Oneshots Volkacio

By RaizhelRose

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Mini oneshots o sketches volkacio. La mayoría son parte de mi head canon. Ninguna escena tiene directa relaci... More

Las mismas palabras
[+18] Los aretes de un punk
Semana Volkacio <3
Day 1: Primer beso
Day 2: "Un año", Sebastián Yatra & Reik
Day 3: Vodka [+18]
Day 4: Intento de coqueteo
Day 5: ¿Mariposas?
Day 6: "No me dejes"
Day 7: Good ending
[+18] La apuesta
[+18] ¿Vamos por un café?
Cegado
Perracos. Ya no quiero recordaros
[+18] Fantasía y deseos
[+18] El huevo.
La máscara
Recuerdos
Peleas callejeras
El mirón
Nunca es tarde... o quizás sí.
Los cinco minutos
[+18] Encuentro desafortunado, ¿o no?
Mariposas y un culo
Un café y de rutas
Una pizca de salsa
¿Guardián?
La fruta especial
El canto de un destino
Un tulipán perenne

[+18] Una tarde de verano

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By RaizhelRose

Hacía un calor insoportable. Aún no llegaban ni a mediados del verano; faltaba tantísimo para que aquellas temperaturas tan molestas se marcharan. Por suerte, en la mansión de Horacio hacía buen clima. El fresco viento del este entraba y, con la abundante vegetación del recinto, las temperaturas se apaciguaban, volviéndose, incluso, un tanto agradables.

Salió por la puerta trasera en busca de las tumbonas que rodeaban la piscina. Horacio le había comentado sobre lo bien que le sentaría tomar un poco más de sol, dorarse un poco la piel. Ya sabía de sobras que él no era ese tipo de persona, incluso cuando estuvo en el ejército y pasaba largas horas al sol, su piel siempre fue irremediablemente blanca. Pero le daría una oportunidad. Con un poco de suerte, después de tantos años, quizás podría tomar un poco de color bajo el sol.

Al llegar a las tumbonas notó que el moreno se había refugiado en el pequeño gimnasio junto a la piscina. Sabía que había estado en el agua hacía un rato; le había oído chapotear desde su habitación, pero creyó que ya se habría entrado para tomar una ducha o algo. Le observó desde lejos mientras acomodaba el sillón antes de tomar el sol. Tras quitarse la ligera camiseta de algodón, se puso un poco de crema solar y se tendió al sol.

A través de sus gafas polarizadas miraba el despejado cielo, pensando en todo y nada a la vez. No le gustaba sentirse tan ocioso, se decía, incluso en aquellas semanas que estuvo completamente solo en Rusia tuvo algo que hacer. Le gustaría adquirir algún pasatiempo, pensó, pero no sabía por dónde empezar. Nunca había tenido tanto tiempo para él mismo.

Tras varios minutos divagando en sus pensamientos, notó que Horacio aun no se había retirado, que seguía en el pequeño gimnasio junto a la piscina. Tomó asiento y le dio un vistazo; el moreno seguía allí, tendido sobre el amplio sofá. Parecía descansar, se dijo. Le observó atento y, como una corazonada, de repente se preguntó si acaso Horacio respiraba. Con un mal presentimiento, se levantó de la tumbona y se acercó a su compañero. Tendido sobre el sofá, con un bañador de pantaloncillos cortos y una holgada camiseta que apenas le cubría el pecho, Horacio dormía profundamente.

Tras esperar a comprobar que su compañero respiraba de manera constante, se tranquilizó. Le observó durante unos segundos más y notó que los pantaloncillos de Horacio parecían demasiado cortos. El color rosa y celeste claro resaltaban en su piel morena. Reparó en los vellos que cubrían sus trabajadas piernas, dándole un tono ligeramente más oscuro a su piel. Subió la mirada y se detuvo en aquella línea oscura que subía hacia su ombligo. Los abdominales bien marcados y la cintura estrecha al descubierto. ¿Cuál era el punto de llevar una camiseta tan corta?, pensó.

Sin poder apartar sus ojos, observó el rostro relajado de Horacio. Los labios entreabiertos, las pestañas negras y tupidas, las cejas perfiladas, al igual que la suave barba. El cabello blanco despeinado con las raíces negras asomándose.

