloro muchísimo por el irritante ruido que taladraba nuestros tímpanos. Tuvimos que desconectar las alarmas de la casa para que se callaran.

—No —admito—. Es como si se hubieran caído todas las conexiones.

—Se cayeron todas las conexiones, Emma —advierte.

—Sí, y también dijeron que nos quedemos en nuestros hogares y no tuviéramos contacto queque salir es peligroso... ¡El toque de queda se mantendría hasta nuevo aviso!

Mamá cierra los ojos y suspira con terror. Sé que está a punto de dejarse dominar por el pánico, pero se controla por mí.

—No sé cómo explicarlo... —empieza sin que yo se lo pida—. Mi compañera llamó y me dijo que todo se fue al carajo. Pensé que bromeaba y estaba fumada; a veces se escapa con Peet, el de Informática a fumar al baño; se creen que nadie los ve —me cuenta—. Pero ella me dijo que el terremoto ese que vimos en las noticias destruyó algo que no debía... O lo despertó. —Hace una pausa y mi estómago da un vuelco—. No entendí bien, pensé que era una puta broma... Pero los gritos... los gritos, Emma. —Sus ojos se llenan de lágrimas y yo recuerdo el caos que se escuchó del otro lado de la línea—. Solo soy una simple secretaria —solloza mientras intenta poner en marcha su coche—. Me dijo que... que... todos los altos mando comenzaron a huir al mismo tiempo, y que de pronto las personas se volvieron locas y comenzaron a golpearse entre sí. Pero no como una simple pelea de borrachos, no. A arrancarse la piel, matarse. Creo que la mataron, ¿sabes?

La calle por la que circulamos es un caos. Los autos posicionados en direcciones anormales se despliegan ante nosotras. Mi madre intenta hacer marcha atrás, pero otro coche nos frena la salida y nos ilumina el vidrio de atrás. La gente está como loca, desquiciada por no terminar de entender lo que pasa.

Trabamos las puertas y esperamos a oscuras. La noche ha caído y un corte generalizado asola la ciudad.

Mi corazón late a un ritmo acelerado y veo que las manos de mamá tiemblan aferradas al volante. Todo su cuerpo tiembla.

Los minutos pasan y el auto no se mueve. Estamos trabadas. Delante de nosotras hay una veintena de coches abandonados conforme sus dueños los fueron dejando. Se oyen gritos a lo lejos, y también de cerca, vidrios que se rompen, cosas que explotan, helicópteros que sobrevuelan la ciudad.

Es imposible seguir. Mamá sugiere que quizá lo mejor es salir del coche y seguir a pie. La miro a los ojos. Me parece una locura. Estamos solas y, viendo el estado general de la gente, fuera nos podría pasar cualquier cosa.

Estamos cansadas, lo sé. Hemos estado todo el día en el auto. En un arranque de desesperación, lo primero que hizo fue conducir hasta el Aeropuerto Nacional de Montresa, sin embargo, ni siquiera nos pudimos acercar al lugar. Estaba rodeado por militares y por personas con trajes anticontaminación: fue imposible pasar. Lo que vivimos me pareció demasiado surreal: no fuimos las únicas que pensamos en salir del país, había colas de autos saturando la zona.

Después de todo, es lógico. Vivimos en una isla y, si no tienes un barco, solo tienes dos opciones para irte de aquí. Una es el aeropuerto; la otra, el puente.

—La bahía debe estar saturada —respondo, aunque sé que ya sabe la respuesta. Desde que nos acercamos a la ciudad lo único que hicimos fue ver vehículo y destrozos. Por lo que oímos, las fuerzas de seguridad no dan abasto para calmar el caos generalizado que hay.

—¿Pudiste comunicarte con alguien? —pregunta. Sabe que no, porque si lo hubiera podido hacer, ya se lo hubiera contado.

—Las líneas siguen muertas —informo—. ¿Sabes dónde estamos? —quiero saber. Soy incapaz de ubicarme.

—Creo que estamos por la calle 9. Estoy segura. Lo vi al doblar aquí y pensar que estaría vacía por ser zona residencial.

—Gael vive en la 14 —hablo tan rápido que creo que tendré que repetir. El tan solo saber qué ha sido de mi novio, me altera hasta la última fibra de mi ser—. Creo que uno de sus tíos tiene un bote, quizá... solo quizá...