En cuclillas, volvió a mirarle por la cintura. Su pecho amplio y robusto contrastaba con lo estrecha que parecía su cintura. Entonces notó unas pequeñas líneas blancas que se extendían desde la cadera hacia la cintura. Pequeñas líneas que parecían raíces, expandiéndose como ramas, algunas más marcadas y rectas que otras. Recordó que Horacio había sufrido un abrupto cambio de peso. Aquellas líneas blancas eran estrías. Notó que en la parte alta de sus muslos también tenía unas cuantas, escondiéndose bajo el pequeño pantaloncillo para reaparecer subiendo hacia la cintura. Él también tenía estrías, se dijo, pero en los hombros solamente. Aquellas marcas blancas aparecieron en su juventud, cuando crecía y comenzaba a ejercitarse para entrar a la milicia.

—Si quieres, puedes tocar. —la suave voz de Horacio.

—Horacio, ¿es-estabas despierto? —dijo a trastabillas.

—Estaba durmiendo, pero... me sentí observado. Ya veo porqué... —contestó burlón.

Volkov se aclaró la garganta a la vez que se levantaba y daba la media vuelta.

—Vamos a ver... Pe-pensé que... Pensé te había pasado algo, coño. —se cruzó de brazos, intentando esconder su nerviosismo.

—Sí que te gusta mirar... —agregó en tono sugerente con una suave risa. Se irguió, apoyando sobre la zurda el peso de su cuerpo.

—¡Vam- pero vamos a ver, hombre! —protestó. —¡Estaba- estaba- estaba... asegurándome de que... de que siguieras... vamos a ver, pudiste sufrir alguna clase de accidente y vine a ver si seguías respirando!

Horacio respondió con una carcajada. —¿Y lo estaba? —preguntó con una sonrisa en voz baja.

Volkov se volteó para mirarle. El moreno había recogido la pierna derecha, acariciándose la rodilla con la diestra; había apoyado su peso sobre la zurda, escondiendo su cuello en el hombro del mismo lado. Ladeando el rostro, le observaba con una sonrisa pícara.

Tragó con fuerza, nervioso.

—Joder... —susurró en respuesta.

Un exquisito silencio se suspendió entre los dos. El ruido lejano del camino y el cantar de un pájaro cercano.

—¿Qué pensabas mientras me mirabas? —soltó de sopetón.

—¿Que qué pensaba? —repitió. —Que tus... pantaloncillos y camiseta son demasiado- son demasiado... pequeños. ¿Los-los has comprado en la sección de niño o cómo? —intentó devolverle una de las tantas que le debía.

Horacio volvió a soltar una carcajada.

—Es moda. —contestó burlón. —No lo entenderías. —agregó en tono arrogante. —Llevas un bañador negro que llega a medio muslo. No entenderías lo que es... La Moda.

—Pues... yo me hayo bastante cómodo con este bañador.

—Ya...

Volvieron a guardar silencio.

—Y también... —agregó el ruso, cortando el silencio. —Pensaba en... Pensaba en tus estrías. —el rostro confundido de Horacio. —No son algo malo, coño, yo también tengo algunas.

—Ya... —replicó en un susurro. —Pero, no son de... un momento que... Da igual.

—En los hombros. —insistió Volkov a la vez que tomaba asiento junto al moreno. —Aquí, ¿ves? —dijo apuntando su hombro izquierdo.

Bajo las cicatrices de los tantos tiros que recibió en el hombro, se podían observar unas líneas blanquecinas muy sutiles que cortaban su piel. La diferencia de color con su piel natural era mínima, pero si se miraba de cerca y con atención, podía percibirse.

—¿Aquí...? —dijo Horacio guiando su mirada con el índice derecho, recorriendo un pequeño tramo del hombro del ruso.

Un escalofrío le recorrió la espalda, tensando su cuerpo.

—Estás... —agregó el moreno. —Aceitoso. —dijo entre risas. —¿Qué te has puesto? ¿Aceite antes de venir a verme? ¿Acaso quieres seducirme?

—¡No, coño! —se apresuró a decir, intentando controlar los nervios que volvían a aflorar en él. —¡Es-es-es la crema solar, coño! Salí a tomar un poco de sol como dijiste, y me puse un poco de crema.

—Joder... —suspiró con un puchero. —Pudiste haberme dicho a mí de ponerte la crema... —le pareció que el moreno se mordía el labio mientras seguía buscando con el índice las líneas de las estrías en su hombro.

Volvieron a guardar silencio. Ya casi se había vuelto costumbre el quedarse sin palabras frente a las claras insinuaciones del moreno. La mayoría de las veces le pillaba desprevenido, y cuando no, era tan directo que llegaba a cohibirle, dejándolo fuera del juego.

—También tengo algunas en el pecho. —agregó el moreno. —¿Quieres verlas?

Volkov le miró inexpresivo, incapaz de aceptar o rechazar aquella oferta. No sería la primera vez que veía a Horacio sin camiseta, pero sí la primera en verle bajo una situación un tanto comprometedora.

Antes de que pudiera contestar algo, el moreno se reclinó hacia atrás y se levantó la pequeña camiseta por sobre el pecho. A vista y paciencia de Volkov, se encontraba el pecho descubierto del moreno, con el enorme tatuaje de la virgen al centro y los pezones morenos a cada lado; el derecho llevaba un arete de acero quirúrgico. Eran unos pectorales trabajados, bastante robustos, pero a la vez lucían suaves y mullidos. Desde el pequeño pliegue bajo aquellos pechos, salían las estrías blancas que iban hacia la espalda.

Deseaba poder repetir el mismo gesto que Horacio había hecho sobre su hombro; deseaba poder acercarse y dibujar con su dedo las líneas que le cruzaban la piel. Deseaba hacerlo, en cambio, se limitó a carraspear un poco en un intento por disimular.

—Puedes tocar si quieres, eh... —repitió el moreno en un susurro.

Volkov miró los ojos marrones de Horacio; acristalados y asertivos, sin un rastro de duda en sus palabras. Notó que las mejillas del moreno estaban ligeramente sonrosadas.

Apoyó la zurda por el costado de su compañero, rodeándole. Acortó la distancia y, con el índice derecho, rozó suavemente una de las estrías. Respiraba hondo, profundo y pesado, esperando no perder la cabeza. Notó que Horacio se encogía, nervioso por el cuidadoso tacto. Ambos soltaron una sonrisa cómplice al notar la reacción del moreno. Repitió el movimiento, pero esta vez en el lado derecho, deteniéndose justo junto al pezón. Tocó con cuidado el arete y miró a Horacio.

—¿Duele? —preguntó.

—N-no mucho... —podía notarle inquieto. —Solo al principio...

Volvió la mirada sobre el arete e insistió sobre este, tocándolo con cuidado.

—¿Te gusta?

—S-sí... —articuló con un hilo de voz.

Nunca había comprendido por qué la gente se hacía perforaciones en el cuerpo. Le parecía algo doloroso e innecesario. No entendía la utilidad de aquello, además del valor estético que podía tener. "Bueno... tampoco entendía los tatuajes y me hice uno por Horacio", pensó. Quizás, podría hacerse una perforación por Horacio. Si no le gustaba cómo lucía, bien podía retirarse el arete y la piel volvería a juntar.

—V-volkov... —la suave voz de Horacio le distrajo de sus pensamientos. —¿Puedes...?

Entonces notó que los pezones del moreno se habían endurecido, que su rostro estaba sonrojado, que su respiración se había agitado y que sus ojos brillosos le miraban tímidos y con las pupilas dilatadas.

—Lo siento... —contestó abandonando el arete.

Nuevamente el silencio.

Ya no estaba nervioso, pese a que Horacio ahora sí parecía estarlo.

El moreno, dubitativo, acotó la distancia entre los dos. Volkov no se movió ni apartó ni un milímetro.

—¿Crees que... —preguntó en un murmullo— que me sentaría bien uno?

—¿Un arete? —contestó acercándose un poco más.

—Sí...

—¿Dónde...? —inquirió. —¿Aquí mismo? —agregó deslizando su índice derecho sobre el pecho del ruso hasta alcanzar el pezón.

—¿En qué otro lugar si no? —contestó sintiendo un delicioso hormigueo que comenzaba a extenderse por su cuerpo.

—Me gustas así, —respondió mirándole atento el pecho, notando cómo comenzaban a endurecérsele los pezones. —pero si tú quieres...

Volkov se miró el pecho, viendo cómo el dedo de Horacio empujaba con suavidad hacia arriba y abajo su rosado pezón. Sin notarlo, se había posicionado peligrosamente cerca del moreno. Al levantar la vista, podía ver las tupidas pestañas de su compañero, las cuales hacían de cortinas a sus ojos que, concentrados, miraban atentos al jugueteo en el pecho del ruso.

—¿Te gusto así? —Horacio detenía el movimiento, levantando la mirada.

Me gustas. —articuló sin una gota de voz.

Como una respuesta intuitiva, hizo el ademán de moverse hacia adelante, pero en cuanto supo que se encontraría con los labios del moreno, confundido, detuvo el avance.

Unos segundos que parecían eternos.