Pero el auto que está detrás se marcha y no me deja terminar de hablar. Mamá reacciona casi instantáneamente y también se mueve. Pronto, volvemos a estar en la calle.

—Primero vayamos al puente, no podemos arriesgarnos así. Está cerca también.

No soy capaz de decirle que no. Mamá pisa el acelerador y salimos hacia atrás; la fuerza me tira hacia atrás y mi cuerpo rebota gracias al cinturón de seguridad.

Las calles que esquiva están peores o igual de la que acabamos de dejar atrás. Llegar al puente es una odisea, pero también un vestigio de esperanza que nos permitiría comprender esta locura.

Sin embargo, sobre la costa, a unos metros de la entrada del Puente Montpellier nos detenemos. Ha habido un choque, el cual bloquea el acceso, y una dotación de bomberos intenta auxiliar a las personas involucradas y liberar el paso.

Solo se oyen gritos de dolor, bocinas y el rugido del mar. Por la ventana observo que en lo alto de los edificios que bordean la costa se ven algunos resplandores de velas y linternas: gente que obedeció y se quedó en sus hogares.

¿Nosotras debimos haber hecho eso?

Un frío seco me abraza los brazos y me arrepiento de haberme quitado la sudadera. Mamá tiene que repetirme lo que dice varias veces para que le preste atención. Me pide que tomemos lo que podamos y que vayamos caminando.

La observo a los ojos, estupefacta. Una parte de mí quiere quedarse por mi novio y mis amigos, necesito saber qué ocurrió con Gael y con Lisa, sin embargo, no podría dejarla a ella. Es mi prioridad.

—¿Estás loca o qué? —suelto, de pronto, cuando la realidad cae a mis pies—. ¡Son cuarenta y tres kilómetros hasta la otra punta! Y ni siquiera sabemos si nos dejarán salir... o pasar.

Mamá sale del auto y yo la sigo, no sin antes dejar a Syria bajar para que estire sus patas un rato. No obstante, por más que siga hablando, ella pone su huella sobre el escáner del baúl y lo abre.

Cerca, hay un puñado de personas que están en nuestra misma situación. Algunos discuten, otros temen acercarse: nadie sabe cómo reaccionar. Los bocinazos son insistente y amenazan con romperme los tímpanos. Solo veo rostros de horror y confusión. A tan solo unos pasos de nosotras, una mujer joven, vestida con una bata de médico, acaba de bajar de un coche que tiene un choque en su tren delantero. Ella lleva, acurrucada en sus brazos, a una niña de unos dos años. Creo que está llorando.

—Tienes razón, hija. Es muy tarde... busquemos algún sitio para pasar la noche y mañana vemos qué hacer. O volvamos a casa.

—Sí, volvamos a casa —sonrío y amago a volver a entrar al auto.

Pero un grito me detiene.

Un bombero se acerca renqueando mientras se toma el pecho y la cabeza a la vez. Suelta alaridos de dolor, como si se estuviera intoxicando, y luego cae al suelo. Queda tendido por un breve momento que resulta eterno.

El griterío se hace abrumador. Los demás bomberos comienzan a caer como él. Las personas involucradas en el choque hacen silencio; sus gritos cesan.

Todo sucede tan rápido que mis ojos no son capaces de seguir la acción. Ver lo que ocurre es diferente a oírlo.

El bombero se despierta y continúa caminando, pero parece otro. Cuando se despiertan las personas cerca del coche, se enzarzan en una violenta lucha en donde el único objetivo claro parece ser arrancarse la piel. La sangre brota de sus heridas, pero nadie grita de dolor.

—Cariño... Cariño... ¡Vuelve aquí! —Alcanzo a oír a una señora mayor que llama a su esposo que ha dejado de tocar bocina para increpar al bombero. Ellos están algunos coches por delante nuestro.

Las últimas palabras del viejo son que no se meta. Sin embargo, cuando vuelve a fijarse la vista en frente, el otro hombre lo ataca.

—¡Están enfermos! —grita una mujer, desesperada—. ¿Qué les ocurre? ¿Qué hacen? ¡Deje a mi marido! —Sin que nadie la detenga, corre a separar a los hombres.

Pronto, la pequeña multitud pasa a tener decenas.