Nuevamente el canto del pájaro, el sonido del viento entrando por la propiedad, golpeando puertas y ventanas de la casa. Los automóviles a lo lejos.

Horacio avanzó en búsqueda de aquel beso que él no fue capaz de encontrar.

Cerró los ojos y dejó que las cientos de sensaciones inundaran su cuerpo. La ligera presión sobre sus labios y, luego, la imperiosa necesidad de separarlos ligeramente. Jamás en su vida había recibido un beso tan cálido como aquel. No era algo apasionado, pero tampoco algo infantil; si alguna vez hubiera imaginado un beso con el cresta, habría sido algo muy cercano a lo que estaba viviendo.

Se apartaron un poco, buscando sus miradas para asegurarse de que aquello era lo que ambos querían. Horacio soltó una sonrisa incrédula al caer en cuenta de la situación. Acto seguido, le acarició la línea de la mandíbula y volvió a besarle.

Ahora sí. Podía sentir la lengua de Horacio invadir su cavidad con total seguridad. Se frotaban entre sí, compartiendo aquella intimidad tan delicada y que removía tantas cosas en sus cuerpos. El pecho le latía emocionado, mas no nervioso. Un calor abrazador despertaba en todo su cuerpo, relajándolo a la vez que activándolo. Bajaba la guardia, volviéndose vulnerable, perdiendo el aliento, dejando su mente en blanco; tan solo existían ellos dos.

Horacio se apartaba un segundo, relamiéndose los labios. Le secó la comisura de los labios con el pulgar izquierdo, soltando una sonrisa ante la inocente expresión del ruso. No fue capaz de pensar en nada, tan solo su cuerpo reaccionó, sintiendo con más presencia el bulto entre sus piernas.

—Si no quieres... —susurró Horacio con su voz suave. —Podemos detenernos cuando quieras...

Pero no hubo palabras por respuesta. Volkov se acercó más, apoyando su frente sobre la del moreno, dándole a entender que estaba bien con ello, que podían avanzar mucho más.

Horacio le acarició el cuello con ambas manos, deslizándose hacia su pecho, presionando con suavidad sobre los pezones. Repitió el gesto dos, tres veces más, hasta que, al fin, el ruso le cogió por una de las muñecas y deslizó su mano hacia abajo. Sus abdominales ya no estaban tan marcados como antaño, pero aún eran perceptibles a la vista y al tacto. Horacio le besó el mentón al momento de llegar a la cintura, faltando tan poco para abrirse paso a su entrepierna. Le besó el mentón, el cuello, las clavículas, mientras que Volkov se dejaba llevar otra vez.

Finalmente, la mano del moreno llegaba a destino. Un exquisito escalofrío volvió a estremecerle. Horacio le besaba con cuidado los labios; pequeños y cortos besos. Le acarició los muslos, recogiéndole el bañador para dejar su piel blanca expuesta. Aunque intentó contenerlo, un profundo y entrecortado suspiro se escapó de sus pulmones, delatando el nerviosismo y lo mucho que ansiaba aquel encuentro.

—Anda, tiéndete un poco... —susurró el moreno entre beso y beso.

Obedeció. Apoyándose en los antebrazos para seguir observando atento, Volkov se reclinó hacia atrás, estirando sus largas piernas sobre el sofá. Horacio se terminó por quitar la pequeña camiseta y se apoyó en el sofá con ambas manos, rodeándole desde la cadera. Se inclinó sobre él y volvió a besarle, inundando su boca.

Sentía que se derretía. La placentera oscuridad en la que se sumía en cada beso le aturdía más y más. Sentía su rostro caliente, los párpados pesados, los labios deseosos de aquellos besos. Quería llamarle, decir su nombre, pero no se atrevía a hacerlo.

Horacio escabullía sus manos por dentro del bañador, volviendo a arremangarle la tela sobre los muslos. El moreno se mordía los labios, ansioso. Su entrepierna palpitaba, deseosa de aquel tacto que amenazaba con llegar, pero que no terminaba por aparecer.

Por sobre la tela, al fin, Horacio posó su mano sobre aquel duro falo. Dibujando su forma por sobre el bañador, el moreno frotaba lentamente. Cruzaron miradas. Con la diestra, Volkov cogió el mentón de su compañero, pidiéndole acercarse para besarlo. El cresta accedió, acortando la distancia, separando sus labios; pero esta vez fue el ruso quien inundó la boca del otro.