—Es... es... una enfermedad —suelto como única posibilidad posible, aún con el «enfermos» de la mujer sonando en la mente.

Pero no me explico cómo. Algunos parecen reaccionar sin tener contacto.

—¡Emma! ¡Al coche! —me grita mi madre mientras corre a abrir la puerta de su lado y suelta el bolso.

Por inercia, me agacho a recogerlo.

Se oye un disparo.

—Es por aire... Es por aire —murmura la voz de la mujer joven, totalmente alterada. Mi madre voltea mirarla y luego fija sus ojos en mí.

Ella se tapa la boca con una mano, pero yo no soy capaz de hacer lo mismo. Las personas de la multitud ya han dejado de gritar. Y son rápidas.

El tumulto se separa y saltan contra los primeros que tengan por delante. Pronto, todos los que están a nuestro alrededor comienzan a temblar y agarrarse del pecho y de la cabeza. Tras caer, vuelven a abrir los ojos y gritan como si su vida dependiera de ello. Luego callan y atacan.

Alguien salta por mi mamá cuando ella ya está temblando. Veo cómo contorsiona su cuerpo como si fuera una marioneta con tiene los hilos enredados, y grita. Oh, Dios, sus gritos.

De pronto, unas luces del cielo nos iluminan. Los helicópteros dominan la noche y yo creo que estaremos salvadas, sin embargo, lo que dicen me hiela la sangre.

—Atención a todos los habitantes de Montresa, si pueden oír este mensaje, busquen refugio y aléjense de la zona de la Bahía Montpellier. Repetimos, busquen refugio. El bombardeo comenzará en 47 segundos. Si pueden oír este mensaje, busquen refugio y aléjense de la zona de la Bahía Montpellier. El bombardeo comenzará en 42 segundos.

Mi madre me observa con los ojos inyectados de lágrimas. Dejo escapar un sollozo.

—Emma, corre... —entre medio de un suplicio, pide por mi vida. Ella también se toma el pecho y sus alaridos se unen a los de la multitud.

—¿¡Mamá!? —grito al tiempo en que ella cae contra el asfalto en medio de un ruido sordo que juro oír.

Pero no me contesta.

Caigo de rodillas y, destrozada, me acuclillo frente a ella. Apenas logro tocarle la mano. Por las luces del coche, noto que le sale sangre de la nariz y algo supura de sus orejas. Syria tironea la correa con bravura y lloriquea a mi espalda.

Consumida por la desolación, intento girarla hacia mí, pero me sorprende notar que su cuerpo es preso un rictus anormal.

—¿Mami? —lloro.

Y ella abre los ojos.

Pero ya no es mi madre.

Syria me arrastra con tanta fuerza que me obliga a pararme de un salto. No me deja mirar atrás, solo corremos.

Creo escuchar que mi madre ataca a la médica y su hija cuando la primera bomba cae sobre el puente. Luego le siguen varias más.

Primero escuchamos el sonido, luego somos presas del efecto de la onda expansiva. Syria y yo somos enviadas varios metros por delante. El suelo donde estoy parada vibra y yo grito por ayuda mientras veo como la mole de concreto es tragada por las aguas negras del mar.

Me levanto, aturdida. Mi cuerpo tiembla por el impacto. Es demasiado para procesar, así que decido no pensar. Aspiro con profundidad e inhalo un nauseabundo olor a pólvora que me genera arcadas.

—El puente... —suelto un quejido ahogado al darme cuenta de lo que han hecho.

La vía de conexión terrestre entre la isla y el continente ha desaparecido como si nunca se hubiera construido. Las toneladas de acero y de concreto son devoradas por el mar sin ninguna oposición. Sin embargo, no es lo único que han explotado, pues el puerto está en llamas y, con ello, los barcos.

Nos han dejado encerrados.

Si SOLA tuviera zombies, definitivamente este sería un muy buen comienzo.

¿Ustedes que creen?

De hecho, cuando empecé SOLA allá por el 2013, estaba encantada con The Walking Dead y los zombies. ¡Me pareció sumamente tentador ponerlos en mi historia! Sin embargo, me mantuve fiel a la idea original.

Así que, ahora, usé el inicio de mi novela pero con muchos giros diferentes para hacer este especial.

Si no saben de qué hablo, vayan a leer SOLA, tienen el link en el vínculo externo ;)

Nai.

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