Al apartarse, el moreno le levantó el elástico del bañador, dejando que su miembro se asomase erecto. Volkov levantó las caderas y Horacio le retiró el pantalón negro. Desnudo, frente al moreno, la excitación de su cuerpo crecía. El cresta volvía a besarle, depositando suaves besos sobre su blanco cuello, sobre los hombros, sobre el pecho. Con la lengua, lamió uno de sus pezones para, en seguida, succionarlo con cuidado. Un discreto jadeo se escapó de Volkov. El moreno continuó descendiendo, besándole el abdomen, el ombligo, la cara interna de sus blancos muslos y, finalmente, la ingle. Mirando hacia arriba, envolvió el miembro de Volkov con su mano izquierda. Desde la base, estimuló hacia arriba. El ruso volvía a dejar salir un profundo y entrecortado suspiro.

Con una sonrisa pícara, Horacio se posicionó y, con los ojos cerrados, introdujo el pene de Volkov en su boca.

¡Tan caliente, coño!, gruñó excitado en su foro interno. No quería dejar de observar, pero las oleadas de placer que comenzaban a golpear su cuerpo cerraban lentamente sus ojos. Estaba duro, durísimo, como si fuera un chavalín a solas en su cuarto. Pero él no estaba solo. Los gruesos labios del moreno se deslizaban suaves hacia arriba y abajo, succionando, recorriendo toda su longitud. Cuando volvía a la punta y pasaba la lengua por todo el glande, arrancándole un gemido para decorar la escena. La voz ahogada de Horacio, la respiración agitada, la saliva deslizándose por su piel, perdiéndose en el blanquecino y escaso vello de su pubis.

—Jo-der... —murmuró en un grave gemido.

Horacio le miró hacia arriba, soltando una sonrisa satisfecha antes de volver a ocupar su boca con el duro falo del ruso. Con la mano derecha, le afirmó el miembro desde la base, pasando el pulgar por debajo de los testículos. Volkov recogió ligeramente la pierna derecha, abriendo espacio para el moreno. Entre lametones y succiones, Horacio le presionó suavemente el perineo. Ante tal oleada de placer apretó los puños con fuerza y cerró sus ojos. Un gutural gemido se escapó de sus labios. Sentía que podía correrse en cualquier momento y no quería hacerlo; no todavía, necesitaba un poco más de aquella placentera experiencia.

Sintió los dedos de Horacio acariciándole la mano derecha. Liberó la presión de sus nudillos y, en un suave gesto, el moreno entrelazó sus dedos con los de Volkov. Con los ojos cerrados, el moreno descendió lo más profundo que pudo, introduciendo toda la longitud de aquella entrepierna en su boca. Un profundo gemido. Sintió un temblor que le recorría el cuerpo. Si aquello continuaba acabaría en la garganta de su compañero.

—¡Hora-cio-! —balbuceó alcanzando con su mano libre el cabello del moreno.

Al levantarse, un espeso hilo de saliva unía los gruesos labios de Horacio con su miembro.

Joder..., pensó aturdido frente la excitación que aquella imagen le produjo.

—¿Vas... —preguntó jadeante— vas a correrte?

Mudo, sin poder articular ni una sola palabra, asintió con la cabeza.

—Yo también quiero correrme... —agregó con una sonrisa ladeada y atontada.

Y notó el bulto, igualmente excitado, en la entrepierna de Horacio. Le pareció que, bajo aquel bañador tan ridículamente pequeño, el falo del moreno se asomaba por el muslo derecho. Pero no hubo tiempo suficiente para corroborar aquella imagen que le pareció ver, pues Horacio se puso de rodillas sobre el sofá y deslizó el pantaloncillo hacia abajo, deshaciéndose de estos. La línea de vellos que descendía desde el ombligo daba con el cuidadosamente recortado vello de su entrepierna y, por supuesto, con su excitado miembro.

Cerró los ojos al ver que Horacio se inclinaba para besarle, sintiendo sus labios posarse en el cuello, las mejillas y el lóbulo de la oreja. Sintió el pene de su compañero rozar con el propio mientras se acomodaba, posicionándose sobre su falda. El cresta tomaba asiento sobre las caderas del ruso, pero sin cargar su peso sobre este.

—¿Quieres unos cojines? —preguntó mientras alcanzaba algunas de las almohadas del sofá.

Volkov apoyó su espalda sobre los mullidos cojines, liberando así sus manos. Sujetándole con la diestra por la nuca y con la zurda por el cuello, el ruso atrajo al moreno hacia sí, besándolo.

La saliva espesa, los gemidos ahogados, la respiración agitada, su piel ardiendo, el roce húmedo de sus genitales.

Podía perder la cabeza en ese mismo instante y no le importaría.

Rozándose los labios, a punto de besarse, Horacio comenzó a mover sus caderas. Adelante y atrás, con cuidado, despacio. Un suave vaivén que presionaba ligeramente su propio falo contra el de su compañero. Con sus manos recorrió los muslos del moreno, subiendo por los costados, estrechándole la cintura hasta dar con la espalda. Horacio cerraba los ojos y se mordía los labios.

Volvió a rodearle la cintura, pero esta vez, cambió de dirección hacia el pecho. Con los índices, estimulaba los morenos pezones de su compañero. El arete del lado derecho daba pequeños destellos según cómo le pillase la luz. Horacio se encogía soltando gemidos, apretándole suavemente por los castados con sus piernas.

—Ahh-ha... —su voz parecía ligeramente más aguda. —Viktor... —murmuró gimoteando.

Horacio se irguió, hundiendo ligeramente el pecho, apoyando ambas manos sobre el abdomen del ruso. El rostro del moreno era un poema. Con los ojos entrecerrados, brillosos entre sus tupidas pestañas; las cejas acongojadas; los labios húmedos y gruesos; un fino hilo de saliva que se escurría por la comisura de su boca. El rostro de ninguna otra persona le había parecido tan lascivo como el de Horacio, pensaría en los días siguientes al encuentro.

Detuvo el movimiento sobre los pezones del cresta, volviendo a posar sus manos sobre los muslos de este. Horacio soltó un profundo suspiro y se acomodó el cabello hacia el lado. Se lamió la palma de su mano y, asertivo, cogió ambos miembros. Comenzó a bombear lentamente, disfrutando cada segundo. Por su parte, Volkov se aferraba a los gruesos muslos del moreno, marcando nuevos surcos blanquecinos, que, al retirar su mano, se borrarían de aquella piel.

Antes de reclinarse hacia atrás, Horacio dejó caer una gruesa gota de saliva sobre sus miembros. Un poco más lubricados, aceleró el pulso. De a poco, el movimiento de sus manos fue acompañado del vaivén de sus caderas. Su pecho ancho se levantaba a ritmos alterados, haciendo más evidente su agitada respiración. Los gemidos no tardaban en llegar para inundar el pequeño gimnasio. El calor de sus pieles, el roce húmedo. Horacio le montaba, pero sin haberse adentrado en sus carnes.

—Vik-tor... ¡Ahh-ha! —gemía suplicante. —¡Viktor...! —balbuceaba intentando contener su voz. —¡Hmm...!

—Horacio... —se escapó un susurro con su nombre entre los cientos de gemidos que su cuerpo producía. —Ho-racio... —repitió, imaginando que estaba en el interior de su compañero, que su pene era abrazado por aquellas paredes calientes y estrechas, alcanzando las profundidades del moreno. —¡Coño...! —masculló.

El movimiento se hacía más rápido, más intenso. Por la voz de Horacio, supo que él también estaba por acabar.

A paso rápido, su cuerpo se tensó. Hundió sus dedos en los muslos del moreno, aferrándose a él y, en compañía de un profundo, casi animal, gemido, su cuerpo liberó la última ola de placer. Se estremeció con fuerza y cerró los ojos, sintiendo la presión del último segundo antes de correrse.

Cada vez más y más suave, la oleada de placer que aturdió todos sus sentidos y borró cualquier huella de pensamiento, comenzó a desvanecerse.

Inspiró lento, recuperándose poco a poco. Al abrir los ojos, vio que Horacio también había acabado.

Sobre su pecho blanco yacía la inequívoca prueba de lo que había ocurrido; la espesa esperma comenzaba a escurrirse por sus costillas. Observó las mejillas aún sonrojadas de Horacio, los ojos cristalizados y el pecho levantándose con una respiración irregular que parecía volver, lentamente, en sí.

Con la zurda, Volkov atrajo al moreno hacia sí, besándolo.

Sin saber muy bien cómo proseguir, se levantaron del sofá en silencio. Comenzaron a ordenar y limpiar el pequeño desastre que habían hecho; todo en un vergonzoso y confundido silencio. Realmente no eran una pareja, pero al fin habían liberado aquella tensión que se cocinaba desde hacía semanas entre los dos. No quería pensarlo, pero en cuanto cruzó la puerta de casa y se encontró solo, no pudo evitar preguntarse: ¿ahora qué? 

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